IV
… SÍ; EL HOMBRE SÓLO vive plenamente cuando, identificado con sus pensamientos y actos, acata por completo los límites que le son impuestos. Quien acata ciegamente sus propias limitaciones, ama su destino y se ofrece a sus semejantes como ser vivo a quien querer y a quien odiar; es él y sus circunstancias. Pero en el instante que tiene conciencia de su pavorosa capacidad de incomprensión, de su inmensa pobreza mental y espiritual, entonces ciertas potencias quedan paralizadas y automáticamente se convierte en espectador de la vida informe y caótica, que para plasmarse, para hacerse realidad, siempre requiere cauce, molde, forme, circunstancias. De aquí que todo auténtico creador deba aceptar de buen grado las limitaciones; mejor dicho, tenga que amar las limitaciones.
El último pensamiento, deducido por pura ley mecánica, cobró la categoría de súbita anticipación de algo inconcreto y le mantuvo perplejo por breves instantes.
¡Exacto! Su intuición había resultado certera. En el campo literario, por ejemplo, ¿quién sino la impotencia creadora les dictaba a ciertos negados para el cultivo del arte teatral el argumento de que no hacían teatro por considerar estúpidas y coactivas las limitaciones que, en el tiempo y en el espacio, les imponía la rigidez del escenario? ¿Pero es que acaso el auténtico autor teatral no amaba precisamente aquellas mismas limitaciones; aún más, no encontraba en ellas el máximo incentivo de su arte? ¡Claro que sí! Del mismo modo que el verdadero poeta, cuando hacía un soneto, no podía pensar ni sentir que los catorce versos de once sílabas dados de antemano pudiesen ser molde engorroso que coartase su espontaneidad. Al contrario: encontraría en aquella fórmula el molde ideal para encerrar su pensamiento poético. Un razonamiento sin vuelta de hoja… ¿Y la novela? ¿Poseía un molde la novela?… Sin duda, así había sido para los grandes novelistas del XIX: Balzac, Dostoievski, Tolstói… y sólo, moderadamente, con Proust, Huxley y, sobre todo, con Joyce, cambiaba de súbito el decorado y… ¡Qué apasionante el tema, desde aquel punto de vista! ¿Se les podía llamar a estos últimos creadores en el mismo sentido que…?
Manuel Artigas se arrojó del lecho, en donde reposaba vestido, y avanzó nerviosamente por el cuarto, hasta encender el brazo de luz sobre su mesa de trabajo. Se había acostumbrado a escribir bajo aquel cono de luz artificial, lejos de la claridad diurna y por eso la mesa aparecía en un rincón oscuro, distante del balcón.
Sacó unas cuantas cuartillas y se sentó, dispuesto a tomar notas. Siempre lo hacía de un modo nervioso, apresurado, y más en aquella ocasión en que las más dispares ideas le bullían en torno del tema suscitado. Se prestaba para un extenso y brillante ensayo y aquél era el momento propicio de anotar esquemáticamente cuantos pensamientos de fondo o marginales se le ocurriesen. Después, con calma, ya los seleccionaría y se trazaría el plan del futuro trabajo.
Se sumió afanosamente en la tarea y cuando abandonó la pluma sobre el tablero, consultó el reloj. Las seis y diez. ¡Diablo! El tiempo se le había pasado volando. Todavía se sentía excitado, inmerso en aquel mundo mental que pretendía abarcar, en toda su integridad, el apasionante tema.
Se alzó de la silla y, de pie, ojeó las cuartillas. De pronto, llevado de repentina idea, escribió: «Romanticismo: rotura de moldes. Máxima fluidez. Caos». Y, más abajo, en otra línea: «Novela policíaca: nuez vacía. Rigidez formal. Como contrapeso, la sangre elemental (esterilizada)».
Finalmente, guardó las cuartillas, apagó la luz y abrió el balcón. Una vez en él encendió un cigarrillo y se acodó en la baranda, atento al espectáculo callejero. Pura apariencia. En realidad, sus ojos velados y pensativos miraban hacia dentro, fascinado ante el cubileteo mental que llevaba a cabo su cerebro, a vueltas todavía con el tema.
Una pareja de enamorados lo sacó, por último, del ensimismamiento. Estaban parados en la acera. La chica se despedía de su galán y, riendo, trataba de desprenderse de él, que la retenía por una mano. Por fin lo conseguía y desaparecía a toda prisa por un portal. El acompañante amenazaba cómicamente con el dedo a la invisible muchacha. Y, entonces, repentinamente, le brillaban los ojos a Manuel y se echaba a reír.
¡Qué absurdo que en aquellas últimas horas no hubiese pensado ni una sola vez en la muchacha! Cuando, hacia las dos de la tarde, se encerró en su cuarto, Olga centraba todos sus pensamientos, y he aquí que ahora… Claro que, en aquellos instantes, su estado de ánimo era muy diferente; aún no había hablado con ella por teléfono. Por primera vez, Olga le telefoneaba a su casa. Un hecho sorprendente y más sorprendente todavía el motivo de su llamada.
Fue algo emocionante Manuel estaba tumbado sobre el lecho. Acababa de llegar del restaurante y allí, en la soledad del cuarto, la angustiosa sensación que había traído de la calle se le hacía por momentos más insoportable. Pensó, entonces, en marcharse y ya se había puesto de pie, cuando la criada llamó a la puerta para decirle que le llamaban al teléfono.
—¿Quién?
—La señorita Olga.
¿La señorita Olga? El corazón le latía atónito, disperso. Salió al pasillo y cogió el auricular.
—Aquí Manuel Artigas. ¡Dígame!
—Soy yo: Olga.
—¡Ah! ¡Hola! —exclamó con fingida extrañeza—. ¿Cómo estás?
—Muy bien. Te llamé al Ateneo y allí me dieron el teléfono de tu casa. Quería hablar contigo para explicarte lo que pasó esta mañana.
—No sé a qué te refieres.
—¿No estabas este mediodía en el «Luxor», cuando yo salía de los lavabos? Por lo visto, me saludaste y yo no te contesté. Me disgustaría que pensases mal de mí. En aquel momento, no me sentía nada bien y sólo deseaba marchar. Por eso no me detuve. Supongo que me disculparás.
—¡Naturalmente! Es algo que carece de la menor importancia. ¿Qué te había pasado?
—Estuve jugando a los dados con Lozano. Ya lo conoces. Me ganaba seiscientas pesetas y se sentía muy gracioso. Me dijo una impertinencia y yo me irrité. Entonces, me contestó que no gritase porque aquello no era el Paralelo. No es que yo presuma de gran señora, pero no me gusta que me traten como a una cualquiera. Por lo visto, los tipos como él deben creer que todas somos iguales. Quise evitar el escándalo y, entonces, me marché a los lavabos para desahogarme. Cuando salí, todavía me duraba el disgusto y, por eso, no quise detenerme: Lozano me siguió y me alcanzó en la calle, tratando de darme explicaciones. Las acepté porque no tenía ganas de más jaleo. Ahora que, en lo sucesivo, ya procuraré no volver a darle otra ocasión de que me diga más impertinencias. Pero perdona que te dé la lata con todas estas tonterías. Sólo quería saber que no estabas enfadado conmigo.
—¡Claro que no, mujer!
—¿Me perdonas, entonces?
—¡Desde luego!, aunque no comprenda muy bien de qué debo perdonarte. Entre buenos amigos, no deben contar, por tontas, ciertas susceptibilidades.
—¡Cuánto te lo agradezco! Creo que eres la única persona a quien aprecio de veras y la única también que me aprecia a mí. ¿Qué estabas haciendo?
—Ahora, nada. Me disponía a trabajar.
—¿En la novela de que me hablaste?
—No, no. Un artículo de colaboración.
—Entonces, no quiero molestarte. Yo había calculado que quizá no tuvieses nada que hacer y…
—¿Por qué?
—Es una tontería. Pensaba que, si no tenías nada que hacer, podríamos vernos y charlar.
—¿Ahora?
—No. Luego, a las siete o así.
—¡Pero para esa hora ya estaré libre! ¿Irás al «Luxor»?
—No; no me gustaría ir por allí. Podríamos vernos en otro sitio y después, si quieres, ir a cenar a alguna parte. Pero a condición de que yo me pague lo mío…
—¡Magnífico! Ahora que tendrás que aceptar mi invitación o renunciar a la idea. ¿Qué eliges?
Olga rió encantadoramente.
—¡Bueno, Manuel! Pero a un sitio que no sea caro.
Acordaron verse en el «Navarra», a las ocho en punto y se despidieron hasta entonces.
Éste había sido el contenido de la charla. Nada extraordinario en apariencia. Pero ciertas circunstancias inducían a considerar el hecho desde otro punto de vista. En primer lugar, aquélla era la primera vez que Olga ponía de manifiesto un interés directo por Manuel. Se había preocupado de localizarle y, no contenta con esto, le invitaba después a ir a cenar con ella. ¿Qué fines podría perseguir al concertar la entrevista, fuera de buscar satisfacción a una necesidad puramente afectiva? ¡Ninguno! Si Manuel no le hubiese interesado en absoluto —como había supuesto por la mañana—, ¿a cuento de qué, entonces, telefonearle para darle todas aquellas explicaciones y, sobre todo, sugerirle lo de la cena? Además, ahora, a través de sus palabras, el incidente del «Luxor» cobraba otro aspecto muy distinto. Olga era, sin duda, una chica sensible y si Lozano le había dicho algo injurioso —cosa nada extraña dada su manera de ser—, ¿no resultaba lógico que hubiese obrado como lo hizo? Cuando salió de los lavabos todavía le duraría el sofoco y la indignación y por eso no quiso permanecer ni un segundo más allí. De aquí que prescindiese de devolverle el saludo, conducta que Manuel interpretó torcidamente, llevado de la exagerada susceptibilidad típica de todo enamorado, alimentada, además, por la petulante versión que, después, le había dado Lozano sobre lo sucedido, en su papel de tenorio de oficio. El tal Lozano debería cultivar aquella actitud desdeñosa frente a las mujeres, como táctica más apropiada para tratar de deslumbrarlas y presumir de varón irresistible. Seguramente, por eso le dijo a Manuel con estúpida jactancia que si él quisiese… Ahora, que el imbécil había sido Manuel, cayendo en la burda trampa, al admitir la posibilidad de que, en efecto, Olga estuviese enamorada de aquel sujeto, cuando la realidad era que, en las ocasiones en que se había suscitado el tema de Lozano, la chica jamás le dio a entender tal cosa. Es más, sus opiniones sobre Lozano en nada favorecían a éste. Sin negarle cierta prestancia física, lo juzgaba grosero y lleno de vanidad. En fin, no valía la pena de preocuparse más del personaje. Lo esencial era que el equívoco de la mañana ya estaba aclarado y que, pasadas unas horas, se vería con Olga, yendo a cenar y…
Poco más o menos, éstos habían sido sus pensamientos cuando, después de hablar con ella por teléfono, regresó al cuarto y volvió a tumbarse en la cama. Por entonces ya se sentía mucho más tranquilo, y se dedicó a fantasear sobre la emocionante entrevista de la noche. ¿No resultaba, pues, absurdo que, momentos más tarde, se hubiese olvidado por completo de Olga para sumirse en aquellas lucubraciones mentales que…? ¿Cómo pudo suceder tal cosa?… ¡Ya recordaba! Estaba claro que su anterior desolación anímica había desaparecido para dar paso a una maravillosa fluidez de espíritu. Se recreaba en sus fantasías y, de pronto, le vinieron a la cabeza las palabras que Olga había pronunciado al despedirse: «¡Bueno, Manuel! Pero a un sitio que no sea caro…». Pensó que lo llamaba, por vez primera, por su nombre de pila y que le insinuaba claramente que no le guiaba el interés de la cena sino… Y, entonces, inmerso en aquel mundo íntimo e inefable, fue cuando su cerebro, al percatarse de que la vivísima sensación se insertaba en una circunstancia minúscula, planteó el problema de si no sería precisamente lo reducido y concreto del molde lo que, en cierto modo, hacía posible la intensidad emocional de la vivencia. ¡Así ocurrió exactamente! A partir de aquí, las apasionantes derivaciones del tema acapararon toda su atención y ya no pudo pensar más en Olga hasta que se vio asomado al balcón, una vez terminada la tarea.
¡Por qué extraños vericuetos se perdía a veces el pensamiento y qué apasionante resultaba considerar…!
—¡Hola!
La exclamación, dicha en tono bajo, surgió al conjuro del recuerdo súbito de una reciente lectura. Se trataba de un texto de Croce, en donde había leído una observación aguda sobre la técnica de una obra. ¿Qué decía? Algo así como que la técnica podía estar dentro o fuera de la obra y que, en el primer caso, era consubstancial a ella, no podía separarse de ella. Sí, aquél era el sentido. Una cita sugestiva, pintiparada para encajarla en el futuro ensayo.
Manuel Artigas penetró en el cuarto, se dirigió a la mesa, de donde sacó las cuartillas, que, momentos antes había guardado en el cajón y encendió el brazo de luz. Después, escribió al pie de la última anotación: «Buscar cita Croce sobre la técnica».
A continuación, tornó a guardar los papeles y consultó el reloj. Minutos más tarde, empezaba a vestirse convenientemente para acudir, con toda puntualidad, a la emocionante entrevista. Silbaba una alegre tonadilla.