36
Me siento pletórica. La brisa sobre la piel, el palmoteo de las olas y el viento a favor sobre las velas anuncian aventura y emociones desconocidas. A unos metros, en la torre, mi capitán señala a Erik la zona a la que nos dirigimos. El resto de la tripulación está nerviosa y enfadada. Temen que traiga mala suerte. ¿Cómo ha sido invitado Erik? La primera salida fue un desastre. Asustaron a la ballena y la manada huyó. No he podido enterarme de los detalles. Los fracasos no se comentan, aunque a buen seguro los arponeros cargan con la responsabilidad. Cuatro días en alta mar y lo único que trajeron al campamento fueron unos estómagos vacíos. En tierra todo estaba listo para descuartizar la primera ballena, así que la decepción del barco se extendió con rapidez pero no había nada que no pudiera arreglar una buena comida regada con la cerveza local.
Don Pedro de Aguirre no deja nada al azar y gusta de controlar todo lo que él considera importante para el éxito de la campaña. En cuanto la fracasada expedición bajó a tierra, se reunió en un aparte con don Patxi para ponerse al tanto de las negociaciones llevadas a cabo durante su ausencia. Don Pedro es exigente. Como era de esperar, don Patxi pronto se puso nervioso ante la demanda de precisión en las respuestas, y tuvo que llamarme para que yo explicara los detalles de nuestro acuerdo con los nativos: la media ballena prometida en pago, los detalles del despiece, las provisiones, los intercambios comerciales entre marineros y lugareños… Me escuchó atentamente, anotando con pulcritud. Al principio me temblaban las piernas. Temía haberme excedido en mis decisiones y sufrir ahora las consecuencias de mis errores con algún tipo de penalización sobre mis beneficios. Pero cuando terminé mi exposición, don Pedro de Aguirre parecía complacido.
—Tienes buena memoria, muchacho.
—Gracias, señor —respondí bajando la cabeza. Sabía que me tenía cariño pero no quería llamar la atención más de lo necesario. El cirujano se acercó en ese momento y escuchó nuestra conversación con cierta suspicacia.
—¿Dónde aprendiste a hacer cuentas?
—Mi padre deseaba que hiciera carrera en la iglesia y me preparó con el cura de nuestra parroquia.
—Y allí aprendiste latín.
—Sí, señor.
El capitán, satisfecho, se volvió hacia el cirujano gascón.
—¿Ves, Cazenare? El chico es enclenque pero tiene cerebro. —Y a continuación me ordenó—. Quiero que invites a Erik a cenar esta noche con nosotros.
Corrí a la granja. Brynja discutía con dos mujeres a la entrada de la casa. Le conté que mi capitán quería invitar a Erik a cenar al campamento. Ella me aseguró que le transmitiría el mensaje. Dudé. Si no lo hacía, el almirante se enfadaría conmigo. Pero no tenía opción, excepto rezar para que Erik apareciera esa noche. Y lo hizo. Con Brynja, cuatro de sus más terroríficos hombres y el fiel Jon, siempre discreto, a su vera.
El capitán quedó complacido por la buena comunicación que había surgido entre el jefe de la aldea y yo. Por eso aceptó la propuesta de Erik de unirse a la caza a la mañana siguiente y me permitió acompañarles. El alcohol hizo que don Esteban de Tellaría y don Martín de Villafranca no se opusieran al plan, aunque no es habitual que un extraño sea admitido en barco ajeno. Más aún a bordo de una nave en la que todos se juegan la vida. Pero el calor de la lumbre, el suelo bajo nuestros pies y el hidromiel habían devuelto el humor a las tripulaciones. Me di cuenta de que incluso Martin Lurra reía a carcajadas hacia el final de la noche. Risas necias de un moribundo.
El pelo rubio de Erik está recogido en dos trenzas. Sus ojos azules estudian con interés las cartas náuticas a las que solo el capitán y los oficiales tienen acceso. Desde la distancia, veo trazadas las rutas de las ballenas. Todos estamos muy ocupados baldeando y preparándonos para la batalla, pero al mismo tiempo, nos sentimos en una especie de limbo antes del enfrentamiento con el monstruo. La emoción embarga una vez más a la tripulación y la decepción de los días anteriores desaparece de golpe. Esta vez, los barcos de Esteban de Tellaría y Martín de Villafranca han partido en direcciones opuestas. Desde las veinte varas largas del puesto de vigía se distingue el de Martín de Villafranca. Lo he comprobado durante mi último turno en la cruceta. Pienso en lo oportuno que sería que Martin Lurra fuera coleteado por una ballena, atrapado en sus fauces y arrastrado a las profundidades. Me sorprende la satisfacción que me causa el pensamiento. Hasta hace muy poco, no hubiera permitido que nada ni nadie, excepto yo misma, acabara con la vida de mi violador. Ahora me conformaría con que desapareciera de la faz de la tierra. Y con él mi ignominia.
El capitán y Erik han acordado que yo les acompañe para facilitar la comunicación entre este último y los marineros. Percibir la admiración de mis compañeros me ha hecho sentirme bien. En algunos todavía queda desconfianza. Espero que una buena captura termine con sus recelos. Los hombres se han organizado por grupos. Cuando nos lancemos contra la ballena, seremos cuatro tripulaciones de bote. En todas ellas hay un oficial, seis marineros de primera, es decir, con experiencia, y un arponero. Dudo que me permitan formar parte de ninguna, por lo menos en esta ocasión. En la nave solo quedaremos seis u ocho personas.
El tiempo pasa lentamente. El sol empieza a caer y con él, el ánimo de la tripulación. ¿Qué pasa? ¿Dónde están las ballenas? ¿Quizá hemos llegado demasiado tarde? El desánimo hace presa en la nave. Incluso Erik observa la mar consternado. Es el quinto día de búsqueda. Según comentan los más expertos, es algo inusual. No podemos volver a tierra con las manos vacías. El descalabro económico sería terrible para el armador. No sería capaz de soportar otra expedición. Y para la mayoría de los que estamos a bordo, significaría la ruina más absoluta. Hemos invertido todo lo que tenemos en pertrecharnos para embarcar. El capitán ha hecho triplicar la guardia. Los vigías se bambolean en las crucetas.
—¡Un chorro! ¡A sotavento! ¡Resopla a sotavento! —grita con todas sus fuerzas Mikel de Justía desde el palo mayor.
Los hombres se abalanzan sobre la regala. La tensión sube de golpe en la nave. El silbido trepidante de la sangre que recorre la bestia de madera adquiere el ritmo de una marcha militar, incontenible tras el interminable y narcótico preludio. ¡Por fin! El capitán extiende su catalejo veloz. Como si una fuerza divina las hubiera invocado, a menos de cincuenta brazas, una ballena franca, seguida por más de veinte ejemplares, surca las olas. El aliento se me corta ante la visión de aquellos animales gigantescos de piel brillante. Me quedo estupefacta, incapaz de reaccionar, mientras mis compañeros corren a organizarse a mi alrededor:
—¡Arriad los botes! —brama el capitán. Pero yo sigo inmóvil, contemplando un imponente ejemplar que salta en una exhibición magistral de poderío. ¿Cómo es posible que una criatura tan formidable se mueva con semejante agilidad? La siguen varias ballenas jóvenes, imitando sus saltos, soltando aire por sus espiráculos, perezosas, juguetonas. ¡Santo Dios! ¿Son estas las bestias que vamos a descuartizar? Así, aquí, ahora, conforman el espectáculo más hermoso que he presenciado jamás. Miró a mi alrededor: por desgracia, nadie parece compartir mi emoción. La suya es de un cariz bien distinto. Los veo prepararse y concluyo que quizá su reacción sea la propia del instinto masculino. Ninguno tiene dudas. Todos van a cazar. Me sobresalto. Yo también soy un hombre. De repente, percibo unos ojos sobre mí. Me vuelvo. Es Erik que me observa desde la torre, extrañado. Evito su mirada por temor a ser descubierta.
A partir de ese momento, el silencio se apodera de la escena. Comprendo por fin la importancia de que las abrazaderas de los remos estén acolchadas y los marineros, por supuesto, vayan descalzos. Hay que evitar ruidos que espanten a las ballenas.
—A la de una, a la de dos, a la de tres. ¡Abajo! —oigo por cuadriplicado a los oficiales, en susurros.
Mientras se alejan para encontrarse con la manada, los murmullos de «¡Bogad, bogad! ¡Vamos, espabilad!» se alejan. El oficial de cada una de las cuatro chalupas sostiene el remo del timón. Sobre la cubierta de la nave nodriza quedamos el capitán, el cirujano, Erik, dos grumetes y tres marineros de cierta edad. El resto avanza hacia la presa.
La ballena franca es un animal extraordinario. Al matarla no se hunde, sino que flota para que los cazadores puedan capturarla. Justicia divina: es como si Dios aceptara así pagar por la valentía del que arriesga su vida. Las chalupas de roble pintadas de brea se acercan sigilosamente hacia la zona de las ballenas. La emoción colectiva se transforma en ansiedad. Sobre el mar se ha posado una tensa calma y los marineros, en sus frágiles botes, esperan a que los mamíferos vuelvan a la superficie.
—Cuanto más larga sea la espera, mayor el monstruo —dice el capitán preocupado—. Los ejemplares pequeños no suelen pasar bajo el agua más de diez minutos, pero los adultos más desarrollados pueden almacenar aire para más de una hora.
Gigantescos mamíferos nadando en las oscuras profundidades, ignorantes de lo que les aguarda. ¿Por qué esta lucha? Hoy alguien va a sufrir, quizá a morir. Casi agradezco no haber sido aceptada en ninguna chalupa. Tampoco he podido elegir. Nadie quiere compartir la suerte con un novato. Ni con un padre de familia, aunque esto, a menudo, no se puede evitar. Los solteros experimentados son los preferidos. En vida son los más apreciados, y su muerte es la menos lamentada.
A pesar del sonido constante de las olas golpeando las embarcaciones, podría oírse el vuelo de una mosca. Nadie osa moverse. La batalla por la vida puede empezar en cualquier momento, y hasta que así sea, el hombre está en franca desventaja. Tras más de veinte minutos esperando, en posición de ataque, sin que nadie, ni en las embarcaciones ni en el barco, se mueva un centímetro, empiezo a sentir los músculos entumecidos. Los marineros han estudiado una y mil veces los fallos en el diseño del animal. Una criatura tan gigantesca tiene puntos ciegos. Si la aproximación se produce frente a su ojo, es decir, de costado, la tripulación al completo está perdida. El éxito depende en gran medida del lugar por el que se acerquen, de frente o por detrás. Tampoco su cola, que en ocasiones puede ser mayor que tres lanchas, es ruta fácil. El corazón me palpita aterrado. La espera no puede durar mucho más. O quizá sí, quizá las ballenas se hayan ido y emerjan a tomar aire a varias millas de aquí. Miro a mi alrededor. Nadie parece contemplar esa posibilidad. Los arponeros, con las sangraderas en posición de ataque, no quitan ojo a su alrededor. Si fallan, si espantan a las ballenas y fracasan, será la ruina de todos nosotros.
La mar lleva media hora en absoluta calma…, de repente se oye un soplido, y otro, y otro. Surge un chorro aquí y otro allá. Un magnífico ejemplar de lomo gris y vientre blanco emerge de un salto imponente y cae muy cerca de los botes. Los marineros tienen que agarrarse fuerte para mantener el equilibrio. La ola alcanza nuestra nave. Los arponeros esperan al momento justo. Verla así, cien veces mayor que su verdugo, me corta el aliento. A continuación sale un ballenato. Temo por él. Sigue siendo enorme, pero al lado de la ballena es solo un bebé. Imagino la sorpresa de la ballena al encontrarse con esos seres minúsculos que osan molestarla.
Mikel de Justía es el primer arponero en preparar el ataque. Sangradera en mano y de pie, en precario equilibrio sobre la proa, se convierte en el brazo ejecutor de la chalupa. La ballena se acerca hacia ellos a la velocidad del parpadeo. Señor Dios mío, rezo, Mikel de Justía es un buen hombre. Cuida de él. Sobrecogida observo cómo el arponero se apuntala contra el bote con el muslo derecho y cuando la bestia se encuentra a menos de diez metros, con una sangre fría que me maravilla, lanza el arpón con todas sus fuerzas hacia el entrecejo del animal. Casi se oye la afilada punta de hierro silbar hacia su objetivo.
—¡Bravo! —exclama don Pedro de Aguirre. Entonces me fijo en que todos seguimos los acontecimientos con la misma angustiosa emoción—. Este hombre vale su peso en oro.
Erik también ha quedado muy impresionado. Pero la batalla no ha hecho más que comenzar. La ballena y la chalupa están ahora unidas por un cordón umbilical. Otras cuatro sangraderas son lanzadas al lomo. La bestia entra en pánico y se retuerce. Con una fuerza sobrehumana, el arponero y el oficial al mando, Luis Vázquez, ordenan tirar de las sangraderas, hundidas en la gruesa capa de grasa del animal. Dos ballenas del mismo tamaño aparecen tras las otras barcas que en ese momento intentan ayudar a la de Mikel de Justía lanzando también sus arpones sobre la víctima.
—¡Dios mío, ayúdales! —exclama Antonio de Azúa, un marinero que peina canas hace años y al que, a buen seguro, no le quedan más expediciones por delante que dientes en la boca.
—Tranquilidad, muchachos, tranquilidad —dice el capitán para sí. Como si pudieran oírle…
Durante unos interminables segundos, no sabemos qué reacción tendrá la manada. Esperamos el ataque. El cirujano besa la virgen que lleva en el cuello y se santigua. Me vuelvo hacia él incapaz de controlar el pánico ante la masacre que está a punto de desatarse a pocos metros de nosotros. La culpa es nuestra. Nosotros hemos provocado al leviatán. Nos hemos creído dioses y ahora pagaremos por ello. Siento las manos sudadas, las piernas temblorosas.
El desconcierto de la manada nos coge por sorpresa. La compañera herida queda rodeada por las barcas y los arpones se clavan en su piel como agujas enhebradas en un rudo hilo.
—¡Vamos! No os detengáis —grita Mikel de Justía, secundado por los oficiales al mando de las otras balleneras—. Ignorad a las demás. ¡Tienen que darla por perdida!
Hay un instante en el que los hombres dudan. ¿Deben ignorar el peligro mortal a sus espaldas? Todos ellos reaccionan a una. La muerte les tiende bajo su abrazo, alea iacta est, y una huida instintiva por mar no tendría sentido. No hay posibilidad alguna de hacer frente al ataque de las ballenas. El tiempo parece detenerse. Al unísono, los marineros de las cuatro barcas ignoran a las compañeras de la víctima y lanzan las sangraderas como posesos. La intensidad de la batalla, los gritos de los hombres, los quejidos de la ballena sobre el batir incesante del agua, que zarandea las chalupas complicando el trabajo de los cazadores, componen una escena única. Ante mis ojos, mis compañeros se transforman en héroes o bestias. Siento su emoción en mi vientre y en mi pecho y doy las gracias a Íñigo por haberme traspasado este don de la empatía con el que, por fin, puedo entender a mis semejantes y vivir con ellos sus emociones.
Y entonces sucede lo imprevisto. La peor de las pesadillas. Desde detrás de las ballenas que no terminan de decidirse a huir, aparece, precedida por una inmensa explosión, la madre de todas las ballenas. El leviatán convocado desde las profundidades. La barca más cercana al lugar por donde ha emergido el terrible mamífero, vuelca. Todos sus tripulantes desaparecen bajo el agua. Oigo a nuestro capitán farfullando:
—Esto no va contigo, bestia.
El cirujano no mantiene la misma sangre fría y está tan horrorizado como yo.
—¡Por todos los santos! —exclama. Y siento su terror, multiplicado en mis entrañas. Si él, que ha visto, se encuentra presa del pavor, yo me quedo petrificada.
—¡Tenemos que ayudarles! —grito, dirigiéndome a Pedro de Aguirre.
Sin embargo, el capitán mantiene la calma. Me fijo que Erik también lo hace, con la mirada templada. Para ninguno de los dos es esta la primera vez. Ya han mirado la muerte cara a cara. Es una vieja amiga que les obligó a poner el valor de la vida en perspectiva. El impacto de la ballena, saliendo y entrando en el agua, nos obliga a agarrarnos fuerte a la barandilla.
—¡No podemos abandonarlos! —grito desesperada ante su indiferencia.
—Hasta que las ballenas no se vayan, no podemos intervenir —responde con frialdad—. Estamos en manos de Dios.
Como si Dios Todopoderoso hubiera escuchado, el leviatán vuelve a hundirse en el agua y desaparece, esta vez seguido del resto de las ballenas. La víctima permanece sola. Se retuerce intentado liberarse de las sangraderas sin éxito. El arpón se ha doblado cuarenta y cinco grados, y lo único que consigue es desgarrarse aún más. Con un gruñido de animal sentenciado, se sumerge con rapidez hacia los abismos, arrastrando a sus atacantes. Los marineros sueltan cabo y vemos cómo la barcaza de Mikel de Justía vira a sotavento, en la dirección por la que han desaparecido sus compañeras. Los marineros, bien protegidos por guantes para soportar la fricción de la cuerda, resisten en perfecta coordinación. No sé de qué estará fabricada la soga. Cáñamo, creo. La he visto en los botes y es dura y pesada como el metal. Agarrados al cordón umbilical, los hombres y la ballena son un solo cuerpo. La situación se me antoja demencial. Debemos estar locos para enfrentarnos a semejante criatura. No es solo un combate de resistencia y de fuerza. El vencedor necesita a Dios, o al diablo, de su lado porque la agonía de la ballena y, por consiguiente, el arrastre de la barca, puede durar horas.
—Bien, timonel —oigo decir al capitán—. Recojamos a los que han caído al mar. Ha habido suerte. Parece que la chalupa no ha sufrido desperfectos. Rápido, antes de que se hunda.
Los marineros que cayeron al agua ya están en las balleneras de sus compañeros. Dios se ha puesto de nuestro lado y están todos bien.
Don Pedro de Aguirre se dirige a los hombres que se acercan remando.
—¡Apresuraos! ¡No hay tiempo que perder! Esa hija de Satán tiene fuerzas para rato. —Entonces, se vuelve hacia mí—. ¿Qué, Mendaro? ¿Te has divertido?
Le miro sin saber qué decir. El capitán suelta una carcajada.
—Sí, eso me había parecido. —Y se sigue riendo y dando órdenes para que los hombres suban a bordo. Pero la tensión no ha desaparecido, ni mucho menos. Y pronto la seriedad vuelve a surcar su rostro, y la superficie del mar. Seguimos a la barcaza pero es arrastrada a mucha más velocidad de la que es capaz nuestra nave. Me vuelvo hacia el gascón.
—¿Y ahora qué?
—Ahora viene lo peor —me dice molesto. No me soporta y lo entiendo. Le he obligado a mentir. Quisiera que lo olvidara, pero no es capaz.
Martinandi nos ha oído y noto que le ha gustado mi anterior reacción, instintiva e inocente, de ayudar a los compañeros.
—La tenemos pillada, pero esto solo ha empezado. Cuando la ballena tome su última bocanada de aire, podría levantar la cola, y la de ese ejemplar debe de pesar más de una tonelada. En realidad, puede que al final sea ella la que nos haya cazado.
Le miro sin comprender. Martinandi continúa:
—Su cola es capaz de matar de un golpe. El bote será apenas una mosca palmeada. Al menos no es un cachalote. A veces esos deciden morir abalanzándose sobre la lancha con la mandíbula abierta. No existe defensa alguna contra semejante reacción.
De repente, la ballena elige nadar hacia nuestro barco. La pesadilla regresa pero ahora ya no somos espectadores. Esta vez viene a por nosotros. Parece que nos va a embestir.
—¡Todos a popa! —grita el capitán—. ¡Quiero que cada hombre capaz de lanzar un arpón piense en este como el último que lanzará en su vida!
Corro a una de las lanchas y agarro una sangradera. Erik, a mi lado, hace lo propio y juntos nos acercamos a la barandilla de sotavento, esperando que la ballena no cambie su curso. Siento la altura de Erik junto a la mía como la de un Dios protector. ¡Saca al más alto de los nuestros el cuello y la cabeza! La ballena se acerca rápidamente, arrastrando la chalupa de sus miserables e ínfimos verdugos. Su piel negra chorrea sangre por los arponazos recibidos, pero no tiene aspecto de moribunda. Contengo la respiración. La inmensidad de su cuerpo parece elevarse sobre el agua según se aproxima y entonces, cuando tengo la certeza de que el animal acabará sin remedio con nosotros, Erik arroja su arpón con una fuerza brutal y este se clava certero bajo su aleta izquierda, la misma que aloja el corazón y los pulmones. Ha sido la estocada final, y rezo para que sus últimos espasmos de vida no nos arrastren al infierno con ella. El espiráculo de la ballena suelta un chorro de espesa sangre que cae como lluvia torrencial sobre nosotros. La macabra estampa se completa con unos ruidos espantosos que surgen del estómago del animal. Un reguero de vómito repugnante cae sobre el barco. Calamares medio digeridos y babas resbaladizas y pegajosas cubren la cubierta. Una última expiración y termina la agonía. El animal rueda de lado, una aleta apuntando al cielo. El silencio apresa la irrealidad. Me vuelvo hacia Erik, que parece ligeramente preocupado.
—Espero no haber ofendido a nadie —se excusa, lamentando haber arrebatado el honor de la estocada final a la tripulación.
Antes de que yo pueda responder, el capitán le da un amistoso golpe en el hombro.
—¡Te has ganado tu parte, amigo!
Los vítores y las exclamaciones inundan de luz y alegría el aire, arrastrando la pesadilla a su paso. El sabor de la gloria dura apenas un instante en mi boca. El gigantesco ojo de la ballena, inerte en su contemplación del cielo, hace que mi ánimo se enfríe. Y siento como si con él, el leviatán se hubiera llevado una parte honda de lo que soy.