I
¿DÓNDE LO HABRÍA LEÍDO? ¿Kierkegaard, Heidegger, Bergson…? No conseguía concretarlo. Incluso, no recordaba textualmente la cita, aunque sí su sentido. Era algo semejante a «La razón no está hecha para comprender la vida». O tal vez: «La razón está hecha para no comprender la vida». ¡Hola!, el último enunciado tenía más gracia, «sonaba» mucho mejor. El matiz… Pero se revelaba de una parcialidad manifiesta. Bueno; quizá la auténtica frase no fuese tan categórica y se limitase a decir algo así como: «La razón se caracteriza por su incapacidad —entendámonos— por cierta incapacidad (insuficiencia, era la palabra) para comprender la vida». De este modo, el problema quedaría planteado en sus justos límites y… ¡Al diablo!
La súbita intuición comunicó a su mirada un brillo insospechado. Manuel Artigas alzó los ojos y le sonrió a su imagen reflejada en el espejo que colgaba inclinado de la pared de enfrente, en medio de dos pinturas —sendos paisajes— de un impresionismo efectista.
¡Claro como el agua! Que la vida desborda continuamente los estrechos cauces que le impone la razón —que intenta imponerle la razón— lo saben ya hasta los chicos de la escuela. Un frío axioma que no puede conmover a nadie. Por sabido, olvidado. ¿Qué es lo universalmente aceptado y comprendido por todos? Moneda, moneda fría y utilitaria, que circula de mano en mano, sin que despierte en nosotros la menor resonancia afectiva. Hace falta que algún resorte cordial fije en nuestro ánimo la imagen, la frase, el sonido… que después se hará recuerdo. Pero aquí, en el plano sentimental, las leyes son muy otras. Si él, Manuel Artigas, recordaba en aquel preciso momento haber leído tiempo atrás una frase semejante, sería, sin duda, porque ella puso íntima vibración en su ánima. Ahora bien, esto no habría sido posible de tratarse de una evidencia de clavo pasado, ergo… tendría que referirse a algo problemático, parcial a los ojos de la razón y, al mismo tiempo, conmovedor. ¡Una deducción impecable! Sí; no cabía el error: «La razón está hecha para no comprender la vida», debería ser la exacta redacción de la cita. ¿Y por qué no: «La razón está hecha especialmente para no comprender la vida»? ¡Formidable! El adverbio venía a ser la rara especia que ponía en el guiso su punto de sabor singularísimo. ¡Qué parcialidad más sugestiva! En aquel momento le hubiese gustado tener el texto original a mano para comprobar… Pero no se podía equivocar; estaba seguro de no equivocarse. Esto exactamente, o algo muy parecido, diría el ignorado autor. Una verdad entrañable y disparatada.
… Te amaré toda la vida,
eternamente,
con el mismo pulso de mi sangre
de entonces, y de ahora, y de siempre…
Locuras. Locuras con miles y miles de años de vigencia, desde que el mundo es mundo para el hombre: Verdades. La raison du coeur, de Pascal, lo que Unamuno…
—¡Caramba, Artigas! ¿Qué hay?
Volvió la cabeza sorprendido ante la entrada del personaje, que en aquel preciso instante le alargaba la mano, después de cerrar la puerta.
Un tal Pedro Cuevas, traductor. Se lo habían presentado en casa del editor Giles, haría unos dos o tres años. Recordaba su frase favorita, con la que pretendía encubrir la excesiva libertad que se concedía al verter al castellano los originales que le entregaban para su traducción: «El traductor y el plenipotenciario jamás harán un trabajo brillante si sus poderes son demasiado limitados». Pero la realidad era que no dominaba a fondo el inglés. Además, la frase no era suya, sino de Pierre Coste, el traductor de Locke al francés, de donde seguramente la habría tomado. Manuel lo sabía, si bien nunca se lo había dicho. No le gustaba poner en evidencia a los pequeños vanidosos, y aquel Pedro Cuevas…
—¡Hola! Ya ves…; esperando. ¿Y tú? —indagó, sentándose de nuevo.
—Como siempre, atareado, con una prisa del demonio —contestó el recién llegado, que permanecía de pie, con una carpeta bajo su brazo—. Antes de la una, tengo que ver a Valdés y, ahora, venía a entregar estas cuartillas y a cobrarlas, naturalmente. ¿Hay alguien adentro?
—Supongo que sí. Yo ya llevo unos diez minutos aguardando.
—¿Me harías el favor de dejarme pasar primero?
—Bueno. —Consultó el reloj, y añadió—: Pero no tardarás mucho, ¿verdad?
—Cuestión de segundos: entregar las cuartillas, cobrarlas y salir pitando. ¿Trabajas ahora con Planas?
—No, no. Me telefoneó diciéndome que viniese a verle, y por eso estoy aquí. No sé qué querrá.
—Algún encargo.
—Yo no hago originales de encargo…, a menos que el tema me seduzca.
Pedro Cuevas rió con acidez.
—Me gustaría oírte decir lo mismo con una mujer y tres chicos a tus espaldas.
—Entonces, probablemente, no me dedicaría a la literatura.
—¡Ya!
Se abrió una segunda puerta y un joven de negra cabellera asomó la cabeza.
—¡Ya puede pasar, señor Artigas!
—Lo haré yo antes —intervino el traductor—. El señor Artigas no tiene prisa.
Se despidió de Manuel y éste le siguió con los ojos hasta que se cerró la puerta. ¡Como si se lo hubiese tragado la tierra!
La imagen, perfectamente encajada en el dorado marco del espejo, tornó a sonreírle. «¡Curioso personaje!», se dijo Manuel, contemplándola. Treinta y siete años de edad. La bóveda de la frente, ampliada por la avanzada calvicie, sobre el airoso doble arco de las cejas, infundía cierta nobleza al rostro de nariz recta y carnosa, boca amplia de labios bien dibujados y firme mentón. Pero los ojos castaños miraban inexpresivos, sin fuerza. Por lo menos, considerados a distancia. Parece ser que, de cerca, podía leerse en ellos muchas cosas; cualidades todas pasivas; comprensión, bondad, fidelidad, mansedumbre… Cierta dama le había dicho una vez, en el curso de un coloquio casi íntimo:
—Oye, Artigas, ¿sabes que hay algo conmovedor en tus ojos, algo que me recuerda…? —y rompió a reír.
Como es lógico, Manuel mostró vivo interés en averiguar lo que, en el ánimo de aquella sugestiva señora, podría evocar el espectáculo de sus ojos. Tras largo forcejeo, ella pareció decidirse.
—Pero ¿no te ofenderás?
—¡Claro que ro, mujer!
—Pues… me recuerdas a Noble, un mastín que tenía papá en la finca. Miraba como tú.
—¡Diablo! Yo estaba convencido de mirarte con ojos de lobo.
—¡No, por Dios! —rió ella—. Tú nunca…
Cierto. El personaje del espejo nunca…
La dama había dejado la frase suspensa en el aire, sin decidirse a redondearla, pero él supo captar su exacto sentido, renunciando gentilmente a las aclaraciones. Innecesarias, desde luego. Le bastaba con recordar aquella risa. Claro, que toda regla tiene su excepción, y que el Manuel Artigas del espejo podía esgrimir cierta experiencia de su vida atentatoria a la integridad del tajante diagnóstico. Por aquel entonces…
Manuel Artigas rió interiormente, tratando de encubrir su súbito desconcierto, y bajó la cabeza, desentendido ya de su imagen.
El recuerdo era un pez vivo, en incesante buceo por las ignoradas profundidades de su espíritu. Así, días y días, semanas, meses… Manuel podía olvidarse de él, incluso negar su existencia. ¡Todo inútil! En la ocasión más inesperada de la fecha más imprevista, el pez ascendería como un rayo hasta la superficie, y allí, daría un salto prodigioso sobre el agua, en el aire de su estremecida conciencia, cegándole con la plata viva de sus escamas. Como entonces, como en aquel preciso instante.
La imagen, surgida automáticamente de su cerebro, la aprovecharía para alguno de sus futuros trabajos. Seguramente… Pero ¡al diablo! Lo único que importaba, que debía importar entonces, era la palpitante actualidad que cobraba la vieja añoranza: súbita pincelada de luz en el aire de aquellos ojos de mujer que de nuevo volvían a contemplarle, ahora fuera del tiempo y del espacio. Y la certidumbre de saber al fin por qué le pudo impresionar tanto la presencia de aquella chica, la primera vez que la vio sentada a la barra del «Luxor». Sí; aquella tarde, sorprendió en los ojos de Olga el mismo fulgor entrañable y cálido, idéntico…
—¡Cuando guste, señor Artigas!
Se había abierto la puerta y el mismo joven de antes le contemplaba desde el umbral.
—El señor Planas le espera —aclaró ante la inexplicable pasividad del visitante.
—¡Ah, sí!
Cuando entró en el despacho, el editor, que aparecía sentado tras de su mesa, se alzó y fue a su encuentro para estrecharle la mano. Un hombre de mediana estatura, cuello corto y rostro macizo, como hecho de un solo bloque, circunstancias que acentuaban el discreto volumen de su persona, hasta hacerle parecer gordo sin serlo. Por eso sorprendía la agilidad de sus ademanes. Del mismo modo, llamaba indefectiblemente la atención la extraordinaria movilidad de sus ojos en contraste con la impasibilidad pétrea del resto de la cara. «Ojos de tasador experto». Así los había calificado Manuel la primera vez que los vio.
—¡Siéntese usted, Artigas!
Lo hizo en un sillón y el editor en otro frente a él, en un extremo de la estancia. Resopló, le dedicó una sonrisa muy comercial y abordó el tema seguidamente.
—Le he llamado para hacerle una proposición que le encantará. —Se concedió una corta pausa y, de pronto, rompió a reír—. ¡Demonio! A ustedes, los escritores, parece que les gusta vivir a salto de mata.
—Vivimos a salto de mata, que no es lo mismo —sonrió Manuel.
—Reconocerá que ustedes no se adaptan fácilmente a un trabajo y horario fijos.
—Nuestro rendimiento no se puede medir por horas de trabajo —apuntó Manuel de mala gana.
No sentía el menor deseo de polemizar sobre tema tan trillado, y menos con un editor. En realidad, lo único que en aquel momento ansiaba era verse de nuevo en la calle. Subiría a un taxi y se encaminaría al «Luxor». Tal vez Olga…
—¡Cierto! —admitió su interlocutor, con calculada condescendencia—. Precisamente, por eso le gustará mi propuesta. Verá…
Planas le explicó que proyectaba lanzar al mercado una nueva colección de novelas. Género policíaco. Una rigurosa selección de textos de la especialidad, presentada dignamente. Sabía que Artigas, a quien siempre le había interesado el tema, había publicado seis meses atrás un extenso ensayo crítico-histórico sobre este fenómeno literario de nuestros días, con apreciable éxito de público y especialmente de crítica. Manuel era, pues, a su juicio, el personaje idóneo para llevar las riendas de la nueva colección. A su cargo correría la selección de autores y obras, redacción de solapas y prólogos que estimase pertinentes, revisión de originales, propaganda…; en fin, todo cuanto hiciese referencia al aspecto puramente literario de la nueva colección.
—Por esta labor —terminó Planas— que, como comprenderá, podrá llevar a cabo con absoluta independencia y en las horas que estime más oportunas, le pagaría tres mil pesetas mensuales durante todo el tiempo que durase la colección, un sueldo fijo que le permitirá vivir desahogadamente y dedicarse, sin más agobios, a sus otras tareas literarias, tal vez más elevadas… pero menos productivas, ¿no cree?
—Quizá.
La ironía del editor no despertó en Manuel la menor animosidad. ¡Era tan comprensible para él aquella actitud! Planas, como buen comerciante, confundía valor y precio; mejor dicho, sólo valoraba en función del precio. Que existiesen individuos como él, capaces de sacrificarse «tontamente» por algo que no llegaba a alcanzar una apreciable cotización en el mercado, debería ser a su juicio la cosa más cómica del mundo. «He aquí su limitación», pensó Manuel.
—¿Qué me contesta usted, Artigas?
—Su proposición es buena. No digo que generosa, porque ustedes, los editores, siempre van a lo suyo, y jamás hacen sus ofertas a humo de pajas. Dentro de tres días le daré la contestación. Tengo que pensarlo.
—¡Diablo! —se asombró Planas—. ¡Pero si esto es como llegar y besar el santo! ¡No encontrará otro trabajo más cómodo ni mejor pagado que éste, Artigas!
—Tampoco encontrará usted, en este caso, otro hombre que sirva mejor a sus intereses. Le consta que, en este terreno, gozo de cierto prestigio.
Planas rió alborozadamente, encantado, al parecer, de la réplica.
Quedaron en verse tres fechas más tarde. Artigas se pasaría por la editorial.
Cuando pisó la calle, Manuel detuvo a un taxi que cruzaba.
—Lléveme a la plaza Calvo Sotelo —le ordenó al chófer.