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Empieza a oscurecer. Los hombres cantan alrededor del fuego. El grupo de Donosti ha tenido una fuerte discusión con la gente de Ari Magnusson por los aparejos de pesca. La tensión la ha resuelto don Martín de Tellaría jugándose el trueque a los dados con el hombre que es la mano derecha de Ari Magnusson. El guerrero imponente de ojos desconfiados que ha perdido el juego y, con él, el beneficio, se ha vuelto hacia su jefe furioso, pidiéndole permiso para comenzar una pelea. Acusa al capitán de tramposo. Pero el alguacil le ha contenido. Los españoles los sobrepasamos en número. Además, tiene una deuda que pagar mañana a don Pedro de Aguirre, por la última ballena que se han quedado prácticamente íntegra, y que ha prometido solventar con coronas danesas. Ha dicho que era hora de retirarse y lo han hecho. Solo quedan Erik y sus hombres confraternizando con los marineros. Noto que Erik está cumpliendo su papel de jefe local y parece tan borracho como los demás. Sin embargo, juraría que él, Jon el Docto, que ya ha vuelto de su viaje y yo, somos, a estas alturas, los únicos sobrios. El alcohol ha enardecido a todos y los pellejos de cerveza, sidra e hidromiel circulan sin cesar de mano en mano. La noche ha caído, por fin, y en unas horas estaremos navegando rumbo a casa.
Observo a los hombres desde la loma que separa el campamento de la granja. Martin Lurra está borracho como el que más. Se me revuelve el estómago al verlo. No sé si es su mera presencia o lo que he estado a punto de hacer. Vuelvo la mirada. Ari Magnusson y sus hombres se han detenido en la granja de Erik. Atan sus caballos junto al establo. El alguacil entra en la cabaña de la madre de Brynja y sus acólitos desaparecen en el edificio principal. Hace semanas que la madre de Erik se marchó y he oído que no volverá hasta la primavera. En su ausencia, Brynja dirige la vida doméstica y, con ella, su madre. Creo que han sido las rencillas domésticas las que han animado a la madre de Erik a marcharse a la granja de otro hijo. De pronto, me levanto angustiada. Presiento que algo malo está a punto de suceder. Sin que nadie me vea, al amparo de las sombras, corro hacia la granja y me dirijo a la cabaña en la que ha entrado el alguacil.
Nadie me ve. Parece que la fiesta continúa en casa de Erik. Me arrastro hasta el ventanuco y allí están Brynja, su madre y Ari. Brynja, con su abultadísimo vientre, se vuelve hacia su madre molesta y esta sale maldiciendo. Su figura menuda, de pelo ralo y blanquísimo, se aleja hacia la casa principal.
La pared frente a la ventana está cubierta de anaqueles con innumerables tarros de distintas formas y tamaños. Debe de haber más de doscientos. Oí decir que la madre de Brynja es una poderosa bruja, pero, a juzgar por el modo en que la trata su hija, no parece tan temible. Me extraña que se atrevan a guardar en sus casas semejantes pruebas de artes ocultas. Dicen que el diablo anda suelto por la región de Strandir y allí las brujas y los hechiceros no temen a la hoguera a pesar de haber sufrido su azote. Los clérigos y alcaldes, que han viajado o estudiado en el norte de Alemania y en Dinamarca, siguen manteniendo una cruzada contra la hechicería en las zonas más pobladas, pero dudo que visiten este lugar remoto. Aguzo el oído. En estos meses, he conseguido aprender bastante de su idioma.
—¿Estás segura de que puedes hacerlo? —pregunta Ari.
Brynja asiente con el semblante serio y le hace un gesto para que la deje concentrarse. Escribe algo sobre una tablilla con una pluma. Sobre la mesa hay una espantosa cabeza de maruca seca, con la boca abierta.
—El pentagrama Vindgapi ya casi está completo.
Se agacha con la pluma y me fijo que su pie derecho tiene un corte y que está marcando la tablilla con su sangre. Ari la observa atentamente. Hay preocupación y maldad en su mirada.
—Hace años que nadie conjura una tormenta. No se te irá de las manos, ¿verdad?
Brynja levanta la cabeza. Su pelo arde bajo la luz de la lámpara de aceite, el rostro hinchado por su avanzado embarazo y la mirada perturbada le otorgan un aspecto diabólico.
—Yo haré mi parte. Tú haz la tuya: no puede quedar uno vivo. Y el primero, el tal Mendaro.
—¿El joven intérprete? —pregunta Ari sorprendido.
—Sí.
Brynja introduce la tablilla que tiene forma de media luna en la boca de la maruca. Coge una estaca larga y clava la cabeza en la punta.
—Estoy lista —dice volviéndose a Ari con suprema autoridad.
Ahora hay miedo en Ari.
—¿Y si ardemos en el infierno por esto? El padre Sigfrid decía…
Brynja suelta una sonora carcajada.
—El padre Sigfrid era un blando y por eso no pasó del invierno. ¿No eras tú el que quería quedarse con las pertenencias de los vascos, el que no quiere pagar por el animal que te has quedado esta semana? Tienes la ley de tu parte para matarlos. Deja de lado los escrúpulos. Son solo extranjeros.
—¿Y Erik?
—Erik está embrujado. En cuanto desaparezcan los vascos, volverá a ser el de antes.
—Ellos se irán mañana.
—No es suficiente. No lo será a menos que mueran. Sé lo que digo. Los dioses me han hablado y están de nuestra parte.
Ari duda. Brynja deja la estaca apoyada en la pared, se abre la túnica y se levanta la falda. Tiene los pechos enormes y el vientre abultadísimo.
—Vamos, mi hijo y yo te daremos fuerzas.
Ari la mira con lascivia y yo aparto la mirada. Debo pensar rápido. Los gemidos ahogados terminan pronto. No sé qué hacer. Desconozco el destino y el poder de esa lanza. Oigo que la puerta se abre y me agazapo tras la cubierta de tepe. Salen. Brynja lleva la estaca. A lo lejos la fiesta continúa en el campamento. En el interior de la granja, los hombres de Ari esperan a que su jefe los reclame.
Brynja y Ari se dirigen hacia el mar. Los sigo desde una prudencial distancia, arrastrándome por el suelo cuando puedo. Esconderse es complicado dada la escasez de vegetación. Según se acercan al mar, la brisa se hace más fuerte. Colocan el largo palo en el extremo de una lengua de tierra, con la cabeza de la maruca mirando hacia el mar.
—Así el viento vendrá del mar y traerá la fuerza que se necesita para invocar la tempestad que los vascos merecen —explica Brynja con satisfacción—. Cuanto más alto apunte, mayor la fuerza del vendaval.
—¿Y ahora? —pregunta Ari.
—Ahora volveremos a casa, a esperar.
Brynja se dobla de repente y un quejido gutural rasga la siniestra atmósfera. Tiene que apoyarse en Ari. Murmura algo que no oigo, pero imagino: el niño ya viene. Vuelve a quejarse. Seguramente otra contracción. Se mira las piernas. Aunque no lo veo, sé que ha roto aguas y un extraño y desconocido dolor me recorre el pecho. Erik va a ser padre. Me tumbo entre las piedras para que no me vean. Cuando pasan por mi lado, contengo la respiración. El odio de Brynja hacia mi persona hace que sienta un frío intenso. Si supiera que soy una mujer, me mataría. Se rumorea que la madre de Brynja prepara unos venenos que no dejan rastro y que por ello fue expulsada de las tierras de oriente y se refugió en los fiordos del oeste hace más de veinte años. Por fortuna, la oscuridad me ampara. La estaca, clavada donde termina la tierra y comienza el agua, ofrece una estampa siniestra. Sin embargo, dudo de su efectividad. Si ese es el plan, no parece demasiado peligroso. Contemplo la posibilidad de arrancar la estaca y lanzarla al mar. Apostaría mis beneficios a que Brynja va a estar muy ocupada con el parto las próximas horas, pero temo la reacción del alguacil.
Cuando la siniestra pareja desaparece, me incorporo para regresar al campamento. Estoy inquieta y angustiada. Lo achaco a nuestra inminente salida. La aflicción que siento al pensar en Erik no va a desaparecer. Me maldigo por ello, por ser tan débil. No es inteligente. Nada que no me convenga lo es, pero descubro que las emociones cuentan y estorban. Siento cómo el deseo se convierte en un amor molesto. Lo que me consuela es saber que seguiré como hombre. Si el médico no me delata el próximo año no tendré dificultad para embarcar con don Pedro de Tellaría. Y así, poco a poco, si Dios me protege durante las campañas, espero reunir el suficiente capital para construir un futuro… Pero ¿qué futuro? ¿Qué vida me espera? Solo sé que me acompañará la soledad.
De repente veo el reflejo de la fogata y las voces de los hombres como ahogadas. Me extraña. Noto que el viento ha cambiado de dirección. Antes soplaba del interior del fiordo hacia la mar, ahora de la mar hacia el interior, por eso cuesta oír el bullicio de los marineros que seguro está trastornando el sueño de los troles.
Cuando llego al campamento, la mayoría de los hombres duermen, o están tan abotargados por el alcohol que no aguantarán mucho más en pie. Don Pedro se dirige dando tumbos a la cabaña del tonelero. Aunque habitualmente duerme en el barco, esta noche todos, capitanes incluidos, se quedarán en tierra. Erik hace una seña a Jon el Docto y ambos se despiden de los capitanes. Don Pedro le da un fraternal abrazo antes de entrar en la cabaña. Cuando desaparece, Erik y Jon se vuelven hacia sus propios hombres, poco menos de una decena, que duermen entre los marineros vascos. Deciden dejarlos y ellos se encaminan de vuelta a casa. Erik se vuelve varias veces, como buscando entre nuestros hombres dormidos, pero son muchos más de un centenar y Jon le tira del brazo. Les espero sentada en la loma. Al verme, y sobria además, quedan desconcertados.
—Mendaro, ¿no has participado de la cena? —pregunta Jon extrañado.
—Alguien tiene que cuidarse de que no haya problemas. Vuestro alguacil no parece muy conforme con los trueques y el pago por la última ballena.
Erik y Jon intercambian una mirada de inquietud.
—Pero él y sus hombres ya se han ido —señala Erik.
—No muy lejos. Están pasando la noche en tu granja —le informo. Podría también informarle de que Brynja se ha puesto de parto pero no lo hago. No seré yo quien le haga correr hacia ella. La noticia le sorprende. Erik le hace un gesto a Jon para que se adelante a la granja y averigüe qué pasa.
—Buen viaje, Mendaro. Espero volver a verte —se despide.
Me gusta este hombre tranquilo y culto. He aprendido mucho gracias a sus versos, que escribe con la paciencia de un monje. Quiero abrazarle, y lo haría si Erik no estuviera presente.
—Yo también, Jon. Si regreso, traeré versos que puedan competir con los tuyos.
Él sonríe y se va. Me vuelvo hacia Erik. Sus ojos brillan en la oscuridad con una intensidad que me hace sonrojar.
—Bien, este parece ser el final —digo nerviosa—. Te deseo un buen invierno.
Hago ademán de regresar al campamento, pero él se planta delante de mí. Me parece más alto y robusto que nunca. Sé que es un hombre de paz, pero tiene el aspecto de un guerrero.
—Espera.
Mi pulso se acelera, y siento una ráfaga de viento que me lanza hacia él. Mantengo mi posición. Él tampoco se mueve. Nos quedamos mirándonos por un instante, transformados por el poder del deseo en un denso fluir de emociones y palabras que no necesitan ser dichas, una negociación que no necesita aval.
—No tengo palabras para lo que siento. Temo incluso saber tu nombre de mujer —me dice de repente—, porque entonces olvidarte será aún más difícil.
Izena duen guztia omen da. Todo lo que tiene nombre existe. Casi pronuncio mi nombre, pero callo. El aire que nos separa casi desaparece.
—¡Erik! ¡Erik, eres padre! —exclama desde la granja Jon a voz en grito—. ¡Es varón!
Me quedo sola, viéndole caminar hacia su hijo, hacia Brynja. Y susurro mi nombre: A…ma…lur… Las fibras de seda que han ido uniéndonos se rasgan a cada paso que le aleja de mí. Quedaré para siempre sin hombre y sin palabras.