XVIII
LA ENOJOSA SITUACIÓN se resolvió, a lo último, del mejor modo posible, o, quizá, del único modo posible. Como siempre ocurre en estos casos, fueron las mujeres las que tomaron la iniciativa, poniendo en juego su reconocida y fina astucia. De esta forma, en principio, Andrés sólo tuvo que dejarse llevar. Eso sí, cuando juzgó llegado el momento oportuno, habló claro, a fin de dejar establecido de una vez para siempre el alcance de aquellas nuevas relaciones familiares (de alguna forma había que llamarlas).
Al día siguiente del encuentro en el Paseo de Gracia, sobre las doce, se presentaron inopinadamente sus dos sobrinos en el piso de la calle Enrique Granados. Iban solos. Al parecer, la madre los había acompañado hasta localizar la casa y cerciorarse de que Andrés todavía estaba en ella. Entonces, debió darles las últimas instrucciones y marchar, dejándolos.
Como es lógico, a Andrés no le quedó otro remedio que aceptar de buen grado la visita. Ningún motivo de agravio podía tener con los inocentes muchachos, y sí razones sobradas para dispensarles una cariñosa acogida. Ya lo habían calculado muy bien las mujeres. Superada la sorpresa, Andrés se esforzó en ahorrarles las violencias de rigor y hacer que la entrevista se deslizase de la manera más espontánea y cordial posible.
Se vistió y los llevó a pasear por la Diagonal. Después, se sentó con ellos en la terraza de un café para que los chicos tomasen algo y allí estuvieran de charla. Naturalmente, Andrés sólo abordó los temas pertinentes que podían interesar a los muchachos, cuidando muy bien de que la conversación no sufriese desviaciones enojosas. Se interesó por sus problemas escolares, aficiones, diversiones favoritas, etc.
Al cabo de un cierto tiempo, el mayor se conducía con toda espontaneidad, con demasiada espontaneidad; frívolamente, según creyó apreciar Andrés. Por lo visto, había aceptado la cariñosa actitud de Andrés como la única posible y estaba encantado con aquel tío suyo, de quien la madre y la abuela guardaban tan absurdos recelos. Le gustaba mucho más el pequeño. Tenía la seguridad de que Pablito sí se daba exacta cuenta de la situación. Consideraba de vez en cuando al mayor con mirada reprobadora y se mantenía serio, contestando afablemente a cuantas preguntas le hacía Andrés. En cierta ocasión, el hermano mencionó a un tal «tío Jorge», que lo había llevado al fútbol, y Pablito enrojeció hasta las orejas, interrumpiéndole, para discutir con él significativamente sobre un tema marginal. A Andrés no le cupo duda sobre quién podía ser aquel «tío Jorge».
Se informó por los muchachos de la hora en que solían comer, y a las dos ya estaba con ellos frente al portal de la Vía Layetana. La madre debía haberles instruido convenientemente, diciéndoles que invitasen al tío Andrés a subir al piso. Fue el mayor el que con toda naturalidad tomó la iniciativa, mientras Pablito se limitaba a mirarle con aire expectante. Andrés cogió de la mano al pequeño y se decidió. Tarde o temprano tendría que abordar la situación y lo mejor sería hacerlo cuanto antes.
Ascendieron en el ascensor hasta el segundo y el mayor, en cuanto se vio en el rellano, se apresuró a pulsar el timbre de la puerta, mientras Andrés cerraba la cancela. Actuaba con deliberada lentitud, haciendo gala de una fría serenidad que, en el fondo, no sentía.
Les franqueó la puerta una doncella y Andrés y Pablo penetraban en el vestíbulo, mientras el mayor desaparecía por el pasillo. Un piso realmente confortable, bien instalado.
—¡Hola, Andrés! ¡Qué alegría de que hayas venido!
Era su hermana. Lo besó y avanzaron por el pasillo hacia el comedor, en donde aguardaba la madre. Una escena francamente desagradable, que Andrés procuró salvar del mejor ánimo posible. Se abrazó a él llorando, mientras balbuceaba las frases de rigor. Andrés se manifestó muy poco efusivo; en realidad, asumió un papel completamente pasivo, sin despegar los labios. Finalmente, le dijo que se calmase y se puso a conversar con la hermana, explicándole adonde había llevado a los chicos y su impresión sobre éstos.
Al cabo de un rato, se sentaba a la mesa que, por cierto, ya estaba preparada con cinco cubiertos. No les había fallado el cálculo a las mujeres, y Andrés ocupó el lugar que ya le habían asignado de antemano, entre Elena y Pablito.
La comida se deslizó normalmente, con continuas muestras de deferencia para el apreciado huésped, sin que en ningún momento se abordasen cuestiones enojosas. Fue Andrés el que llevó el peso de la charla y el que, en definitiva, brindó los temas superficiales que juzgó apropiados a la situación. Casi siempre se dirigía a los chicos o a Elena. A la madre, que se sentaba frente a él, sólo le hablaba lo imprescindible.
Finalizado el almuerzo, pasaron a la galería, en donde la doncella les sirvió el café. Andrés miró significativamente a su hermana a fin de que sacasen de una vez a los chicos de allí, pero, al parecer, ésta ya lo había dispuesto todo convenientemente.
En efecto, media hora más tarde, sus sobrinos se despedían de él, para marchar al colegio, acompañados de la doncella.
Como era de esperar, en cuanto quedaron solos, se abordó el enojoso problema. Fue Andrés el que tomó la iniciativa.
—Creo —les dijo— que ha llegado la ocasión de que hablemos con toda claridad.
Elena guardó silencio, contemplándole pálida y expectante, sin despegar los labios. Pero la madre se consideró, por lo visto, obligada a exhibir las consabidas lagrimitas y aquel tono insufrible de mártir inconsolable.
—Sí, hijo, nosotras también te explicaremos. Hemos pasado muchas amarguras y…
—¡No me interesa que me expliquéis nada! —le atajó Andrés seca, duramente—. Ni de lo que pasó, ni de lo que puede pasar ahora, que ya me lo figuro. Soy yo el que quiere explicarse. ¿Estamos?
—¡Calla, mamá! —intervino Elena.
La madre guardó silencio, con la cabeza baja, y Andrés se esforzó en sujetarse los nervios. Cuando reanudó el discurso, lo hizo en un tono que quería ser sosegado.
Les dijo que sus vidas se habían separado hacía nueve años, desde aquella noche en Madrid, y que no podía recomponerse lo que ya estaba definitivamente roto. Repetía que no le interesaba informarse de los motivos que en aquella ocasión les pudo inducir a caer vergonzosamente, como tampoco tenían por qué darle difíciles explicaciones sobre su presente situación, que, además, él ya intuía. En el fondo, el problema no estribaba en saber perdonar o no perdonar. Y esto por la simple razón de que él ya no era el Andrés que ellas habían conocido. Actualmente, se había convertido en otro ser muy distinto, al que nada podían atarle ya los antiguos lazos familiares. Aceptado este hecho irrefutable y, dado que vivían en la misma ciudad, lo único que estaba en su mano brindarles era el mantenimiento de unas relaciones puramente formales, y esto en atención a los inocentes chicos, que no tenían por qué pagar las culpas ajenas.
Podían, pues, contar con él dentro de los límites expuestos, estableciéndose así relaciones formularias, que dejarían el margen suficiente para que cada cual pudiera desenvolverse, con entera libertad, en sus respectivos mundos privados.
Ya sabían, por lo tanto, dónde vivía y lo que de él podían esperar. A los chicos los trataría como lo que eran y ellos se merecían: sus sobrinos.
En fin, aquello era todo cuanto tenía que decirles. Esperaba, lógicamente, que aceptasen su posición como la única posible, en la seguridad de que cualquier intento por modificarla sería vano y contraproducente, porque su decisión estaba tomada de una vez para siempre.
Cuando, finalmente, guardó silencio, Elena no dijo nada y se limitó a mirarlo de un modo revelador. Al parecer, su discurso la había impresionado debidamente. No ocurrió así con la madre. Por lo menos, en el sentido que Andrés hubiese deseado y que era de esperar. Como si las palabras del hijo se las hubiese llevado el viento, intentó volver a la carga con las eternas lamentaciones y gimoteos. Andrés se levantó del asiento francamente irritado y dio por terminada la entrevista, anunciando que tenía que marcharse. Elena procuró calmar a la madre y, después, le acompañó hasta la puerta del piso, en donde, por último, se despidieron.
A partir de entonces, Andrés procuró mantener con ellas una actitud distante y pasiva, esforzándose por considerar lo sucedido como algo marginal, que para nada fundamental podía afectarle en su nueva vida. Pero, en el fondo, esta posición suya era más estudiada que espontánea. La realidad fue que el súbito encuentro le desconcertó, no por lo que de momentánea sorpresa hubiese podido representar encontrarse de nuevo con ciertos personajes destacados de un pretérito ya fenecido —sorpresa en este caso episódica y fácilmente superable—, sino porque la imprevista presencia de la madre, de Elena y de los chicos despertó en su ánimo ecos de voces que ya creía extinguidos, demostrándole que no estaba tan muerto como suponía, aquel pasado suyo, un patético fantasma que reaparecía y que, ahora, parecía complacerse en contemplar silenciosa y acusadoramente. Esto último era lo que más le desazonaba. ¿De qué se le podía inculpar? Admitido que su existencia actual se revelaba muy poco edificante, sin relación alguna posible con los nobles anhelos y aspiraciones de aquel Andrés juvenil, pero ¿acaso el brusco cambio no se produjo a raíz de la incalificable conducta de las dos mujeres, como una reacción fatal irremediable? ¿Podía él haber obrado de otro modo en aquella época? Todavía más: en la nueva situación creada por el reciente encuentro, ¿qué otra actitud cabía adoptar frente a aquellas mujeres que, lejos de haberse arrepentido, reaparecían ahora, al cabo de los años, pisando la misma censurable senda que entonces los había separado? No; él no podía ser responsable de nada; ellas habían sido y eran las únicas culpables. Pero ¿por qué, entonces, aquella extraña sensación de culpabilidad? ¿Tal vez por el violento contraste en que se le ofrecían aquel inefable mundo suyo de antaño, que la presencia de sus familiares actualizaba, con este otro mezquino, que canalizaba su vida presente; o quizá por la consideración de que sus sobrinos venían purgando delitos ajenos que…? ¡Al diablo! De nada podía acusársele, porque todas las desviaciones tenían un mismo origen, respondían a una misma causa: la contumaz e incalificable conducta de ellas dos. El irreparable daño estaba hecho, y ya sólo cabía atenerse a la cruda realidad, por dolorosa que fuese.
* * *
El paso de los días fue quitando tensión a los ánimos y limando, en cierto modo, las asperezas del principio. Los chicos se constituyeron en el vínculo de las nuevas relaciones. De no existir sus sobrinos, es muy probable que Andrés hubiese terminado por desentenderse completamente de su madre y hermana, pero la presencia de aquéllos pesaba en su ánimo lo suficiente para considerar tal idea improcedente. Las mujeres, como si tuviesen clara conciencia de este hecho, usaron astutamente de los muchachos como cimbel para atraerle. Andrés ya se daba cuenta del juego que, en consideración a los chicos, no estaba en sus manos atajar. Así, de este modo, las mujeres fueron ganando paulatinamente terreno hasta llegarse a una situación estable en apariencia. Andrés se pasaba todos los domingos por el piso de Layetana para comer allí y, después, marchaba con sus sobrinos, que llevaba de paseo o a algún espectáculo. Con las mujeres se mantenía siempre en la actitud impersonal del que espera que el enojoso interlocutor impuesto por las circunstancias se haga debido cargo de éstas, conduciéndose con la máxima discreción.
Elena terminó por aceptar con resignación el juego, acatando fielmente sus reglas, no así la madre, que, encantada al parecer con que Andrés no le hiciese preguntas embarazosas, debió creer que ella quedaba en libertad para poder inmiscuirse en su vida privada. Andrés tuvo que atajarle secamente en dos o tres ocasiones y en otras, por la presencia de los chicos, hacerse el sordo o contestar con simples evasivas.
Cierto domingo que acudió, como ya era de rigor, al piso de Layetana para comer, se encontró con una desagradable sorpresa. Al detenerse el ascensor en la planta, la puerta del piso estaba abierta y su madre se despedía de una mujer. La reconoció inmediatamente: era Concha la Gaditana. Cuando pisó el rellano, Concha ya descendía por las escaleras y su madre se dirigía a él para darle la bienvenida.
—¿Quién es esa mujer? —le preguntó, una vez en el interior:
—Una asistenta. La pobre se ayuda vendiendo algunas cosillas de estraperlo. ¿Por qué lo preguntabas?
—Por nada.
El inesperado descubrimiento de aquellas relaciones amistosas entre su madre y la Gaditana —¡ejemplares relaciones, sin duda!— le irritó mucho más de lo que lógicamente cabía esperar. Era natural que el incidente no le resultase agradable, pero tenía motivos sobrados para admitir, una vez superada la sorpresa, que el episodio entraba de lleno en lo previsible. ¿Era acaso absurdo que Concha la Gaditana frecuentase aquel hogar, semejante en todo a otros muchos en donde la celestina venía a ser ya una especie de institución? Teóricamente, el argumento no tenía vuelta de hoja y no obstante…
Aquella tarde, la hora y media que pasó con las mujeres se le hicieron insoportables. Sentía algo así como si por vez primera se diese cuenta cabal de la equívoca vida que llevaba. Aquel confortable piso corría a cargo del amante de turno, el «tío Jorge», un personaje que, en su ausencia, se pasearía por allí con aires de dueño y señor y al que la madre colmaría con las típicas atenciones y zalamerías de una consumada alcahueta. Ahora, andaría en tratos con la Gaditana a fin de redondear algún nuevo y bonito negocio. La mercancía sería su propia hija. ¡Qué asco!
Trató de disimular lo mejor que pudo y, en cuanto se alzaron de la mesa, les dijo a sus sobrinos que se preparasen para salir, rechazando la invitación que le hicieron de tomar el café en la galería.
Estuvo con los chicos en el cine y, a la salida, los llevó a merendar. Finalmente, les acompañó hasta el portal de Layetana, en donde se despidió de ellos.
Al día siguiente, el señor Terol le propuso hacer un viaje a Madrid para tratar de resolver cierto asunto oficial y Andrés acepto en seguida. Aún le duraba la desagradable impresión de la tarde anterior y estimó ideal aquella coyuntura que le permitiría alejarse de sus familiares, olvidarse de ellos. Marcharía sin avisarles y las mujeres, comprendiendo la significación de su acto, dejarían de molestarle más. Aquel arreglo a que se había llegado era una estúpida componenda que a nada conducía, y lo mejor sería cortar por lo sano, dándoles a entender que deseaba romper toda relación con ellas.
Dos fechas más tarde partía para la capital, en donde permaneció durante catorce días.
A su regreso, le explicaron que Elena había telefoneado repetidamente preguntando por él. La primera vez que lo hizo, se le dijo que su hermano había salido de viaje sin indicar cuándo regresaría. Una hora más tarde, Elena se presentaba en el piso de la calle de Enrique Granados en compañía de uno de los chicos, para informarse debidamente o, quizás, a fin de cerciorarse de que, en efecto, Andrés no estaba en Barcelona. A partir de entonces, no se pasaba día sin que telefonease para preguntar si por fin había regresado el viajero.
Estas noticias le irritaron todavía más. Cuando aquella mañana, volvieron a telefonear según costumbre. Andrés cogió el aparato y habló con Elena. Atajó sus lamentaciones y le dijo secamente que por una temporada estaría muy ocupado y que agradecería que no le molestasen. Su hermana intentó replicarle, pero él colgó el auricular, dejándola con la palabra en la boca.
¡Todo inútil! Con una contumacia insufrible volvieron a la carga, recurriendo de nuevo al acreditado expediente de los chicos. El domingo —dos fechas más tarde— sus sobrinos se presentaban solos, a las once y media, en el piso de la calle de Enrique Granados. Estaba claro que no repararían en humillaciones con tal de conseguir su propósito.
A Andrés no le quedó más remedio que salir con los muchachos. A la una y media los dejaba en el portal de su casa.
—¿No subes a comer, tío? —le dijo el mayor.
—No. Tengo un compromiso.
—¡Pero mamá y la abuela te esperan!
—¡Yo te he dicho que hoy no puedo! No insistas.
—¡Vamos, déjalo! —intervino Pablo tirando del hermano, con la cabeza baja—. No hace falta que suba.
Cuando desaparecieron los chicos, su estado de ánimo no era muy alegre. Le dolía en el alma herir así a sus sobrinos, sobre todo a Pablito. El mayor era diferente. No parecía darse mucha cuenta de la enojosa situación o, al menos, la aceptaba alegremente. Pablo, bastante más sensible, sufría. Pero ¿qué diablos podía hacer él? No se sentía con fuerzas para proseguir aquella comedia que… En la próxima ocasión que las mujeres tratasen de volver a ponerse en contacto con él, les plantearía la cuestión con toda crudeza, zanjando el asunto definitivamente.
* * *
Ahora, después de doce días de completo silencio, cuando todo parecía indicar que por fin habían decidido no molestarle más, Elena volvía a telefonearle. Seguramente, llamó a la calle de Enrique Granados y allí debieron indicarle que tal vez su hermano estuviese en el «Luxor».
Ya había hablado con ella. Una charla corta, pero significativa. Su tono al dirigirse a él y la noticia de que Pablito estaba enfermo lo desarmaron. ¡Qué remedio! Iría de nuevo a aquella casa, soportaría la presencia de la madre y el desagradable ambiente que…
Un taxi paró al borde de la acera, junto a la terraza del «Luxor». Andrés divisó a Elena en el interior del vehículo y se alzó de la silla, avanzando hacia él.
—¡Hola, Andrés! ¿Te he hecho esperar mucho?
—No, no.
Ascendió al taxi y cerró la portezuela, mientras su hermana le daba las señas al chófer.
El coche describió una vuelta completa en torno de la plaza y desapareció por la Diagonal, rumbo al Paseo de Gracia.