XII

HASTA QUE PUDO SALIR del cuartel, las horas se le hicieron interminables. Revivía una y otra vez el apasionante episodio de la mañana, y de su mente surgían los pensamientos más contradictorios en armonía con las oscilaciones de su ánimo. Desde luego, todo parecía indicar que la actitud de reserva adoptada por Libertad y su resistencia a verse con él aquella tarde, debería tener su origen en ciertas circunstancias pasadas, que Andrés creía adivinar. Probablemente, la muchacha se sentiría dolida por el comportamiento que tuvo con ella en aquellos momentos de apuro y angustia por que debió pasar cuando mataron a su padre y disolvieron el Grupo. El hombre que ella quería y en el que debía tener puesta su confianza la dejaba sola con su dolor. Ella ignoraba los motivos que le impulsaron a actuar entonces de aquel modo y, desde su punto de vista, tenía sobrada razón para sentirse ofendida. Pero, ahora, Andrés le hablaría, se lo explicaría todo y le pediría perdón. ¡Fue tan comprensible, tan lógica su actitud! ¡Qué claro lo veía en aquel momento! ¿Acaso no hubiese cumplido debidamente con ella localizándola, para, después de explicarle la situación que se le había planteado con la muerte de su cuñado, darle a entender que, a partir de aquel momento, se debía exclusivamente a su familia? ¡Claro que pudo hacerlo! Y ella no habría quedado en disposición de poder reprocharle jamás nada. ¿Por qué, pues, no procedió así? Muy sencillo: porque sabía, sin formulárselo de palabra, que, de volver a verla, su propósito de renunciar a ella se vendría abajo y, con él, la firme decisión de dedicar todos sus esfuerzos a lo que estimaba su insoslayable y máximo deber. Por eso, precisamente, cerró los ojos y se alejó, dejándola sola en tan tristes circunstancias: porque la quería demasiado y no se sentía con fuerzas… Pues, ¿qué? ¿No ilustraba sobradamente lo anterior su estado de ánimo en aquellos instantes? La situación que entonces no quiso abordar, se la imponía ahora el Destino. ¿Y qué había ocurrido? Él ya no tenía voluntad propia y se sentía barco a la deriva en aquel tempestuoso mar de sentimientos que Libertad había desencadenado con su sola presencia. Recordaba vivamente cada uno de sus gestos y palabras de horas antes y, a veces, al interpretarlos, el pensamiento le llevaba por rutas de desesperación. «No creo que tengas que explicarte conmigo. Todo aquello ya pasó». Pero ¡Dios mío!, si no pasó nunca, si precisamente ahora… ¿O quizá no fue el natural resentimiento lo que le dictó aquellas palabras, y sí, el reconocimiento de este hecho desolador: Libertad ya no le amaba y…? ¡No, no podía ser! Ella…

Cuando, por fin, pudo salir del cuartel, le faltó tiempo para encaminarse a la guardería. Llegó a ella pocos minutos después de las seis. En el patio exterior, pasado el portalón de la tapia que aislaba el recinto frente al edificio, sólo se veían a cuatro chicos de los mayores jugando con una pelota. El sol apenas calentaba ya, y el frío se dejaba sentir. Andrés se dispuso a esperar, tratando de calmar su impaciencia. En último extremo, si Libertad se demoraba, preguntaría por ella. En aquel momento, surgió del interior la mujer con quien había tropezado por la mañana en el pasillo. Les dijo algo a los chicos y, después, se dirigió a él, saludándole con toda desenvoltura. Andrés se limitó a contestar «¡Salud!» y a guardar silencio. Pero a ella no pareció intimidarle mucho su fría actitud, y continuó fijando los ojos en él sin el menor disimulo.

—¿Espera a Libertad?

—Sí —admitió Andrés sorprendido.

—¿Hace tiempo que la conoce?

—Bastante. —Yo la aprecio mucho y creo que se merece que todo el mundo la quiera de veras… como es debido. ¿No le parece?

La mujer le miraba a los ojos y, en aquel instante, Andrés creyó adivinar que el descarado interés que parecía sentir por él, no estaba dictado por la simple curiosidad.

—¡Desde luego! —reconoció, ahora abiertamente.

—Me alegro que piense lo mismo que yo. Mi nombre es Mercedes.

—¡Mucho gusto en conocerla! El mío, Andrés.

—Ya lo sabía.

En aquel momento, Libertad surgió del edificio y la mujer interrumpió la plática para dirigirse a ella, recriminándola por lo poco abrigada que, a su juicio, salía. Estaba claro que, al ponerse el sol, la temperatura descendería y, entonces, se helarían de frío. Lo mejor que podían hacer era darse un paseo y, después, pasarse por la cocina, en donde estarían a las mil maravillas.

Libertad, visiblemente azorada, trataba de acortar el diálogo sin conseguirlo. Por último, la mujer debió estimar cumplida su misión y se despidió de Andrés con un «¡Hasta luego!».

—Es la cocinera de la guardería —le explicó Libertad cuando quedaron a solas—. A veces, parece algo indiscreta y entrometida, pero obra de muy buena fe.

—Así me lo ha parecido. Por lo visto, te aprecia bastante.

—Sí. Ha sido muy buena conmigo.

Se alejaron del edificio, marchando por el camino que bordeaba la abrupta vertiente, por cuyo fondo se deslizaba el Huécar, encajonado entre huertas de un verde neblinoso. En la otra orilla, rocas cortadas a pico alzaban el perfil caprichoso de la vieja ciudad con sus casas, algunas de balcones saledizos, que se asomaban temerariamente al abismo. El sol, recostado ya sobre lejanos y oscuros pilares, doraba las piedras y ponía pinceladas amarillentas en los muros encalados.

Andrés seguía informándole de las circunstancias en que había conocido a la mujer aquella misma mañana, de su descaro que él juzgó impertinente, atribuyéndolo a simple afán de curiosidad, y cómo después… Trataba de atraer a Libertad a un diálogo espontáneo, que la sacase de su ensimismamiento y la hiciese participar sin reservas en una conversación intrascendente, en cierto modo, pero que, después, podía llevarles a abordar otros temas más íntimos que, en aquel momento, no se veía capaz de afrontar serenamente. Pero Libertad guardaba silencio y cuando tenía que responder lo hacía de un modo evasivo, sin mirarle. La situación se le hizo, finalmente, insufrible. Enmudeció y, bruscamente, la cogió del brazo.

—¿Qué te pasa, Libertad? ¿Estás ofendida conmigo?

—No. ¿Por qué? No creo, por otra parte, tener derecho…

—¡Lo tienes desde tu punto de vista! ¡Y es lógico! Yo te quería y cuando ocurrió aquello…

—¡No hablemos de eso ahora, Andrés!

—¡Pues claro que hablaremos! ¡De eso y de todo! ¿A qué crees, entonces, que he venido a verte? A explicarte lo que pasó para que comprendas… o, en último extremo, si después sigues creyendo que procedí mal contigo, para que me perdones. ¡Yo te quería y te quiero, Libertad!

—¡Calla! No es éste ya el momento…

—¡Lo es! ¡No me interrumpas, por favor, y óyeme bien! Yo…

No recordaba ya lo que a continuación le dijo. Probablemente, se trataría de un discurso largo y entrecortado, incoherente en ocasiones, pero, sin duda, convincente. Y sincero, porque no pensaba en nada. Sólo sabía mirarla a ella y, a su conjuro, las palabras surgían de su interior, como un torrente incontenible. Se habían sentado sobre la hierba y él hablaba, hablaba… con la sensación del que se va aliviando paulatinamente de una carga insoportable. Y, al final, todo quedaba aclarado, porque la muchacha lloraba en sus brazos y Andrés le besaba los cabellos, mientras ella le explicaba que su padre no había muerto en la guerra, dando la cara al enemigo, sino asesinado por la espalda, a manos de los mismos que se decían sus compañeros. Los del Centro le prepararon la encerrona, en donde también cayó Silva, que no se separaba de él. Fingieron acceder a sus nobles deseos y, cuando su padre y los demás marcharon confiados al frente, abandonando el Grupo, entonces actuaron por sorpresa, como pistoleros que eran. Ya lo tenían todo muy bien preparado. Se lo había contado, en secreto, un viejo amigo de su padre, que no podía engañarla. Él bien sabía los nombres de los que armaron la vil trampa. ¿Y todo, por qué? Porque su padre era un ser noble y bueno, que aspiraba a vivir en un mundo de libertad, en donde todos los hombres fuesen hermanos, desterradas para siempre la injusticia y la violencia. Por eso sólo le asesinaron, porque se oponía al juego criminal de aquellas gentes, llenas de apetitos inconfesables. También mataron al abuelo Ventura y se llevaron a los detenidos que estaban bajo la generosa custodia de su padre. A ella la tuvieron recluida durante diez días. Cuando la soltaron, el amigo de su padre la ayudó y, después, logró trasladarse a Cuenca, refugiándose en casa de unos parientes. Allí fue donde conoció a Mercedes, la cocinera de la guardería, y, por su mediación, más tarde…

El perfil de la ciudad, salpicado de contadas luces, se silueteaba negro contra el cielo de poniente, que todavía balbuceaba vagas claridades vespertinas. Las sombras habían avanzado silenciosas, espesándose, y ya lo cubrían todo con sus paños negros. Ahora el río sólo era rumor de río y el aire parecía haberse corporeizado, acariciándoles las ardientes pupilas con sus fríos dedos. Un cielo profundo, inmenso, cobraba allá arriba emocionada presencia; un cielo de estrellas palpitantes, vivas. Y Libertad seguía hablando, allí, junto a él, con la mejilla pegada a su pecho. Le decía que ella ya no creía en aquella guerra ni le importaba, porque en los frentes no se luchaba por el mundo mejor a que aspiraba su padre, sino por ambiciones personales y mezquinas; que ella ya no creía en nada. Después guardaba silencio, y Andrés la estrechaba amorosamente entre sus brazos.

—Y en mí, ¿crees?

—Sí, Andrés; en ti, sí.

Y, en la oscuridad, Libertad le ofrecía sus húmedos labios, que él besaba.