VI

CUANDO EL TAXI cruzó la plaza de Lesseps y enfiló la cuesta de la República Argentina, el chófer cambió de marcha, metiendo la segunda. En aquel instante, Olga impensadamente le besó en la mejilla.

—¡Pero, muchacha!

Deslizó el brazo derecho por su espalda, hasta disponer la mano en el hombro y la atrajo hacia si. Olga bajó la cabeza y la apoyó en su pecho.

—¿Por qué has hecho eso?

—No sé. ¡Eres tan bueno y tan diferente a los demás!

—¡Tonterías! Soy como todo el mundo.

—¡No es verdad! Los demás hombres sólo me miran como a la mujer con la que pueden satisfacer su capricho, mientras que tú…

—No hay mérito alguno en ello. Me consta que no se puede identificar a las personas con sus circunstancias, y trato de ver lo que hay efectivamente en su fondo, sin dejarme llevar por las apariencias.

—¡Pero los demás no son así! —insistió Olga.

—Me halaga que lo pienses, aunque quizá no estés en lo cierto —sonrió Manuel.

Con la mano libre le alzó el rostro, apoyado delicadamente el índice en su barbilla. Tal vez se decidiese a besarla en la boca. Pero cuando Olga le miró a los ojos, comprendió que aquél no sería el momento oportuno.

—Sí que lo estoy. Sé que me aprecias de veras y por eso contigo me conduzco con toda confianza y no me importa decirte que me lleves a cenar. ¿Crees que otro, en tu lugar, no me habría hecho ya ciertas proposiciones o, cuando menos, no se hubiese creído con derecho a manosearme o a besarme?

A Manuel no le quedó más remedio que admitir que la chica no iba muy desencaminada y desalojó definitivamente de su ánimo la idea de besarla en la boca. Por otra parte, el propósito se revelaba bastante tonto, impuesto más bien por la mecánica de la situación, que nacido de un deseo instintivo. Recordó de súbito una noche de verbena que estuvo con una tal Mercedes en el recinto de la Exposición, Cuando salieron, en la oscuridad, él intentó besarla. En aquella ocasión, el impulso era espontáneo. La chica le rechazó. Eso creía Manuel, pero se equivocó. Aquella Mercedes le pidió el pañuelo y, delante de él, se puso a frotarse enérgicamente los labios hasta despojarse de la pintura. Después, dobló la prenda y se la introdujo en el bolsillo superior de la americana, mientras le ofrecía con descaro la boca. Naturalmente, Manuel ya no tenía ningunas ganas de besarla y pasó por momentos muy desagradables fingiendo un entusiasmo que no sentía. Quizá, de haberse decidido a besar a Olga, también ésta hubiese terminado por recurrir al dichoso pañuelo.

Bueno, en realidad, las tres horas y media que ya llevaba con la muchacha se habían deslizado de un modo bastante insípido. Algo que no habría podido imaginarse de antemano, pero cierto. En el transcurso de todo aquel tiempo, ni una sola vez consiguió sorprender en sus ojos la inefable expresión que, en otras ocasiones, le transportaba a aquella época lejana y pretérita, cuando Manuel era muy joven y «Ella» pisaba todavía a tierra. Pensándolo bien, los únicos momentos verdaderamente agradables surgieron, en el curso de la cena, al ocurrírsele a Olga aludir a su viejo proyecto de la novela. Manuel, al principio, se acogió al tema como simple recurso, pero después, paulatinamente, se fue entusiasmando, hasta sentirse de nuevo identificado con la vieja y ambiciosa idea: volver el tiempo como un calcetín, relatando la vida del héroe al revés, desde su muerte hasta su nacimiento, desde los efectos hasta las causas. Un propósito que, tomado al pie de la letra, se revelaba absurdo, pero que Manuel estimaba realizable mediante el empleo de ciertos recursos técnicos.

Aquella media hora se le pasó sin darse cuenta, hablándole a Olga de cosas que ésta no podía comprender. ¿No resultaba curioso que en determinadas ocasiones como aquélla, frente a un interlocutor completamente pasivo y que no le entendía, el simple enunciado oral de su pensamiento sirviese para poner claridad en su cerebro, sugiriéndole nuevas ideas? Fue al destacar ante la muchacha la indiscutible orginalidad del proyecto, cuando se preguntó si sería únicamente lo insólito del andamiaje formal y no el posible contenido humano de la imaginada obra lo que, en verdad, despertaba su entusiasmo. Y, entonces, al responderse que sólo podía ser lo primero, puesto que personajes y argumentos habían sido creados a posteriori sin que, por otra parte, acabasen de satisfacerse, se acordó de sus divagaciones de la tarde en torno del tema que había estimado propicio para un sugestivo ensayo. Instantáneamente, tuvo conciencia de la íntima relación que guardaban sus ideas de aquel instante con las de horas anteriores, y como ambos grupos de pensamientos se completaban para integrarse en un nuevo mundo mental, que arrojaba luz viva sobre el eterno problema del fondo y de la forma, dos factores que la realidad nos ofrecía en síntesis indestructible y que la peculiar estructura de nuestra mente pretendía disociar. Únicamente en las falsas creaciones humanas cabría establecer la distinción, aquella en que, según Croce, la técnica está «fuera» de la obra. ¿En qué quedaba, entonces, su proyecto de novela? ¿En puro y gratuito afán de originalidad sin base legítima alguna, fantasma cerebral carente de sangre, de latido, o bien…?

Como es lógico, el imprevisto enfoque de la cuestión provocó en su cerebro el estallido de innumerables ideas más, afines o contradictorias, que pedían a gritos la debida selección y ordenamiento. ¡Cómo le hubiese gustado en aquellos momentos encontrarse a solas en su habitación! Por desgracia la situación era muy otra y tuvo que renunciar a sus meditaciones en honor de Olga que, por lo visto, no se divertía mucho.

Se abordaron otros temas bastante más triviales y la chica sacó a colación el incidente de la mañana, aireando de nuevo los injustos agravios de que la había hecho víctima Lozano para, después, extenderse en larguísimas consideraciones sobre el personaje que, por cierto, en nada favorecía a éste. No le quedó otro remedio que prestarle atención y participar en una conversión que maldito si le importaba. La cruda realidad era que la ansiada entrevista le había defraudado por completo, al descubrir que Olga no le interesaba. Como en otras ocasiones anteriores, su entusiasmo por la muchacha se había revelado, a lo último, puro artificio, reflejo nacido al conjuro de aquella auténtica pasión de su juventud, la única vez que… ¡Cosa curiosa también!: todos los falsos enamoramientos se habían producido en etapas improductivas de su vida, cuando su espíritu se manifestaba estéril, y casi siempre habían actuado de revulsivo, poniendo de nuevo en marcha el motor de la creación. Así había ocurrido también en esta ocasión y por eso ansiaba ya verse en su cuarto, sentado ante la mesa, frente a las blancas cuartillas, bajo aquel inefable cono de luz de la pantalla… ¡Qué perspectiva tan emocionante! Seguramente, aquella misma noche conseguiría redondear el futuro trabajo, fijando las ideas directrices y… Por fortuna, ya habían dejado atrás el puente de Vallcarca, y dentro de unos segundos, se vería libre de la chica… ¡Por fin!

Se detuvo el taxi al borde de la acera y Manuel trató de incorporarse y bajar primero, para ayudar a Olga a descender, pero ésta atajó su intención, diciéndole:

—¡No te molestes! Podemos despedirnos aquí mismo. ¿Irás mañana por el «Luxor»?

—Sí. Allí nos veremos. ¡Y muchas gracias por tu compañía! Lo he pasado admirablemente.

—Me alegro; yo también lo he pasado muy bien. Te aprecio mucho y… —la chica se interrumpió de súbito mientras miraba, a través de la ventanilla, hacia la otra acera—. ¡Oye!: ¿No es aquél Lozano?

Manuel aproximó la cabeza al cristal. En el portal de la casa de enfrente, un hombre terminaba de cerrar al cancela de hierro. Después, giraba hasta ofrecerse de perfil, y emprendía la marcha calle abajo. Al pasar bajo la luz de un farol, creyó identificarlo.

—Creo que sí. ¿Vive ahí?

—¡Qué va! Es la primera vez que le veo saliendo de esa casa. Algún lío que tendrá con una fulana. Es su oficio. —Abandonó el tono sarcástico y añadió—: Bueno, Manuel, hasta mañana en el «Luxor».

—Adiós, que descanses. Y gracias de nuevo.

—¡Qué tontería!

Aguardó hasta que la muchacha desapareció cerrando la puerta y, entonces, le indicó al chófer las señas de su domicilio. El taxi dio la vuelta y rodó calle abajo. Manuel acercó la cabeza al cristal para divisar mejor al hombre que descendía aprisa por la solitaria acera. Efectivamente, se trataba de Lozano. ¡Al diablo con él!

Segundos más tarde, Manuel aparecía inmóvil retrepado en el muelle asiento, ajeno a toda peripecia exterior. Así lo proclamaba la peculiar expresión, entre absorta y pensativa, de sus ojos.