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La duda es algo pálido. Y brillante. Es azul y blanca. Amaia emergió del sueño abruptamente, experimentando una fuerte sensación física de caída. Se volvió hacia la puerta. Y, aliviada por salir de los recuerdos agolpados en su interior, encontró la mirada de Asier durante apenas una milésima de segundo. Lo justo para que él percibiera que ella, queriendo o sin querer, se alegraba de verle.
Asier había venido preparado para el encuentro que, preveía, no sería fácil. Tenía varios planes. Uno de ellos incluía una lectura. Había pasado por la tienda de fotocopias y traía impresa la novela. Lo que había progresado desde que ella la había leído.
—¿Cómo estás?
Amaia no respondió.
—¿No vas a hablarme?
Amaia se encerró en su mutismo, recuperando las pulsaciones. Recostó la espalda sobre la almohada y perdió la mirada por aquella ventana sin vistas, sin cielo. Luego se dejó resbalar entre las sábanas, y, acurrucada, cerró los ojos como si se dispusiera a dormir.
—Entiendo que te dé vergüenza haber intentado suicidarte. Esta vez ha quedado bastante claro —comenzó Asier—. Mira, no voy a ser yo el que te juzgue. Pero creo que sería una pena que te perdieras lo que va a venir. Porque ahora empieza lo mejor.
Amaia abrió los ojos, interesada a pesar de todo.
—Es una historia que vale la pena ser contada —continuó Asier—. ¿Quieres leerla?
Pero Amaia no se movió. Tenía miedo. Si Asier seguía escribiendo, descubriría su crimen. Solo cabía refugiarse en la cobardía.
—No será mi historia, sino la tuya. Y luego la de los que la lean —apuntó inquieta.
—Claro que es tu historia. ¿No era eso lo que querías? ¿Una historia para que Erik te recordara, para que te encontrase?
El escamoteo había sido en balde. Solo cabía la huida.
—Quiero dormir —pidió con la voz quebrada.
—Ahora no debes dormir. Es la hora de hacer, de no dejar pasar. Dices que no has encontrado, pero ¿y si encontraste pero no supiste reconocer?
—Tú no sabes nada de mí —replicó Amaia con dureza.
—Sé algo. Lo que hay en esos folios. Y te diré más: sé que regresasteis al campamento base. O que al menos os pusisteis en camino. También el otro grupo se escindió. Uno de ellos fue masacrado mientras dormía, guarecidos en una cueva. Los que despertaron a tiempo se encontraron en medio de una batalla campal. Ari Magnusson ordenó rajar los vientres de los marineros y lanzarlos al mar. El capitán Martín de Villafranca saltó al agua desde el acantilado. ¿Lo sabías?