28
—¡Mendaro, baja!
Mi turno de vigía en la cofa ha terminado. Lo lamento. Los turnos son de dos horas, desde el amanecer hasta que se pone el sol, igual que al mando del timón. Flotando a unos cien pies, sostenida sobre dos palos en paralelo, siento mi espíritu ligero y una paz como jamás he soñado. No es un lugar cómodo, y los primeros días terminaba con las piernas tan agarrotadas que las rodillas no querían doblarse para bajar por la escalera de cuerda. Además, hay que tener la precaución de subir bien abrigada. Incluso con buen tiempo, como tenemos ahora, aquí arriba las corrientes son despiadadas con el hombre. A medida que remontamos hacia el norte, el viento va refrescando y hoy lo noto especialmente gélido. Bendigo mi estupendo abrigo de oveja y pienso en coserme unos guantes con un retal de la manta de borrego. Luego los forraré de cuero. No me dejarán movilidad en los dedos para el trabajo en cubierta, pero allá arriba me mantendrán caliente.
Todavía me encuentro muy débil. Ha pasado una semana desde que superé las fiebres, que duraron tres días y dos noches. El cirujano e Íñigo me cuidaron con esmero y sé que temieron por mi vida. Suspiro profundamente. Ha valido la pena jugármela. En cuanto pude incorporarme, pedí volver al trabajo. El capitán accedió a darme más tiempo en el puesto de vigía, por ser una obligación más descansada, a pesar de lo incómodo y del frío. Allí me siento segura, lejos de todos. Y poderosa. Desde la altura, además, veo factible mi venganza. Martin Lurra pagará. No me conformo con que sufra, o muera. Quiero que sepa por qué, que soy yo, Amalur Mendaro, la causante de su desgracia.
Todavía no hemos avistado ninguna ballena pero no creo que falte mucho para empezar a cruzarnos con alguna manada. Eso comentan al menos los que ya han visitado estos mares en campañas anteriores. Bajo por las cuerdas y un donostiarra de pocas palabras llamado Ander me releva. Me saluda con un leve movimiento de cabeza. Una vez abajo, me dirijo hacia la proa donde Íñigo y los otros dos grumetes pelan patatas para la comida. Hoy toca guiso de bacalao con las patatas nuevas y la berza que conseguimos en tierra irlandesa. Me fijo en que el capitán pasea arriba y abajo con el ceño fruncido. Parece nervioso. Miro al cirujano con curiosidad.
—Pronto empezará la caza —murmura.
No puedo resistir un gesto de entusiasmo dirigido a Íñigo. Empieza a haber demasiados tiempos muertos en el barco y me aburro. El gascón nos mira molesto. Desde que me recuperé, nuestra relación ha vuelto a ser la de antes: mínima. Él no quiere intimar y yo prefiero respetar su decisión. No quiero que me delate y he notado que le preocupo. Me siento observada continuamente. Creo que no le gusto. O quizá solo teme que me descubran y que a él se le acuse de encubrimiento. ¿Cómo culparle?
—Se nota que sois nuevos. Cuando se arríen las chalupas y empecemos a tener brazos y piernas desmembrados por doquier, echaréis de menos la tranquilidad del viaje —masculla con su acento gascón.
Jaumeta Cazenare no es hombre de muchas palabras. Está casi calvo, pero tiene un rostro firme y agradable. A pesar de mantenerse al margen en los servicios religiosos, besa una virgen que lleva colgada al cuello. Lo hace a menudo. Esto causa un efecto de sobrecogimiento en la tripulación. El cirujano no parece confiar demasiado en que su intervención pueda cambiar el destino divino. Lleva toda la vida a bordo de buques y, a diferencia de otros, estoy convencida de que recuerda cada viaje, cada destino, cada uno de los cientos de hombres que se han puesto en sus manos, y a todos los que ha perdido. No lo dice, pero no es difícil adivinarlo en su limpia mirada grisácea.
No es tarea fácil encontrar cirujanos cualificados hoy. Muchos son auténticos matasanos, aunque la orden real tiende a controlar las licencias en los últimos años. Sucede que en ocasiones, teniendo el barco equipado y listo para la expedición, no se consigue cirujano y el armador opta por llevar al menos un barbero. Los capitanes experimentados saben lo peligroso del asunto pero a veces no tienen elección. En esta ocasión, don Pedro de Aguirre está satisfecho. Cazenare y él han navegado varias veces juntos y lo considera hombre de confianza. Lo que nadie entiende, y se comenta a menudo en corrillos, es por qué un cirujano tan cotizado sigue exponiéndose a los peligros de los marinos. Hay historias para todos los gustos: que tiene cuentas con la justicia en su tierra, allá por Bayona, que huye de una mujer, que tiene la enfermedad del juego y allí la controla… Desde luego, no es ni un loco ni un tarado. A menudo se le oye decir que no le gustan los marineros que no sepan qué es el miedo. Los «valientes» son los compañeros más peligrosos que se puede tener en la mar. Y el capitán asiente en silencio. Mi intuición me dice que don Pedro sabe por qué Cazenare sigue viajando, pero el capitán es un auténtico marino y sabe guardar secretos.
En la torre, hay una mesa de madera atornillada a la cubierta alrededor de la cual se toman las decisiones importantes que tienen que ver con el manejo del barco, la tripulación y la pesca. Al pasar, me fijo en el capitán y el contramaestre, absortos en unas cartas de navegación. Me cruzo con el sacerdote, que sube en ese momento a la torre y echa un vistazo a los papeles sobre la mesa. Don Pedro, con un lápiz muy fino, traza unas líneas sobre el papel. Sigue las vetas de las ballenas, las sardinas y el bacalao por la inmensidad oceánica con sorprendente precisión. Lo sé por las historias casi mágicas que oigo contar a los marineros antes de conciliar el sueño. En la mar hay caminos que pocos saben encontrar. Las estrellas y unos aparatos hacen de guía. Noto que el timonel vira ligeramente a sotavento. Nuestro barco lidera la expedición por ser don Pedro de Aguirre el más experimentado en los mares del Norte. Las naves de don Esteban de Tellaría y don Martín de Villafranca nos imitan.
Cuando el capitán termina con sus anotaciones, guarda las cartas en un tubo y se dirige a la barandilla de la torre.
—¡Tripulación! —grita.
Muchos de nosotros hemos estado siguiendo con el rabillo del ojo sus movimientos. Llevamos mes y medio de convivencia y el grupo se ha fundido hasta tal punto que a veces siento que somos un único organismo marino. El capitán es el cerebro. La nave, el esqueleto, y los marineros la musculatura y órganos que animan a la bestia. Nos volvemos hacia él. Los latidos emocionados del barco retumban en la cubierta.
—Por fin va a empezar lo bueno. ¿Tenéis miedo, grumetes? —nos pregunta Santiago, un rudo ballenero con el cuerpo lleno de cicatrices y al que le faltan dos dedos de la mano izquierda.
Íñigo y yo negamos con la cabeza.
—Pues deberíais. Veremos quién no vuelve a casa esta vez —nos advierte Santiago—. ¿Hacemos apuestas?
A Íñigo y a mí se nos hiela la sangre. En vez de responder nos volvemos hacia el capitán.
—Alcanzaremos la costa islandesa en uno o dos días. Montaremos el campamento base y, desde allí, prepararemos las tareas de despiece. Ochoa organizará a la tripulación. No queremos problemas con los lugareños. Si hay suerte y la caza es buena, quizá necesitemos contratar a algunos hombres allí para que nos ayuden con la fundición. Quedan prohibidos los trueques de las herramientas hasta el final del verano y siempre bajo supervisión. El que desobedezca se las tendrá que ver conmigo.
El capitán no bromea y los marineros asienten a desgana. Íñigo y yo no entendemos a qué se refieren, pero Mateo Vázquez, el mayor de los tres hermanos, nos lo aclara.
—En Islandia no hay más hierro ni madera que la que la mar arrastra desde el continente. Los islandeses están dispuestos a trueques muy provechosos para nosotros, pero a veces los marineros se apresuran y nos quedamos bajo mínimos.
—¿Cómo que no hay madera? ¿Acaso los árboles no tienen tronco? —pregunto yo.
Mateo Vázquez lanza una carcajada paternalista.
—Vamos al desierto. Un desierto helado que según dicen hierve por dentro, ya lo veréis. El hogar del mismísimo diablo.
Luis Vázquez ha escuchado la conversación y aparece detrás de nosotros.
—No asustes a los grumetes —le dice a su hermano dándole un golpe en la espalda—. No le hagáis caso. Lo que sucede es que el hielo cubre la tierra, y a veces incluso el mar, durante más de la mitad del año. Por eso venimos en esta época.
Íñigo y yo nos miramos atónitos. ¿Mar y tierra cubiertos de hielo? Deben de exagerar. Nuestra cara refleja desconcierto y temor.
—Pero hay gente que vive aquí, ¿cómo lo hacen? —pregunto intrigada.
—Porque son bestias —responde Mateo Vázquez despectivo.
—No digas tonterías, Mateo —le pide su hermano con firmeza.
—No son tonterías. Vosotros juzgaréis cuando los veáis. Muchos tienen el pelo de un rojo candente por sus tratos con el demonio blanco como la nieve. El fuego del infierno es el que los mantiene vivos. Incluso ellos lo confiesan. En los abismos que rodean la isla campan los más temibles monstruos de toda la faz de la tierra. Por algo será. Os aseguro que echaréis de menos a vuestras madres —nos advierte con una voz grave que nos pone los pelos como escarpias.
—¡Basta, Mateo! —le ordena su hermano menor muy enfadado.
Mateo comienza a reírse como un loco. Luis Vázquez nos rodea a cada uno con un brazo. Todavía se siente culpable por haberme dado dinero para estrenarme con la prostituta. Como todos a bordo, ha creído la versión de que me envenenaron.
—Solo quiere asustaros. Volveremos a casa antes de que comiencen los hielos, ya lo veréis.
—Si Dios juega de nuestra parte —matiza Mateo sin dejar de sonreír.
El capitán se vuelve de nuevo hacia la tripulación, todavía congregada en cubierta.
—¡Tripulación! —llama desde la torre—. Se sabe que los lugareños son de costumbres relajadas en cuanto al celo de sus hembras, pero nosotros estamos aquí para trabajar. ¿Entendido?
Los hombres vuelven a quejarse pero nadie levanta la voz. Noto la mirada curiosa de Domingo sobre mí. Desde las fiebres, ha buscado momentos para hablar conmigo, pero me las he ingeniado para evitarle. Su rostro deforme se me apareció una y cien veces junto al de Martin Lurra en mis pesadillas febriles, una señal definitiva que no voy a desoír.
—¿Crees que nos dejarán en tierra o podremos ir a la caza de la ballena? —le pregunto pesarosa a Íñigo cuando la tripulación vuelve a sus obligaciones. Las palabras de Mateo Vázquez y del cirujano han causado efecto, y por primera vez tengo miedo de lo que nos aguarda.
—Algunos de los jóvenes se quedarán en tierra. Quizá nos vayamos por turnos —dice Íñigo preocupado—. Hablaré con el contramaestre para que no nos separen.
Estoy de acuerdo, e Íñigo se aleja.
—¡Mendaro! —me llama el cirujano y hace un gesto con la mano para que le siga.
Bajo por las escaleras. Él ya me espera en su camarote, el mismo que he ocupado durante mi convalecencia. Solo hay cuatro compartimentos independientes en el casco: el suyo, el del cura, el del contramaestre y la despensa. El camarote del capitán está en el castillete de popa. Es un espacio mayor e incluye una mesa donde comen los oficiales. El hombre comprueba que nadie nos haya seguido. Su gesto adusto me preocupa. Y más aún el que evite mi mirada. Parece temer que yo lea en su interior. Entramos y él cierra la puerta tras de mí. Me señala su camastro para que tome asiento. Él permanece de pie. Por un momento, temo que quiera cobrarse algún tipo de retribución, ya no me fío de ningún hombre. Por suerte, en cuanto nuestras miradas se cruzan, me doy cuenta de que me equivoco.
—¿Cómo te encuentras? —me pregunta.
—Bien —respondo cauta.
—¿Cómo de bien?
—Perfectamente. A veces todavía me siento un poco mareado, pero tengo hambre y ya estoy engordando.
Me lanza una mirada despectiva. Le molesta que hable en masculino. Le recuerda lo estúpido que ha sido al no darse cuenta de que había una mujer a bordo.
—Quítate la camisa y la faja.
—¿Por qué?
—Porque me temo que sigues preñada —me responde sin contemplaciones.
—No puede ser…
Las palabras salen de mi garganta como si no fueran mías. Después de todo lo que he pasado, no puedo estar otra vez en el punto de partida.
—¿Has soltado algo desde que te levantaste de esta cama?
—No. No he vuelto a sangrar.
Nos miramos en silencio. No hay mucho más que decir. Él se da la vuelta para dejarme intimidad. Yo me subo la camisa, suelto la faja y me tumbo sobre el catre para que me explore.
—Estoy lista —anuncio.
Jaumeta se vuelve hacia mí y me palpa la tripa. Sus expertas manos están frías.
—Sigue ahí —me comunica con la seriedad del sacerdote que administra la extremaunción.
No. Eso no.
—Quítemelo. Por favor, quítemelo —le suplico.
—Yo no quito vidas —me responde con resentimiento.
—Tiene que ayudarme, por favor.
—Si este bastardo tiene que nacer, que así sea —concluye.
La rabia me inunda. Me oprime la garganta de tal modo que podría morir asfixiada. Hago un esfuerzo para tranquilizarme. Quiero llorar y gritar y maldecir el mundo, pero eso no me va a servir de nada. Respiro muy hondo y la rabia afloja.
—¿De cuánto estás? ¿De cuatro meses?
Reflexiono. Un poco más creo, pero me cuesta recordar. Asiento. Él hace chasquido de disgusto con los labios.
—No volveremos a casa antes de cuatro o cinco meses. Se te notará, si no lo tienes antes, claro. El trabajo que nos espera es muy duro.
Me siento en el camastro derrotada. Si él no me lo quita, solo me queda buscar a alguien que pueda ayudarme cuando montemos el campamento. Jaumeta adivina mi pensamiento.
—No puedes volver a intentarlo —me avisa—. Casi mueres la primera vez. Ahora el feto será mayor y expulsarlo sería mucho más complicado.
—Entonces, ¿qué hago?
Me mira con frialdad y, por primera vez entiendo: a este hombre no le gustan las mujeres, y apostaría que su odio tiene que ver con ese secreto que guarda y que le ha empujado a la mar.
—Lo único que sé es que no voy a meterme en problemas por tu culpa.
—¿Me delatará? —pregunto con voz temblorosa.
No contesta.
—Fui forzada, señor —le informo, sin soltar una lágrima.
—Por supuesto —me responde con sarcasmo—. ¿No es siempre así?
Prefiero no contestar. ¿Para qué?
—Eso a mí no me importa. No soy yo quien debe juzgarte.
—Tengo la conciencia tranquila —le aseguro orgullosa.
Me lanza una mirada llena de escepticismo y rencor.
—Dudo que las mujeres tengan conciencia, pero esa discusión ahora no va a resolver el problema. Solo sé que una vez más, hay aquí dos víctimas: el niño que va a nacer y yo.
—¿Usted? —suelto sin pensar.
El cirujano está furioso pero estamos en esto juntos. El día que decidió no delatarme y proteger mi secreto, quedó encadenado a mí. Al menos durante el tiempo que dure la travesía.
—¿Qué quiere que haga? ¿Que salte por la borda para no crearle más problemas?
—Eso tampoco, pero la verdad es que no deberías estar aquí. Las mujeres sois egoístas e impulsivas por naturaleza. Nunca pensáis en las consecuencias de vuestras acciones.
—Usted no me conoce de nada. No tiene derecho a hablarme así.
Me mira impresionado de que le plante cara.
—¿Cómo te atreves, mujer?
Y mujer en sus labios, suena a insulto… Aunque yo he renegado de mi sexo, el insulto me duele en carne propia, y trae a mi género de vuelta hasta mi carne. Me siento prodigiosamente fuerte, como si estuviera protegida por un batallón de espectros femeninos. Él no las ve. Nadie lo haría, pero yo sé que están allí y que con ellas no hay amenaza ni dolor, ni siquiera la muerte, que no pueda enfrentar. Son ellas, todos esos fantasmas femeninos, esas mujeres que han sufrido trayendo y criando a la humanidad, trabajando como esclavas, soportando humillaciones y privadas de libertad, todas esas hembras siempre traspasadas de padres a maridos como simples bestias domésticas, de las que se dice que son incapaces de raciocinio. Ellas ahora me defienden, y me entregan la fortaleza de su rencor que me da valor.
—Si tiene que delatarme, hágalo. Si no, déjeme en paz con mi problema —le advierto amenazadora. Yo no tengo nada que perder. Desde luego, mucho menos que él. Y ambos lo sabemos—. Me las arreglaré sola.
El cirujano me mira exasperado y sale del camarote, dando un portazo.