XII
¿ES EL PASO DEL TIEMPO factor decisivo en la vida humana? La respuesta se nos ofrece, en quimérico equilibrio, como pura contradicción: sí y no.
Por ley fatal, el hombre se siente accidente engarzado en el hilo del tiempo y, a la vez, substancia que aspira a desprenderse de ese hilo, actualizando su ayer, su hoy y su mañana en un fabuloso instante de eternidad. Loca aventura ésta a los ojos de su corazón, pero entrañable para su alma y a la que no puede ni sabe renunciar. Sueños y recuerdos son los fantasmas intemporales que pueblan su espíritu, sueños y recuerdos que el hombre busca insensatamente convertir en la substancia viva que haga símbolo imperecedero de su fugaz paso por la tierra. A veces, en raros momentos decisivos, el hombre cree ya pisar el umbral del milagro y entrever la clarividente luz que trocará su fugitivo y anecdótico existir en áurea moneda intemporal, de valor eterno, en donde cada preciosa y diminuta partícula, se cargará de un significado ecuménico. ¡Por fin, borrados como tales accidentes y circunstancias, la vida hasta entonces informe y caótica, se le ofrecerá, colmada de sentido, en toda su radiante desnudez!
No importa que el milagro jamás llegue a materializarse. El hombre que lo ha intuido, ya lo guarda en su pecho.
5* * *
Aquella mañana el sol primaveral brindaba su tibia caricia a los presos que, aislada o agrupadamente, se paseaban o permanecían inmóviles en el desnudo patio de la cárcel. Los pardos uniformes de los penados se mezclaban con los más dispares atuendos de los preventivos. Las conversaciones guardaban un discreto tono general y un murmullo uniforme trepaba hasta lo alto del muro, en donde un guardia civil se sentaba con el fusil entre las piernas.
Andrés se apartó del grupo y encaminó sus pasos hacia el otro extremo del patio, para emparejarse con el Cordobés, su compañero de celda, que tomaba el sol sentado en uno de los peldaños de la corta escalinata de piedra. El Cordobés alzó los ojos y esbozó una sonrisa.
—Es temprano todavía —le dijo y, como Andrés lo mirase, añadió—: ¿No esperas hoy visita?
—Sí.
—No te preocupes. Ya avisarán.
El Cordobés entornó los párpados y Andrés se acomodó en el otro extremo de la escalinata. Sí, tenía razón el Cordobés; aguardaría allí pacientemente sin volver a moverse hasta que avisasen. Ya no podrían tardar mucho.
Bajó la cabeza y se inmovilizó, apoyado de codos en ambas piernas entreabiertas, contemplándose las manos, que había extendido con las palmas boca arriba. Puro automatismo, porque los ojos registraban la imagen de sus manos, sin que el pensamiento participase del espectáculo. Se mantenía a la expectativa. Como su espíritu.
Treinta y tres días justos llevaba ya en la cárcel. Los quince primeros, pasados en la quinta galería, donde indefectiblemente se destinaba a los recién ingresados hasta su debida clasificación. Finalizados todos los trámites, lo trasladaron, por último, a la segunda. Allí sólo se mezclaban delincuentes por homicidio y por estafa. Un maridaje que, a primera vista, podía reputarse arbitrario, pero que la experiencia había revelado bastante eficaz. Verdad era que entre los componentes de ambos bandos se intuía una cierta incompatibilidad de fondo, pero, en la práctica, la convivencia se deslizaba normalmente y sólo de tarde en tarde se planteaba alguna de las incidencias que tan corrientes venían a ser en las otras galerías; por ejemplo, en la cuarta, destinada a los políticos.
El primer día de quedar instalado en su nueva celda, Andrés le oyó decir a un tal Escobedo, que había matado a otro en una riña: «Yo estoy aquí por lo que están los hombres, pero nunca le he robado nada a nadie». Y, posteriormente, una tarde en el patio, a un contumaz estafador: «Engaño a la gente porque hay que vivir, pero mis manos están limpias de sangre». Esta disparidad de criterios le dio clara visión de lo que fundamentalmente separaba a ambos grupos. ¿Cómo explicarse, entonces, que las relaciones entre elementos tan dispares se desenvolviesen, incluso, de un modo cordial? Andrés lo comprendió en seguida, al percatarse de que el extraño equilibrio nacía de la ductilidad de carácter y diplomacia de que hacían gala los delincuentes por estafa; una conducta acomodaticia, que les sería dictada por su astucia, superior, en términos generales, a la de sus forzados compañeros.
El Cordobés era el único preso por estafa a quien los del otro bando respetaban de un modo completamente desinteresado y espontáneo. Lo escuchaban con suma atención y no se recataban de alabar su buen juicio. En realidad, el Cordobés se hacía acreedor a todos aquellos elogios. Después de tratarlo, Andrés se felicitó de tenerlo por compañero de celda. Su verdadero nombre era Esteban Luque; un individuo de unos cincuenta años, canoso, de mediana estatura, magro y de rostro serio. Jamás hablaba espontáneamente de sí mismo ni murmuraba de nadie. Pero era atento y nunca dejaba una pregunta sin respuesta. En sus substanciosas pláticas, se limitaba a informar al interlocutor de lo que podía interesar a éste, pero sin que, en ningún momento, adoptase un tono sentencioso. Y el oyente siempre sacaba la impresión de que se le decía. «Así pienso yo honradamente. Ahora, tenlo en cuenta u olvídalo, con entera libertad». A veces, solía emplear esta muletilla: «Hay que comprender las cosas». El Cordobés comprendía «las cosas». Andrés se acordaba del incidente surgido a poco de ingresar en la segunda galería. Uno de los presos denunció el hurto de unos vales de su propiedad, señalando como autor al Moreno, un gitano condenado por homicidio, a quien se le había visto entrar en su celda y pasarse, después, por el Economato para adquirir diversos víveres. A pesar de que las pruebas fuesen concluyentes, el Moreno negó toda participación en el hecho y lo hizo, entre juramentos y gimoteos, de un modo tan melodramático, que Andrés llegó a creer en su inocencia. De todas formas, su conducta la juzgó vergonzosa, indigna de un hombre.
—No es inocente —sonrió el Cordobés.
—¡Pues, entonces, mucho peor aún!
El Cordobés guardó silencio y, después, le dijo:
—Olvidas que se trata de un gitano —y, como él lo mirase sin entender lo que pretendía insinuarle, continuó—: Entre los gitanos se tiene otra idea muy distinta de la dignidad. Tratar de engañar al «payo» sin reparar en los medios, es algo que nunca avergonzará a un gitano; al contrario, para él constituye un recurso legítimo, dictado por la astucia, del que siempre se enorgullecerá. Si los familiares del Moreno hubiesen podido contemplar por un agujero la escena, habrían aplaudido a rabiar. Por lo demás, no juzgues al Moreno por esos lloriqueos. No tiene nada de cobarde.
Y Andrés comprendió que, por boca de su compañero de celda, hablaba la experiencia.
Del Cordobés se contaban numerosas anécdotas, pero ninguna tan peregrina como la que Andrés le oyó referir a cierto recluso. Según éste, hacía ya bastantes años, residiendo en Granada, el Cordobés logró «venderle» a un turista la legendaria Torre de la Vela. Algo absurdo que, más tarde, el Cordobés confirmó. Es más, después de escuchar sus explicaciones, Andrés ya no estimó descabellada la historia. Entraba dentro de lo posible, sobre todo, pensando en la confianza que en el ánimo de sus víctimas debería despertar aquel hombre serio, de juicio tan ponderado, que dominaba todas las situaciones y que con su simple presencia infundía un respeto instintivo; respeto que, por otra parte, no dejaba de tener su fundamento porque, según pudo apreciar Andrés, el Cordobés tenía su código moral, muy personal, eso sí, pero íntimamente vinculado a su ser. Lo que ocurría era que su concepto sobre la propiedad privada, difería notablemente del oficial, sancionado por la ley; una farsa montada en exclusivo beneficio de las clases dominantes, según explicaba el hombre con su gravedad característica, valiéndose de argumentos no muy disparatados, por cierto.
Por aquellos días, la vida de Andrés en la cárcel se deslizaba insensiblemente, sujeta a la disciplina de rigor. Le recordaba sus años de cuartel, con las horas reglamentadas, a toque de corneta, desde que amanecía hasta el anochecer. Su ánimo se había sosegado por completo y ya no experimentaba la insufrible desazón por que pasó desde que aquella noche abandonó el piso de la República Argentina, hasta que, al día siguiente, decidió presentarse en la Comisaría. Algo inexplicable, considerando que, entonces, como ahora, tampoco se sentía íntimamente culpable de lo que, en definitiva, había que calificar de desgraciado accidente, en donde él sólo había asumido el papel de instrumento ciego en manos del azar. De todas formas, la realidad fue que no pudo recobrarse plenamente hasta que decidió arrostrar todas las consecuencias de su impremeditado acto. En el preciso instante de despedirse de Olga aquella mañana, en el «Luxor», con el firme propósito de dirigirse inmediatamente a la Comisaría de Gracia, ya se sintió otro hombre. ¿Por qué huir, esconderse? ¿Acaso se le podía inculpar de una muerte que había sido obra del azar? Sí; tal vez éste fue el argumento decisivo que hizo posible la súbita mudanza de ánimo. A partir de entonces, ya actuó sin vacilaciones, seguro de sí mismo.
Al parecer, después de su detención, aquella misma noche, los periódicos insertaron destacadamente la noticia y, de este modo, su familia pudo informarse de lo ocurrido. A la mañana siguiente, recibía en el calabozo del Juzgado la visita de un tal señor García Bureva, abogado que enviaban las mujeres para que se hiciese cargo de su defensa. Andrés no había pensado en aquello. Es más, en la declaración que había firmado ya, trató de tergiversar los hechos con la exclusiva finalidad de ocultar a la voracidad pública ciertas historias privadas que no tenían por qué saberse. Andrés se limitó a relatar lo sucedido en el piso la noche de autos, pero sin aludir para nada a los auténticos móviles que le impulsaron a proceder violentamente con la víctima. Explicó que «Nena Clavel», despechada por sus desaires y comprendiendo que Andrés no accedería a su capricho, le había cubierto de procaces insultos, hasta provocar su exasperación.
A las primeras palabras cambiadas con el abogado se dio cuenta de que las mujeres se habían franqueado por completo con él, informándole de su significativa visita al piso de Layetana la misma noche en autos, y de cuantos edificantes detalles se había esforzado Andrés en silenciar. Naturalmente, con todos aquellos datos en sus manos, el hombre había atado cabos, forjándose una versión de lo sucedido que apenas difería de la realidad, versión que, al final, no tuvo más remedio que confirmarle.
—Tiene usted que modificar su declaración —le dijo el abogado—. Lo que ha hecho es una tontería que a nada conduce; en primer lugar, porque no le favorece en absoluto, y, en segundo, porque lo que pretendía ocultar, al final se hubiese sabido de todas formas.
¡Qué remedio! Elena y su madre se habían ido de la lengua y ya nadie podría evitar que los trapos sucios de la familia se aireasen en la vía pública. Algo muy edificante que, por lo visto, las mujeres no tenían inconveniente en que se supiese.
Dio su conformidad y el señor García Bureva le estuvo instruyendo convenientemente sobre la nueva declaración que debería prestar ante el juez, a quien él ya avisaría.
A la tarde siguiente ingresaba en la prisión celular y, dos fechas después, recibía la visita de su madre y hermana. Una escena que ya su ánimo le había anticipado y que, fuera de las violencias de rigor, no le produjo mucha impresión.
Las dos mujeres estuvieron llorando, condoliéndose de su suerte y poniendo de manifiesto un vivo interés por Andrés, sin que éste se mostrase muy efusivo con ellas. La consabida escena patética a la que, por lo visto, las damas no saben renunciar. Se limitó a hablarles de las cuatro cosas de orden práctico que le urgían: envío de un colchón y prendas de vestir, encargo de que corriesen con el lavado de su ropa, instrucciones para que pudiesen retirar dinero de su cuenta corriente, etcétera. «Sí, Andrés… Sí Andrés…», asentían las dos, llorosas y sumisas; una actitud con la que, al parecer, pretendían hacerle patente la íntima devoción que sentían por él, pero que, en el fondo, se intuía dictada por la clara conciencia que albergaban de su culpabilidad. ¿Acaso no fue su incalificable conducta de años atrás de donde «Nena Clavel» destiló el veneno de la insidia que provocó el drama? Esto no podían ignorarlo. Ya fue significativo, en tal sentido, que, en ningún momento de la entrevista, osasen dirigirle la menor frase reprobadora. ¡Naturalmente! Sabían muy bien que todo había ocurrido por ellas, que, en el fondo, ellas eran las únicas culpables de que, en aquel preciso momento, Andrés tuviese que hablarles a través del doble enrejado del locutorio. Por eso se limitaban a decirle una y otra vez, con sumisión conmovedora: «Sí, Andrés… Sí, Andrés…»
A partir de entonces, las visitas se repitieron periódicamente. También, y cuando las circunstancias así lo aconsejaban, se pasaba el señor García Bureva por la cárcel, a fin de tenerle al corriente de la marcha del asunto y darle las instrucciones oportunas. El abogado, individuo relativamente joven, de unos cuarenta años, supo infundirle confianza desde el primer momento y dio señales de interesarse vivamente por Andrés; un interés que, sin duda, le sería impuesto por su punto de vista profesional, pero que el hombre tenía la habilidad de presentar como una manifestación espontánea y cordial. Él fue quien le informó de las diversas indagaciones, que dieron por resultado final la confirmación de los puntos fundamentales consignados en su segunda declaración, firmada ya en la cárcel.
Según le explicó habían localizado ya a Concha «La Gaditana», quien, estrechada a preguntas, puso de relieve lo que Andrés ya suponía: que la acusación de «Nena Clavel» contra su hermana fue pura insidia, una historia diabólicamente amañada, con los datos suministrados por su confidente y que ella esgrimió ante Andrés aquella noche para tomarse venganza de sus desaires de meses atrás, de los que, por cierto, también Concha proporcionó detallada noticia. Por otro lado, el dictamen del forense y los numerosos datos recogidos en el piso, después de la detenida inspección ocular, vinieron a demostrar que las manifestaciones de Andrés se correspondían bastante bien con lo que, en realidad, debió ocurrir.
En una de sus últimas visitas, el señor García Bureva le dijo que el asunto ya estaba, a su juicio, convenientemente enfocado y que, ahora, tenía la seguridad de pisar terreno firme. Cuando llegase el momento oportuno, demostraría que la declaración de su defendido coincidía punto por punto con el desarrollo de los hechos, cosa de la que, por otra parte, él no dudaba.
—¿Supone, pues, que saldré a la calle? —le preguntó ingenuamente Andrés.
La respuesta del abogado le sorprendió:
—No supongo nada de eso, y me conformo con que sólo le condenen a tres años. Es a lo más que podemos aspirar.
—¡Pero yo soy inocente! ¿O cree que mi intención era matarla?
—No creo tal cosa, pero… usted la mató.
—¡Fue un accidente!
—Que usted contribuyó a provocar con sus violencias. No lo olvide. La ausencia de intención no borra el delito, sólo atenúa la pena, que es lo que espero lograr en esta ocasión. No hace mucho, defendí a un individuo que había matado a otro, destrozándole el cráneo con un martillo. Habló conmigo y me confesó que en aquel momento estaba obcecado, que no sabía lo que hacía; creía, como usted, que, en el fondo, no se lo podía inculpar de lo ocurrido. Pero, no se preocupe mucho; nadie es inocente; todos somos culpables de algo. ¿Comprende?
El abogado había hecho su frase y lo miraba a los ojos de un modo que quería ser significativo. Andrés asintió para salir del paso, por pura fórmula, y se despidió de él. Andrés sabía que no podía ser culpable de la muerte de «Nena Clavel», algo que se había producido al margen de su voluntad, por una fatal concatenación de circunstancias que él no había provocado. ¿Acaso, no se limitó simplemente a reaccionar como era lógico esperar en su situación, corriendo todo lo demás de cuenta del azar? Ya comprendía, desde luego, el punto de vista de su abogado: hablaba como tal y, en este sentido, no podía equivocarse, tenía toda la razón: legalmente, Andrés era un reo de homicidio, a quien había que condenar por lo menos a tres años de cárcel, según la insinuación del visitante. En fin; no quedaba otro remedio que conformarse y preparar el ánimo para lo que, justo o injusto, ya era inevitable.
Así pensaba y esto era lo que sentía aquella tarde, al reintegrarse al patio con sus compañeros, de regreso del locutorio. ¡Qué lejos de su ánimo la loca idea de que bastaría el simple transcurso de cuarenta y ocho horas para que aquel sólido mundo mental se viniese abajo con estrépito, al abrirse sus ojos a una nueva luz, en donde los mismos hechos cobrarían una significación diametralmente opuesta! Algo absurdo, tan absurdo como un milagro. Eso debió ser.
Ocurrió aquella mañana del diecisiete, justamente tres fechas después de abandonar la galería de clasificación para quedar instalado en la segunda, y dos más tarde de la visita del abogado.
Andrés se encontraba, de charla con otros, junto a su celda de la segunda planta, en espera de que viniese el nuevo relevo de guardianes y se procediese al habitual recuento de reclusos, para salir después al patio. Serían, aproximadamente, las nueve menos cinco.
—¡Andrés Lozano! —voceó alguien desde abajo.
Era uno de los guardianes. Descendió a la primera planta y el empleado de la cárcel le dijo:
—¡Acompáñame!
Salieron de la galería y marcharon emparejados por el amplio corredor que llevaba a la parte delantera del vasto edificio. Andrés suponía que lo conducirían a una de las oficinas, a fin de ultimar algún nuevo trámite. Por eso, al comprobar que se desviaban del corredor y embocaban el túnel por donde los presos eran conducidos al locutorio público se extrañó y miró interrogativamente a su acompañante.
—Tienes una visita —le explicó éste.
Algo insólito; en primer lugar, la hora era intempestiva, porque las visitas nunca empezaban antes de las diez, y, en segundo, cada preso tenía asignado un día a la semana para entrevistarse con sus familiares, y hasta la fecha siguiente, jueves, no le correspondía a él.
—¿Quién?
—No sé. Ya lo verás.
Ascendieron hasta el final de la escalera y Andrés penetró en el sombrío locutorio.
Unas cuantas bombillas trataban vanamente de reforzar la difusa claridad diurna que se filtraba del interior de la cárcel. El espacio donde solían agruparse los presos, aparecía separado del central, asignado al público, por un estrecho pasadizo, destinado a los guardianes, defendido, a uno y otro lado, por sendas rejas.
En aquel momento, Andrés era el único preso que aparecía en el recinto tras el doble enrejado, en tanto que, en el espacio destinado al público, sólo se veía a una mujer acompañada por un funcionario de la cárcel.
Andrés avanzó para detenerse frente a la reja y, entonces, la mujer se separó de su acompañante hasta inmovilizarse al otro lado del angosto pasillo.
—¡Hola, Andrés! —le dijo, alzando los ojos para mirarle a la cara.
—¡Libertad!
No la había reconocido hasta aquel preciso instante, y la sorpresa le inmovilizó, aferrado a los hierros, con los atónitos ojos clavados en ella.
—¿Te sorprende verme?
—¡Libertad!
Era ella, sin duda; la Libertad que Andrés recordaba, tal vez un poco cambiada. ¡Aquella extraña expresión de madurez en su rostro juvenil!… Pero sí; era ella; la misma. Ahora, sonreía sin apartar de él sus serenos y graves ojos. ¿Por qué?… ¡Dios mío!, ¿qué estaba pensando? Habían pasado diez años y…
Trató de serenarse y bajó súbitamente la cabeza, a tiempo que volvía a repetir, ahora en un murmullo:
—¡Libertad!
—¡Cálmate! —oyó que le decía.
Volvió a mirarla con estupor. Vestía un sencillo traje azul y el tirante pelo castaño, recogido hacia atrás, destacaba el impecable óvalo del rostro; un rostro pálido e impasible, con la boca cerrada y los ojos inmóviles fijos en él.
—¿A qué has venido, Libertad? —¡A verte! No lo esperabas, ¿verdad?
—Pues, yo… no sé qué puedo decirte; en realidad… ¡Escucha, Libertad!…
Pero ella le interrumpió, tajante:
—No tienes que decirme nada, porque no he venido a pedirte explicaciones; sólo a verte, ¿entiendes? Ya comprendo tu sorpresa, pero serénate. También yo me sorprendí bastante. Hace años que estaba convencida de que habías muerto.
—Ocurrió algo imprevisto que me trastornó. No pude…
—¡Pero si no tienes que molestarte en explicármelo! Ya te lo he dicho. Leí en el periódico tu nombre y, después, vi un retrato tuyo que publicaron. Me parecía tan absurdo que el hombre a quien yo creía muerto hacía tantos años, fuese el mismo Andrés Lozano que acababa de asesinar a una mujer en Barcelona, que no pude evitar venir aquí a comprobarlo. Simple curiosidad. ¡Puedes creerlo!
Enmudeció y, bruscamente, se volvió de espaldas con ánimo de alejarse.
—¡Libertad, oye, Libertad!…
Frenó sus pasos y, del mismo modo súbito, torno a girar para quedar de nuevo encarada con él.
—¿Qué quieres tú de mí?
Roto el tenso equilibrio de sus nervios, Libertad le contemplaba, ahora desafiante, con ojos encendidos.
—Nada; sé que no puedo pedirte nada, pero no te vayas todavía; espera… —Se sentía desesperado; no sabía cómo retenerla y trató de serenarse—. ¿Vives ahora aquí, Libertad?
—¡No! Continúo allí, en Cuenca, donde tú me dejaste, y sólo he hecho el viaje para poderte ver… ahí mismo, donde estás ahora, ¿comprendes? Una satisfacción que creía merecer. Lo he conseguido y ya puedo volver de nuevo al lado de mi hijo. ¡Adiós, Andrés!
¿Su hijo?… Una luz vivísima y dolorosa brotó de su interior, traspasándole. ¿Sería posible?…
—¡Por favor, Libertad, espera!… ¿Te casaste, quizá?
—¡No! —denegó agitando la cabeza—. Tal vez porque no pude hacerlo. Pero no te preocupes; he dicho mi hijo, el mío sólo. Tú no eres su padre, porque su padre murió en la guerra; él bien lo sabe, y tú no eres nadie… ¡Tú no eres nadie!… ¡Tú no eres nadie!…
No tenía conciencia exacta de lo que sucedió después. Sólo que ella le gritaba y que desapareció, mientras él la llamaba como un loco, aferrado con ambas manos a los barrotes. Tres guardianes lo sacaron a la fuerza del locutorio y lo llevaron a una celda de castigo, encerrándole. Por lo visto, se resistió y tuvieron que golpearle.
Aquellos diez días transcurridos en completa soledad, fueron los más trascendentales de su existencia.
Hasta entonces la vida —su vida— era puro acontecer sin norma, arbitrario. Los acontecimientos que jalonaban su pasado lo proclamaban así sobradamente. ¿Acaso, Andrés, había provocado las desviaciones? ¡En absoluto! Le fueron impuestas, sin que en ningún momento se sintiese identificado con ellas. Por eso, precisamente por eso, podía erigirse en juez de lo que, por producirse al margen de su voluntad, no tenía por qué responsabilizarse. Pero, ahora… ¡Dios mío!, ¿qué había pasado?
Libertad había vuelto; no el fantasma creado al dictado de la experiencia de aquellos largos años de separación, sino la entrañable Libertad de su juventud; la misma que él había abandonado canallescamente, y que tuvo un hijo suyo, y que supo llorarle creyéndole muerto y que, ahora, al cabo del tiempo, volvía para gritarle: «¡Tú no eres nadie!… ¡Tú no eres nadie!…»
¡Cómo le resonaban en los oídos sus palabras! Sí; él no era nadie, porque en su ceguera, sólo supo juzgar sin comprender, pretendiendo señalarle la pauta a la vida misma y, cuando ésta no respetó su estúpido dictado, volverse neciamente de espaldas, negándole todo sentido. ¡Con qué claridad lo veía ahora!
«Cuida de Elena y de tu madre», le había dicho el padre en su lecho de muerte. Y Andrés las abandonó: a ellas y a sus inocentes sobrinos. No supo sacrificarse en ese auténtico sacrificio que sabe poner el orgullo a los pies del deber, que es perdón y lección de viva moral, a la vez. Se limitó a dictar la tajante sentencia, con aire de dómine infalible, a condenar sin solución. No; no fue el dolor quien vendó en aquella ocasión sus ojos y le empujó a abandonar a los suyos y a Libertad; sólo fue la soberbia, la misma satánica soberbia que, después, para justificarse a sí misma, le deformó la visión del mundo y de sus gentes. Y de este modo nació otra Libertad olvidada ya de su capricho pasajero, y su madre y hermana fueron otras, a medida exacta de sus insanos deseos, y las mujeres que trató más tarde, despreciables seres sin escrúpulos, como la «Nena Clavel» a quien había matado, porque era él, Andrés, quien la asesinó, y no el azar, al reaccionar soberbiamente, herido en su orgullo, contra la insidia que no se podía admitir; insidia provocada también, en cierto modo, por su conducta al negarle a su víctima todo sentimiento. ¿Acaso no pudo ser cierto lo que aquella noche le contó «Nena Clavel», cuando aludió a su íntimo drama, recordando al hombre que la presencia de Andrés actualizaba en su ánimo? Pero él no creyó en sus palabras y, al negarse a comulgar con su dolor, infiltró en su pecho el odio que había de provocar la tragedia. Sí; él la mató. Ahora lo comprendía; ahora, después de haber visto a Libertad, aquella Libertad que alzaba la terrible sombra vengadora del hijo desconocido y entrañable y que gritaba: «¡Tú no eres nadie!… ¡Tú no eres nadie!…»
Finalizados los diez días de castigo, volvió a su celda de la segunda galería. La crisis ya estaba superada; había aceptado íntegramente su miserable destino —el precio justo de la culpa— y se sentía gravemente sereno.
Algunos presos quisieron saber el motivo de su aislamiento. Pero Andrés no dijo nada. Sólo el Cordobés no le molestó con preguntas.
A la mañana siguiente, lo llamaron para llevarle al locutorio de los abogados. Allí estaba aguardándole el señor García Bureva. Aprovechaba la primera oportunidad de poder entrevistarse con él, para informarle debidamente de lo sucedido. Sabía que Andrés se había resistido a los guardianes, y no parecía desconocer los motivos.
—¿Qué le pasó?
—Perdí los nervios.
—Ya lo sé. ¿Quién era esa mujer que lo visitó?
—Una antigua conocida.
—Traía una carta de recomendación para el director de la cárcel y habló con él. Le dijeron que podría entrevistarse con usted en las horas acostumbradas de visita, y ella recabó el favor especialísimo de verlo a solas. Tuvo que esgrimir razones muy poderosas para que el director accediese a sus deseos.
—No sé nada de eso.
—¿Y por qué no prueba a franquearse conmigo? No creo que usted ignore los motivos. Por mi parte, también creo saber algo. Hablé con el director. ¿Es cierto que tuvo usted un hijo con esa mujer?
—Sí. Pero estas cosas…
—Soy su abogado, amigo. ¡Hable! Tal vez yo pueda hacer algo.
—Nadie puede hacer nada por mí, pero se lo contaré. Soy un desdichado…
Roto el mutismo, Andrés habló, extensamente, sin ahorrar detalles, con la cabeza baja, y encontró un extraño consuelo a medida que las palabras surgían de sus labios. El abogado le escuchó inmóvil, sin interrumpirle, y, cuando él enmudeció, no hizo el menor comentario. Después, le estuvo informando de otras cosas y, finalmente, se despidió.
El jueves, cinco días más tarde, veía a su madre y hermana. Una entrevista muy distinta de las anteriores. No porque la actitud de Andrés respecto a ellas hubiese cambiado —cosa desde luego evidente—, sino porque sucedió algo increíble que no pudo imaginarse; algo que Andrés intuyó a las primeras palabras de saludo cambiadas. Los ojos de Elena se lo dijeron antes que su boca le gritase:
—¡Vienen, Andrés!
—¿Qué dices?
—Ayer recibimos un telegrama. Vienen ella y tu hijo. El mismo sábado, después de hablar contigo, él marchó en el coche a Cuenca y ayer tarde recibimos un telegrama. Dice que llegan mañana… ¿Me escuchas, Andrés?
—No sé… ¿Quién marchó a Cuenca? ¿El señor García Bureva?
—¡Claro! Yo le pedí que fuese allí y que se lo explicase a ella todo.
—¿Y abandonó su despacho para…?
—Sí, Andrés —le interrumpió su hermana mirándole inmóvil a los ojos.
—¿Dónde está ese telegrama?
—Lo llevo aquí. ¿Quieres que te lo lea?
Andrés afirmó con la cabeza y Elena sacó el papel del bolso. Lo desdobló.
—Dice: «Todo solucionado. Llegaré viernes con madre e hijo…»
Se interrumpió y Andrés le dijo:
—Termina de leerlo, Elena. Puedes seguir.
—«… Abrazos, Jorge».
Cerró el telegrama y alzó los ojos de nuevo para mirarle. La madre plañía:
—Ha sido muy bueno para nosotras dos, Andrés. Cuando nos quedamos solas en Madrid, él nos ayudó y desde entonces…
—Ya lo sé. No digas nada más, mamá.
* * *
Continuaba sentado en la corta escalinata, inmóvil, de codos sobre ambas piernas, mirándose las manos sin verlas. No tardarían mucho en avisarle. Seguramente ya aguardarían en el locutorio. Se lo había dicho el abogado: «Bueno, Jorge». Estarían esperándole las tres mujeres y el chico. Él no quería que fuese allí el muchacho, pero Jorge aseguró que era deseo expreso de Libertad. Un chico de nueve años a quien él no había visto nunca hasta entonces. Y era su hijo.
—¡Lozano! Ya avisan.
—¡Eh!
Se puso de pie. En la salida que comunicaba con el centro de vigilancia, vio al guardián que ya sacaba la lista. Echó a andar por el patio hasta unirse al grupo y, cuando vocearon su nombre, dijo: «¡Presente!». Después pasó al corredor, poniéndose en la fila de los que ya aguardaban.
Por una de las ventanas se veía un trozo de cielo azul. Pasó una golondrina. Pero él retuvo su imagen. La recordaba. Y se maravilló al pensar que aquella golondrina ya existía antes de que él la viese y que alguien cuidaba de ella, el mismo ser magnánimo que le traía a Libertad y a su hijo.
—¡Mar… chen!
La fila de presos se puso en movimiento y avanzó, con sordo rumor de pasos, por el amplio corredor, hacia el túnel que llevaba al locutorio público.