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Amaia no solía maquillarse, pero hoy necesitaba una máscara para encarar la cita que le aguardaba en la notaría. Eligió una falda tubo negra, una camisa italiana de seda con un estampado fucsia y una chaqueta de cuero negro y corte Chanel que habían pertenecido a su madre. Para completar su disfraz, se calzó unos zapatos negros de medio tacón. Esta vez, cuando se miró en el espejo de cuerpo entero, no se reconoció. Parecía una abogada, o una ejecutiva, alguien con una vida ordenada. Si controlaba la mirada, nadie dudaría de su estabilidad emocional.

Del pulcro armario de su madre, que recorría toda la pared enfrentada a la ventana, también sacó un bolso de piel negro tipo maletín. Yacía junto a otros muchos cadáveres del lujo en aquella habitación decorada en color marfil. Antes de salir, se volvió para contemplar el dormitorio. Excepto por la ligera capa de polvo que limpiaba un par de veces al año, no había variado un ápice en la última década. Mientras bajaba las escaleras, pensó con alivio en el momento en el que volvería a casa, se quitaría la ropa y se habrían terminado para siempre su relación con abogados y testamentos tras diez años de suplicio. Santiago se sentiría orgulloso de ella.

Amaia caminó durante cuarenta minutos disfrutando del impecable disfraz que le hacía sentir segura y saboreó las miradas de admiración de algunos transeúntes. Firmaría los documentos. Hablaría lo justo. Cuando estuvo internada, Santiago le había enseñado técnicas de concentración y, gracias a ellas, pudo mostrar cordura ante los psiquiatras que valoraban su caso. El engaño había surtido efecto.

Llegó puntual al hermoso edificio del siglo XIX, frente al paseo que recorría la ría y muy cerca del hotel María Cristina, donde Sánchez y Macías habían establecido su negocio hacía más de veinte años. Subió a la primera planta y se dejó conducir por la secretaria de la notaría con una docilidad poco habitual en ella. Cuando la llamaron, entró en el despacho donde el notario y dos hombres más la esperaban. Uno de ellos era el abogado que representaba al seguro. Se presentó, pero Amaia no retuvo su nombre. El otro caballero, García-algo, le sonaba de una ocasión anterior, de cuando sufrió un colapso nervioso tras varias noches en vela y tuvo que regresar al Centro de Salud durante un par de días. García-algo era seguramente más joven que ella pero las pronunciadas entradas le avejentaban. Amaia percibió al instante que era un hombre embarcado en una carrera a ninguna parte. El notario, Alberto Sánchez, era un hombre barbudo, de mal carácter. Hacía años que podía haberse retirado, pero ¿adónde? Amaia percibía su pánico de volver a casa, con una mujer que nunca había amado, y alterar así una perfecta estabilidad inestable.

Repasaron el testamento una vez más. El contenido era por todos conocido, repetido mil veces. Lo único que diferenciaba ese momento de otros anteriores era la fecha en el calendario: esta vez a su hermana Noelia la daban por muerta. Amaia quedaba capacitada para asumir con plenos poderes la totalidad de la herencia. Le pasaron un pesado bolígrafo negro y oro. Al posarlo sobre el papel, no fue sangre viscosa lo que brotó del arrastre, sino tinta azul con las que trazó unas hermosas letras: Amalur.

Al salir a la calle, Amaia aspiró profundamente y sintió unas incontenibles ganas de llorar. Una ráfaga de aire frío la contuvo. Alzó la vista al cielo: unos negros nubarrones que avanzaban desde el mar estaban a punto de estallar y pronto llegó la lluvia.

La mujer se guareció en el portal, observando, y fue entonces cuando la vio junto a la barandilla de la ría, cubierta por un paraguas negro: Noelia la miraba. Sus ojos se cruzaron y Amaia se sintió, una vez más, cazada. Pero cuando cruzó la calle y llegó al otro lado, Noelia no estaba. Miró a derecha e izquierda e incluso al otro lado de la barandilla, por si se había lanzado a la ría. No había rastro. La respiración, agitada. El corazón golpeando las sienes, exigiendo una resolución. Chorreando agua. ¿Dónde estaba? ¿Qué pretendía? Ya no le quedaba duda. Era ella. Y parecía otra. ¿Bastarían las palabras de Asier para explicar lo inexplicable?