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—¡Asier!

Asier se volvió. Junto al quiosco estaba Noelia, vestida con un pantalón de trabajo y un jersey viejo, sacando una caja de revistas a la puerta.

—¡Qué madrugador! —exclamó Noelia sonriendo.

Asier solo sentía deseo. Necesitaba encontrar a Amaia, poner las cartas sobre la mesa. Preguntarle por sus intenciones a las claras. No quería esperar a terminar la novela. Es más, la novela, para su sorpresa, en aquel momento le importaba muy poco. Esa intimidad entre Amalur y Erik, recién estrenada, le incomodaba. Hizo un gesto de saludo para continuar su camino, pero Noelia tenía otra idea en la cabeza.

—¿Me puedes echar una mano con estas cajas? Son las devoluciones. Pesan más de lo que parece y el tío del reparto debe de estar a punto de llegar.

—Bueno… ¿Por dónde empiezo?

Amaia dejó de mirar el reloj de la cocina y salió a respirar el aire de la noche. Bajó por las escaleras del paseo y se quitó los zapatos. La arena de la noche estaba fresca y ligeramente húmeda. Avanzó hacia el mar. Estaba confundida, mareada, aterrada… No se sentía con fuerzas para enfrentarse a nadie más. Tarde o temprano, Asier tendría que escribir aquellas palabras que la condenaban, que la revelaban como un monstruo. Erik jamás la habría amado de saberlo.

El azul estival del fiordo en los ojos de Erik observándola, y, tras ellos, los de sus amantes a lo largo de muchos años. Miradas inciertas. Recordó los días que pasó en Islandia sola, buscando sin orden ni concierto. Quizá Virginia Woolf tuviera finalmente razón: el amor no es más que una ilusión que anidamos para que nadie descubra que es falsa. No sintió el agua que le cubría las rodillas, ni los empellones de las olas rompiendo, animándola a buscar por fin descanso y olvido.