45
Amaia sintió unos fuertes golpes en el pecho y agua salada quemándole la garganta durante la expulsión. Recuperó por un instante la conciencia mientras tosía. Unas desagradables luces anaranjadas que iban y venían se colaban entre piernas ajenas. Brazos y voces la zarandeaban. Luego, otra vez el olvido.
Cuando despertó en la cama del hospital, Santiago estaba junto a ella. Supo entonces que volvería a quedar atrapada en psiquiatría una larga temporada.
—¿Cómo estás? —le preguntó Santiago con ternura.
Amaia volvió los ojos hacia la pared.
—Mírame, Amaia. Vas a salir de aquí.
Pero ella no podía mirarle a pesar de que los sentimientos de vergüenza y desesperación estaban arropados por un mullido edredón de sedantes. Santiago suspiró.
—¿Qué ha pasado?
Amaia no respondió. Una enfermera, de unos cincuenta años y amplia experiencia, se asomó discretamente para comprobar el gotero. Santiago se levantó y le hizo una señal para indicarle que todo estaba bien y que cerrara la puerta para dejarlos a solas.
—Ya me conoces —le dijo él volviendo a sentarse en el sillón junto a la cama—. No pienso irme de aquí hasta que hablemos.
—Estoy perfectamente. Ya me ves.
Decirle que se largara, que la dejara en paz, no serviría de nada. Santiago no era un tipo corriente y la conocía mejor que nadie.
—¿Quién es Asier? —preguntó el psiquiatra.
—No sé. ¿Quién es Asier?
—No cuela. Un tío que me he encontrado esta mañana en tu casa preguntando por ti.
—¿Y qué le has dicho?
—¿Qué debería haberle dicho?
—Por favor, no hagas de psiquiatra conmigo —le pidió Amaia irritada—. ¡Cómo te gusta cabrearme!
Santiago se encogió de hombros para darle la razón.
—Cabreada no volverás a intentar suicidarte. ¿Quién es? ¿Un novio?
—No. Estoy ayudándole a escribir una novela.
—Umm. Eso suena interesante. ¿A cuatro manos, como el Children’s Corner?
Amaia sonrió para sí con el ejemplo musical de Santiago. A su tutor, psiquiatra y amigo, le fascinaba la música clásica. Según él, era la única de las artes que se acercaba a los caprichos del alma.
—Yo solo le he dado la historia.
—Ah, la inspiración. Si alguien tiene historias, esa eres tú —asintió Santiago sin asomo de sarcasmo—. Me encantará leer esa novela. ¿Cómo se titula?
Amaia sabía que su interés era auténtico. Le miró a los ojos y respondió sin miedo.
—Amalur.
Santiago acusó el golpe.
—Vaya. Balleneros vascos en el siglo XVI. Es el principio. Tu principio. ¿Habla de amor?
—Y de lucha, y de ganas de vivir —contestó Amaia.
—En eso acabas de dar una gran lección. Sí, señora —respondió él, ahora sí con una ironía que no ocultaba su enfado.
Amaia no pensaba disculparse, pero quizá si le daba una explicación convincente, la dejaría descansar.
—No sé qué me pasó. Llevaba días sin dormir bien. Y lo del notario me desestabilizó. Pensaba que sería capaz de afrontarlo sola, pero obviamente, no pude.
—No, obviamente no pudiste —repitió Santiago decepcionado.
Amaia volvió la vista hacia un vaso de agua que había sobre la mesa.
—¿Puedo beber o los acusados no tenemos derecho?
Santiago suspiró y le sirvió agua. Ella se tomó su tiempo para beberla y finalmente le devolvió el vaso vacío.
—Tenemos que hablar, Amaia.
—Estamos hablando.
La mirada de Amaia viajó por la ventana. El cielo estaba azul, como el mar de los fiordos el día que se desnudó ante Erik.
Santiago estimó que necesitaba descansar. Continuarían más tarde. Ahora tenía que encontrar a Asier para comprender qué estaba pasando, leer algunas páginas de la dichosa novela, si es que existía. Esperó hasta que escuchó su respiración lenta y regular, y salió de la habitación. Santiago se fue, pero Amaia no descansó. No podía. La tormenta estaba a punto de estallar.