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—¿Amalur? Amalur, ¿te encuentras bien? —me interroga el padre Bautista.

Mi respiración se reactiva con una sonora inspiración. El movimiento vuelve a mí. Tiemblo como si hubiera visto al diablo.

—Sí, sí. Es que… quería estar un rato a solas con Dios Padre —miento.

El padre Bautista me conoce y hace un gesto de incredulidad con las cejas.

—¿Qué te preocupa? ¿Necesitas hablar?

—No, no. Ya lo he hablado con el Altísimo.

—No te creo.

—¿Por qué? —pregunto levantándome molesta—. Aquí todo el mundo dice hablar con Dios. ¿Por qué yo no?

—Más que hablar, mantienen monólogos —responde el sacerdote con una sonrisa. Y me desarma. Me gusta su sentido del humor. Refunfuño. No quiero hablar con él. Siempre me lleva a su terreno—. Acompáñame a la sacristía. Necesito ayuda para doblar las casullas. Esta tarde vienen las monjas a limpiar y no quiero que piensen que estoy hecho un viejo desastrado.

Le sigo. Porque le admiro. Porque reconozco en él a un maestro, sabio y sereno. Debe de tener por lo menos cincuenta años. Observo la incipiente chepa y el pelo ralo y blanco que cubre su nuca. Siempre con la misma sotana negra raída. Poco preocupado por las apariencias. Su dignidad como hombre de Dios procede de su dignidad interior como hombre de letras.

—Padre Bautista, no deseo casarme, y menos con Martin Lurra —comienzo mientras doblamos la mantelería que cubre el altar. Me da un vuelco el corazón al escuchar mis palabras descaradas, provocadoras. Ahora vendrá el sermón. Pero sostengo la mirada, desafiante. No es difícil leer la decepción en su mirada. Por fortuna, el padre es la persona más pacífica que conozco. Por mucho menos, a las mujeres nos abofetean incluso en público.

—Ay, Amalur, nunca debí admitirte como pupila —se lamenta el padre Bautista—. ¿Qué va a ser de ti ahora?

—En realidad a nadie le importa mi felicidad. Da igual lo que yo quiera. Tendré que casarme.

—También podrías solicitar el ingreso en una orden. Las carmelitas de la Encarnación…

—No tengo carácter para cumplir con el voto de obediencia. Sería un desastre —le corto impaciente—. Si ni siquiera Íñigo, que me adelanta en humildad, se siente con fuerzas, ¿cómo podría yo? Además, no me seduce la idea de casarme con Dios y tenerlo todas las noches metido en mi cama. Quién sabe qué tipo de esclavitud sería esa.

Le escandalizo. Me ha convertido en una mujer de ideas propias y muy peligrosas.

—Eso es casi blasfemia, Amalur Mendaro. Ten cuidado con lo que dices.

—Lo lamento, padre —me apresuro a rectificar. No necesito nuevos enemigos y además, sé que mi maestro no lo es.

—Reconsidera a Martin Lurra. —El padre Bautista se siente incómodo al pronunciar estas palabras. Lo noto.

—Padre, ¿ha oído que tiene otras mujeres?

—No soy ni ciego ni estúpido. Un hombre de treinta y un años no suele reservarse. Lo importante es que ahora te ha elegido. Y que sus padres están de acuerdo.

Donatio propter nuptias, todo al primogénito que se case, eso es lo único que parece importarle a la gente en esta aldea —replico con amargura.

Esta vez el sacerdote no sabe qué responder. No me quiere envenenar con chismes e historias del pasado de Martin Lurra, pero tampoco mentirme. Aun a riesgo de que el Señor me castigue, sé que soy su mejor alumna, que supero en inteligencia y pericia a todos los hombres que él ha instruido. Y sin embargo, como me dijo un día, debo estar agradecida a Dios por no ser mal parecida y que haya hombres que, a pesar de mi educación, estén interesados en casarse conmigo.

—Siento de corazón el vacío que dejó tu madre. Las madres son muy importantes para que las hijas encuentren su camino. Tienes que hablar con tu padre. Él te sabrá aconsejar.

—Ya lo he hecho. Y no fue mejor que usted.