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Asier tecleaba como un poseso ante el ordenador con las ventanas cerradas. Aquel frío tenía color y sabor. Era algo vivo y nada tenía que contaminarlo. Locura blanca, de los dos. La ciudad dormía desde hacía horas. El arrullo constante del mar y el de la osada brisa de septiembre cuchicheaban junto a su ventana, cerrada desde la tarde. Pretendían enterarse de lo que sucedía en el interior. Eso tan interesante que Asier mantenía en secreto. Antes, cuando era adolescente y escribía, solía hacerlo con las ventanas abiertas, en cafés o en bancos al aire libre. Tenía un portátil que se convirtió durante años en una extensión de sí mismo. Pero desde que fue a vivir a aquel piso y compró el ordenador de mesa, ya no salió más. En cierta forma, se volvió vergonzoso. Se sabía un escritor que no escribía y aquel maldito cuaderno que su padre le había regalado continuaba prácticamente en blanco, ¿qué necesidad tenía el mundo de conocer su secreto? Sin embargo, sus razones para el recogimiento eran ahora distintas. La historia que estaba novelando tenía un poderío envolvente. Estaba llena no solo de acontecimientos y personajes, sino de olores, sabores, sensaciones vívidas que se materializaban a su alrededor, y Asier no quería que nada ni nadie pudiera contaminarla.