XIII

DE AQUELLOS DIEZ DÍAS que siguieron hasta su marcha de Cuenca, sólo guardaba recuerdos de Libertad; mejor dicho, Libertad era quien presidía todos sus recuerdos, el eje sobre el que giraba su mundo de entonces. Centraba su pasión más honda, le daba latido a su sangre. Ahora veía las cosas de modo muy distinto. Por ejemplo: ¡qué absurdos le parecían sus antiguos temores! Además, ¿podía tener algún sentido la vida sin Libertad? No se trataba, desde luego, de que Andrés se hubiese olvidado del sagrado deber que le ligaba a los suyos. ¡Nada de eso! Sólo que, por fin, se daba cuenta de que ambas cosas eran perfectamente compatibles. ¿Sería posible que en alguna ocasión hubiera estado él tan obcecado, como para suponer que la presencia de la muchacha pudiese ser obstáculo…? No lo comprendía. ¿Qué trastornos había acarreado o podría acarrear la nueva situación en relación con sus familiares? Ninguno. Al contrario. Sí, porque Libertad había obrado el milagro de convertirle en otro hombre, con una concepción más amplia y generosa de la vida. Sus antiguos recelos nacían precisamente de su desconfianza ante el mundo y ante sus propias fuerzas. Lo que él juzgaba sacrificio impuesto por viril voluntad, en el fondo no era más que cobardía disfrazada, conciencia de su incapacidad para orillar ciertos obstáculos; en pocas palabras: falta de fe en sí mismo. Cierto que la objetiva proyección de sus vidas en el futuro no ofrecía cristalizaciones seguras e inmediatas, pero ¿qué otra cosa cabía esperar en aquel mundo provisional y revuelto de la guerra? Cuando se cerrase el trágico paréntesis, y la vida volviese a la normalidad, entonces sería el momento indicado de pensar seriamente en el problema; problema que, por otra parte, se solucionaría felizmente, porque el aire estaba cuajado de presagios de ventura y Andrés se sentía con sobradas fuerzas para…

¡Qué dócilmente marchaban entonces pensamiento y voluntad del brazo de sus deseos! Vivía en plena exaltación amorosa y las jornadas cuarteleras, aunque le privasen de estar con Libertad, ya no le eran odiosas, porque se deslizaban en un mundo de ausencia poblado por los mil recuerdos comunes de fechas anteriores y, sobre todo, porque, a su final, le brindaban la maravillosa oportunidad de volver a gozar del milagro de su presencia.

Cuando por las tardes quedaba libre, le faltaba tiempo para encaminarse a la guardería. Cruzaba a paso ligero el puente de San Pablo, rodeaba el antiguo convento y penetraba en el edificio por una puerta trasera que daba paso a las dependencias. En la cálida cocina todo brillaba bajo la viva luz eléctrica de una gran bombilla con pantalla: el suelo de rojas baldosas, el fregadero de mármol blanco, la loza alineada en los estantes de madera, las doradas barras de cobre que circundaban el gran fogón central, en donde ya humeaban ollas y cacerolas… Mercedes, dueña y tirana de aquellos dominios, le daba la bienvenida alzando jovialmente el cazo que solía manejar en tales instantes. «¡Salud, camarada!». Después se dirigía a una de sus esclavas para ordenarle que fuese a avisar a Libertad y, seguidamente, le servía un gran tazón de café con leche, acompañado de sobrado pan, que Andrés no tenía más remedio que ingerir so pena de provocar su ira irrefrenable. «Pues, ¿qué? —le decía—. ¿No son los soldados los que tienen que ganar la guerra? ¡Hay que alimentarlos bien! ¡Tómate eso, camarada!». Y le guiñaba un ojo.

Cuando aparecía Libertad, la colación había concluido y Mercedes les acompañaba hasta el límite de sus dominios, en donde se despedía de ellos, no sin antes extenderse en largas recomendaciones, como si partiesen para un arriesgado viaje a ultramar.

¡Inolvidables paseos ribera arriba, entre árboles y rocas de caprichosas formas, con el Huécar humillado a sus pies! Huían de la ciudad y de las gentes para aislarse en la soledad del campo. Allí el mundo de los dos extendía sus alas, cobrando su justa dimensión, y todo lo demás era polvo vano, ecos de voces ya extinguidas. Vivían horas intemporales hablando del presente, del pasado y del futuro, con la clara sensación de que hoy, ayer y mañana sólo eran sinónimos de una misma cosa: presente maravilloso del que el tiempo inmovilizado les hacía graciosa ofrenda. Lo anecdótico jamás era nimio, porque cobraba categoría trascendental de símbolo, y tan entrañable significación poseían para Andrés las incidencias de su niñez de que le informaba Libertad, como sus confidencias sobre temas más recientes, actuales, o como sus ensoñaciones proyectadas hacia el futuro, porque todo era lo mismo, porque todo hacía referencia inequívoca a la completa dimensión temporal de aquel milagro de carne y espíritu que era la muchacha. Y él la amaba así, entonces: íntegramente.

Con las últimas luces del crepúsculo, se reintegraban a la guardería y en la cocina se dilataba la entrevista hasta que Andrés marchaba al cuartel. Afuera, las noches frías, bajo el manto inacabable del cielo, cobraban una significación solemne, depositarías de un fabuloso secreto, que Andrés creía intuir. Se detenía en medio del alto puente solitario, envuelto en las sombras, y le parecía estar suspendido en el aire, participando de su misma calidad y sutileza. El rumor de las ocultas aguas a sus pies, el intermitente y distante canto del cuco, las luces parpadeantes y lejanas… todo se le ofrecía en la noche como sibilina insinuación de algo mágico, inexpresable. El mundo era inmenso, insondable y, al mismo tiempo, íntimo como un hogar que nunca se apaga.

¡Días de embriaguez amorosa, fuera del prosaico calendario, sin vara temporal para medirlos! ¿Duraban un segundo o cien años? Una pregunta sin sentido. Cierto que, al despertar del ensueño, Andrés experimentaba la viva sensación de que las horas se habían deslizado a una velocidad de vértigo. Pero su impresión era falsa. Ocurría que el reloj del tiempo se ponía de nuevo en marcha. Algo absurdo, imprevisto, que le llenaba de sobresalto. Caía súbitamente de un mundo en otro, y por eso se preguntaba atónito: «Pero ¿será posible? ¿Ya…?». Ésta fue su instintiva reacción cuando una mañana le dijeron en el cuartel que, pasadas dos fechas, se subirían de nuevo a los camiones, abandonando la ciudad; un hecho completamente previsible, que no podía ignorar.

Aquella tarde, acudió a la guardería en un estado de ánimo muy distinto al de fechas anteriores. Trató de disimular, pero Libertad debió hacerse cargo inmediato de su cambio de humor, porque, en cuanto se alejaron del edificio, le preguntó, en el tono de quien está seguro de no equivocarse.

—¿Qué ha ocurrido, Andrés?

—Nada —rió él—. Bueno, quiero decir nada que no estuviese previsto.

—¿Os marcháis ya?

—Eso se rumorea, aunque oficialmente nada nos han dicho todavía. En compensación, mañana nos dejan todo el día libre. ¿No es magnífico?

—¿Y cuándo os vais?

—¡No lo sé a punto fijo! Ya te digo que, por ahora, sólo se trata de rumores. Se habla de pasado mañana, pero lo mismo podría ser dentro de una semana o de más. Nada es seguro.

Libertad bajó la cabeza y guardó un obstinado silencio, mientras seguía caminando a su lado. Andrés la cogió del brazo.

—Bueno, no creo que proceda hacer una tragedia de un hecho tan natural como…

—¡Odio esta guerra! —le interrumpió ella con súbita exaltación—. ¿Por qué tienes tú que marchar? ¿Por qué…?

—¿Quieres no ser una chiquilla y considerar razonablemente las cosas? Por otra parte, debes admitir que precisamente gracias a esta guerra nos hemos conocido y vuelto a encontrar. ¿Es así o no?

—Bueno, pero ahora… No sé cómo decirlo, pero sé que tengo razón. Tú tampoco quieres marchar, ¿verdad?

—¡Naturalmente! Nada me liga a esta gente ni a sus ideales, y por mi gusto me cruzaría de brazos mientras ellos solos se rompían la crisma, pero tengo que aceptar lo inevitable y procuro hacerlo del mejor ánimo posible. Me parece que es la única postura razonable. ¿Ves tú, acaso, otra solución? Porque el desesperarse es tonto, no conduce a ninguna parte.

—Es que yo creo que sí podrías… ¡Escúchame bien, Andrés! Lo he pensado últimamente y creo que sería lo mejor: ¿Por qué no te escondes? ¡Mira!, sé de un sitio en donde no podrían encontrarte nunca, una casa de labor aislada en el campo. Conozco a los que viven allí, son parientes míos, y estoy segura de que si yo…

—¡Tonterías! Hacer eso no entra en mi carácter y, además, yo no puedo aguardar indefinidamente a que termine la guerra, desligado por completo de mi familia. No saquemos las cosas de quicio, ni hagamos una montaña de un grano de arena. Cuando llegue el momento, nos separaremos porque no hay otro remedio, pero sin que esto suponga la menor tragedia, y sí un hecho corriente, por el que pasan infinidad de personas. ¿Acaso no volveré a tu lado a la primera oportunidad? ¿Dudas…?

—¡No, Andrés, no es eso!… Es que tengo miedo. Tenía a mi padre y lo mataron y, ahora, tú…

Rompió a llorar con desconsuelo y Andrés trató de llevar la calma a su ánimo, entonces, sin discursos razonables, con los infinitos recursos y embelesos que el amor brinda a los amantes. Al final, Libertad parecía haberse recobrado y hablaba con animación y alegría de la fabulosa jornada que les aguardaba. ¡Todo un día para ellos dos solos! Estaba segura de conseguir autorización de la directora. Ella misma se encargaría de preparar la comida. Irían a la «Torca de la Novia», un lugar agreste y hermosísimo cerca de Palomera. Saldrían muy temprano y, así, podrían llegar a él a las nueve y media lo más tarde. Después…

La fecha, en sus imaginaciones, se dilataba hasta adquirir proporciones inacabables.

Cuando de regreso, se despidieron en la guardería para volverse a encontrar a las siete de la mañana siguiente, los floridos ojos de Libertad le envolvieron íntegramente en una claridad radiante, inédita.

—¡Hasta mañana, amor mío!

* * *

El día nació azul, sin una nube.

Aquella tarde, en la íntima soledad del campo, Libertad se le entregó con absoluta renuncia de su cuerpo y de su ánima. «¡Soy tuya!», le dijo ofreciéndosele. Y Andrés la poseyó. Él no había conocido antes mujer, ni ella, varón.