10

La primera bocanada de noche me sorprende como el aliento puro de la libertad. La emoción me embarga y aprieto el paso, rezando para no cruzarme con ningún madrugador en el camino. Las sombras de los caseríos circundantes aguardan dormidas a que amanezca. Las chimeneas, secas. Solo pequeños mugidos de alguna vaca impaciente que aguarda ser ordeñada, rompen la quietud. Pronto despertarán los gallos.

Siento los pies ligeros y mi piel casi se disuelve en la fina brisa que llega de la mar. Me regocijo por dentro pensando que pronto la veré. ¿Será, como dicen, tan azul, y tan negra, y tan verde y tan plagada de maravillas y peligros? Y entonces, cuando apenas me he alejado unos pies de mi caserío, Íñigo me llama. Me llama con el corazón. Su angustia ahoga por un instante la emoción. Presiento que esta zozobra se tornará desesperación e incluso tragedia cuando se descubra que me he ido. Es mi amigo del alma. No puedo dejarle atrás. No sin advertirle. Ni me planteo siquiera que, de ser descubierta, mi huida quedará abortada para siempre. El caserío de los Ayestarán se encuentra en la parte baja de la aldea. Al ser Íñigo el pequeño, es el encargado de ordeñar las vacas por la mañana. No tardará en levantarse.

Según me acerco a la puerta del ganado, un silbido suave me detiene. Me vuelvo y allí está Gobi, el querido perro pastor de los Ayestarán, dándome la bienvenida. A continuación llega Íñigo.

—¿Quién va? —pregunta mi amigo con recelo. Los saltos alegres de su perro delatan que el visitante es amigo, pero no es habitual encontrarse con gente a esas horas de la madrugada.

—Soy yo, Amalur —anuncio sin moverme. De repente siento miedo a su rechazo. Vergüenza. Me conoce demasiado bien. ¿Advertirá la huella de la infamia?

Íñigo se aproxima asombrado.

—¿De qué vas vestida? —su expresión me hace sonreír.

—¿Qué te parece? —pregunto coqueta, disfrutando con el golpe de efecto.

—¡Horrible! ¡Te has cortado el pelo de verdad! —exclama horrorizado comprobando mi nuevo aspecto—. ¿Has perdido el juicio? ¡Pareces un chico! Cuando te vea tu padre…

—No te preocupes. Nadie me va a ver. Me voy.

—¿Cómo que te vas? ¿Adónde? —pregunta estupefacto.

—A la mar. No sé. Muy lejos. Espero que me acepten en algún barco de pesca pero si no, estoy dispuesta a embarcar como corsario.

—Madre santísima…, ¡te descubrirán! No sabes nada de las cosas de los hombres.

—¿Cómo que no? Cuido ganado, corto leña, incluso juego a la pelota mejor que la mayoría de vosotros. La de veces que he perdido para no ofender a nadie. Si te refieres a la fuerza, es cierto que ahí puedo estar en ligera desventaja, pero te aseguro que eso también se suple con maña.

—Los barcos no aceptan mujeres y no podrás mantener ese disfraz todo el tiempo. Menos aún en la mar.

—A ti te he engañado. ¿Por qué no voy a poder?

—¡Porque eres mujer, Amalur! —exclama Íñigo perdiendo la paciencia.

—Rechazo mi condición. Esta que ves es mi nueva piel y mataré si es necesario para protegerla —manifiesto con tal determinación que mis palabras convertidas en juramento se quedan flotando en el aire de la noche. Pero Íñigo me conoce. Algo serio debe de haber sucedido para que yo haya tomado esa decisión.

—Vamos, Amalur. Lo que sea que haya pasado, seguro que tiene arreglo.

Sus palabras me enternecen. Solo mi amigo las hubiera dicho. De cualquier otro hubiera esperado un «lo que sea que hayas hecho». Por eso le quiero. Por eso le escucho.

—Hablemos —insiste—. No puedes irte así. ¿Qué dirán tu padre, tus hermanos?

—Yo no tengo nada que decir —respondo tozuda—. Y deberías entenderme. A ti también te pasa algo. Llevas semanas rarísimo.

—No —responde enfurruñado.

—Bueno —digo yo finalmente—, me tengo que ir. Si me descubren, no creo que pueda volver a intentarlo.

Él me mira con admiración, y una chispa de envidia asoma en su mirada, le conozco bien. Desde niños, lo nuestro ha sido una competición constante: por tener la mejor caligrafía, por conocer mejor los mapas de los italianos, por saber más palabras de latín y griego. Convertimos los números árabes, con sus sumas, restas y multiplicaciones, en una apuesta diaria.

—Está bien. Me voy contigo —anuncia resuelto.

Me quedo aturdida. Intento detenerle pero él se adelanta.

—Espera un momento —me pide, y antes de que pueda replicar entra en el caserío—. Tengo que poner el desayuno de Gobi.

Gobi es casi una oveja de tan blanco. Contemplo la posibilidad de salir corriendo. No tengo nada que perder, pero ¿y él? Si está dispuesto a venir conmigo, a abandonarlo todo, demuestra que la desazón que ha arrastrado las últimas semanas era mayor de lo que yo imaginaba. Levanto la vista al cielo. Sigue negro y encapotado desde ayer. El chirimiri ha empapado el manto de la noche de tal modo que se siente ya demasiado pesado. Las nubes todavía no han descargado su negrura y en breve azotarán la aldea sin piedad. A través de la ventana de la cocina, veo a Íñigo trajinando, alumbrado por un candil. Mi amigo es previsor: seguro que está haciéndose con viandas. La vista se me nubla y siento calor en el corazón, la lumbre que te recibe cuando llegas al hogar y te sientes segura. Con Íñigo estaré mejor. Seremos dos hermanos fugitivos y aunque sin duda daremos lugar a habladurías en la aldea, también por esa misma razón, por la deshonra que supondrá la huida juntos, nuestras familias nos dejarán en paz. Mi padre, al menos, sabrá que no estoy sola. Podré ser una mala hija, una hermana que ha errado su camino, pero si hay un hombre a mi lado ya no seré responsabilidad suya. Me preocupa más la reacción de Martin Lurra. Quedará burlado…, mejor no volver a pensar en ese ser despreciable hasta que llegue el momento del desquite. Entonces lo mataré. Eso sí puedo jurarlo.

—Partamos, Amalur —dice Íñigo nervioso—. No hay tiempo que perder. Las vacas pronto comenzarán a quejarse y mi padre tiene el oído fino.

Nos ponemos en camino, uno al lado del otro. Cuando caminas junto a un hermano, la soledad y la incertidumbre ya son menos.