VII

LA GUARDABA EN EL BOLSILLO derecho de la gabardina. Allí estaba también su mano dándole vueltas y más vueltas, mientras caminaba aprisa y de un modo mecánico. Era la llave. Su cerebro, ligado directamente con las sensaciones táctiles, captaba los mensajes que los dedos le transmitían sin interrupción. El recuerdo visual era nulo. No recordaba ya cómo podría ser aquella llave. Pero ahora sus dedos se la describían minuciosamente: una ligera llave de aluminio con tres dientes, el intermedio más corto, entre las muescas en escalón; el anillo de la empuñadura, oval, liso, salvo en su parte interior, donde se apreciaba un diminuto reborde agudo y raspante. Era la única imperfección. ¡No! Al comienzo del corto cañón, en la moldura sobre la que se asentaba el anillo, el índice descubría otro afilado saliente que también raspaba. Ya no se observaban más anomalías. El resto de la llave se ofrecía liso, perfectamente liso y las yemas se deslizaban con entera suavidad. Bien. No había más mensajes que transmitir. Se cortaba la comunicación.

Frenó súbitamente la marcha. Pisaba la plataforma del «Metro» de Lesseps, bajo la marquesina, y, en el bolsillo, su mano apretaba crispadamente la llave de aluminio. ¡Cuánta estupidez! Tenía que desprenderse de la llave, tirándola por la boca de alguna alcantarilla o… Claro está, que había tiempo de sobra para ello y que lo más urgente… ¿Qué sería lo más urgente? Nadie en aquella situación suya podría saberlo. Ella quedaba allí, muerta sobre el sofá, con la luz encendida. Teóricamente, en tales casos, parece muy sencillo trazarse la línea de conducta más apropiada, prescindiendo de todo cuanto se revele accesorio, marginal. En teoría, sí; pero en la práctica… No podía evitar el asalto de la obsesionante imagen: la veía, la veía inmóvil sobre el sofá, en medio de un silencio impresionante, irrevocablemente sola y con la luz encendida. ¿Por qué no la habría apagado antes de salir del piso? Quizá, de haberlo hecho, el recuerdo ahora fuese muy otro. Y pudo hacerlo, incluso la apagó momentáneamente, sólo que…

Acababa de descubrir la llave del portal en una alacena de la cocina junto con otra plana y diminuta, perteneciente, sin duda, a la puerta del piso. Las comparó con las que ya había encontrado en el bolso, sujetas a un llavero, y comprobó que se correspondían exactamente con dos de ellas. Esto le dio la seguridad de ser aquélla la que buscaba, la del portal de la calle. Abandonó las restantes piezas sobre la mesa y salió al pasillo. Una vez en el vestíbulo, encendió la lámpara del techo y se puso la gabardina. Después, volvió sobre sus pasos para apagar la luz de la cocina. Fue al pisar de nuevo el pasillo y dirigir una mirada a su fondo, cuando se dio cuenta de que la puerta del saloncito, permanecía abierta y de que la claridad interior, Filtrándose por la rendija al pie de la gruesa cortina, dibujaba una franja luminosa sobre el suelo encerado. Se dijo que tenía que cerrar aquella puerta y avanzó por el estrecho corredor; pero, al llegar junto a ella, se olvidó estúpidamente de su propósito y alzó la cortina para inmovilizarse durante un buen rato, sosteniéndola, mientras paseaba la mirada por el saloncito. No pensaba nada por cuenta propia y alguien le dictaba las ideas, que su cerebro reproducía mecánicamente. El alma suspensa pendía de los ojos, que captaban las imágenes con una precisión física asombrosa. Veía objetos, detalles en los que no había reparado antes y que, en aquel momento, cobraban la vaga significación de testigos insospechados que ya estaban allí cuando él… Ahora, se mantenían mudos e inmóviles, velando el sueño de la muerta. ¡Pero el retrato!… ¡Aquella muchacha, no; aquella muchacha hacía burlas de algo…! «¡Cubre el cuadro, tápalo con una tela negra!»… Era absurdo lo que le decían. Y, entonces, apagaba la luz. Pero no tenía tiempo de retirar el dedo del interruptor, porque, inesperadamente, sonaba un timbre y, espantado, volvía a encenderla. Silencio. Dudaba de haber oído aquel timbrazo. Tal vez hubiese sonado en algún otro piso o fuese una figuración suya. Dejaba caer la cortina y cerraba la puerta.

Así había ocurrido exactamente. Ahora, la luz seguiría encendida y aquella maldita del retrato… Pero ¡al diablo! Estaba perdiendo el tiempo como un estúpido. ¿Qué hacía allí parado?

Reanudó la marcha y embocó la calle Mayor de Gracia, solitaria aquellas horas y escasamente iluminada. Un nuevo pensamiento punzó en su ánimo; se había dejado olvidado el pañuelo en el saloncito. Ignoraba en qué sitio exactamente. Recordaba haberlo sacado del bolsillo superior de la americana para humedecerlo con el agua de la botella y aplicárselo a la sien. Después, el recuerdo del pañuelo se le perdía en la memoria. Lo incuestionable era que no lo llevaba consigo y que, en aquel instante, estaría en algún ignorado rincón del piso. ¡Qué imbécil! Nada podría hacerse ya. Cuando descendía en el ascensor ya se dio cuenta del hecho y estuvo registrándose todos los bolsillos sin encontrarlo. En el espejo, su imagen repetía los rápidos movimientos de las manos hundiéndose repetidamente en uno y otro bolsillo. La visión le dio clara conciencia de su vivo nerviosismo y se inmovilizó, tratando de serenarse. Incluso se atrevió a encararse con aquel Andrés del cristal y decirle: «Lo hemos dejado arriba». La imagen le miró de un modo extraño; parecía tener vida propia y él bajó los ojos y se volvió de espaldas. Entonces, experimentó una sensación extrañísima y disparatada: que la imagen no se había girado y que permanecía de cara a él, con los ojos clavados en su nuca. Algo absurdo, desde luego. De todas formas, ya no osó dirigir la mirada al espejo y, cuando llegó a la planta baja, salió del ascensor sin volver la cabeza. Le serenó verse en el solitario y amplio vestíbulo y pensar que ni a la entrada ni a la salida de la casa se había tropezado con nadie. Después, en la calle, cuando terminaba de cerrar la cancela, surgió el taxi. Esperaba que pasase de largo y se inmovilizó de espaldas. Pero, impensadamente, el coche paró al borde de la acera, justamente frente al portal. Unos instantes de verdadera angustia. Los viajeros serían, sin duda, vecinos de la casa que, al verle salir de ella sin conocerle, quedarían extrañados y se fijarían en él. Por fortuna, se trataba de una falsa alarma. El taxi aparecía detenido, ante otro portal de la acera de enfrente. Guardó la llave en la gabardina y echó a andar aprisa, calle abajo, antes de que los ocupantes pudiesen abandonar el vehículo.

Y, ahora, volvía al recuerdo del maldito pañuelo. Claro que no tenía sus iniciales. Lo había adquirido en una tienda de la calle Aribau. Media docena. Unos pañuelos blancos, de hilo. Se acordaba muy bien de lo que le dijo el dependiente: «¿Desea que le borden las iniciales? Podemos…». «No, no —atajó él—. Me los llevaré así mismo». Bien. Un simple pañuelo de hilo blanco nunca puede ser indicio muy revelador. Los hay a millares y… ¡Dios mío!…

La súbita idea le inmovilizó por breves segundos. Al reanudar la marcha, penetró en el ensanche de la calle, bastante mejor iluminado, y cruzó la calzada para ganar la acera izquierda. ¿Cómo no se le había ocurrido pensarlo antes? Lo del pañuelo no tenía la menor importancia al lado de aquello. Resultaba que en el piso ya habían quedado sobradas e inequívocas señales de su paso por él: las famosas huellas dactilares, especialmente en la botella y en la copa, objetos, según parece, ideales para poner de relieve las impresiones de los dedos. Así se leía en todas las novelas de detectives.

Se echó a reír; una risa mecánica e interior, exteriorizada a través de una leve contracción de los labios. ¿Qué relación podían guardar aquellas tonterías imaginadas con la realidad que acababa de vivir, que estaba viviendo? Además, de haber pensado en lo de las huellas cuando todavía se hallaba en el piso, ¿se habría molestado en destruirlas? ¡Claro que no! ¿Acaso se podía perder el tiempo con aquellas estupideces cuando eran otras cosas mucho más importantes las que…? Por ejemplo: ella quedaba allí, con la luz encendida. Esto era lo que debió haber evitado y seguramente ahora… Claro que… ¡Al demonio con todo! Tenía que pensar con frialdad, sin dejarse llevar de su impresiones anormales. Bueno, por lo pronto, lo de las ridiculas huellas no tenía la importancia decisiva que había creído en un principio. Únicamente los profesionales del delito caen en esa trampa: las suyas no estaban registradas y como nadie le había visto entrar ni salir… Bien. Por otra parte, no podía sentirse culpable de lo ocurrido, porque en ningún momento entró en sus cálculos llegar a aquel desenlace. ¡Qué cosa más absurda y disparatada! Pero así era la vida. Ya tenía sobradas experiencias para saber a qué atenerse. Sólo que todavía parecían estarle reservadas algunas sorpresas más en este sentido. Lo de su hermana, por ejemplo ¿Sería posible…? En aquel momento, Elena estaría en su piso y…

El pensamiento obró como un milagroso reactivo aventando de su ánimo todas las restantes ideas y sensaciones. ¡Por fin, sabía lo que tenía que hacer!

Apretó el paso. Al llegar a la Diagonal, se desvió hacia la izquierda y avanzó decididamente hasta la siguiente esquina. Conocía aquel bar-restaurante por haber cenado en él algunas veces y le constaba que el teléfono estaba instalado en una cabina. Penetró en el establecimiento. Unos cuantos parroquianos charlaban, sentados a las mesas. En la barra, sólo se veía a una pareja ocasional. La chica, que mojaba sus labios en una copa de Pippermint, se le quedó mirando. Sin duda la conocía, si bien no recordaba de qué.

—¿Me da una ficha? La encargada le entregó lo solicitado y Andrés se introdujo en la estrecha cabina, cerrando la puerta. Consultó la guía telefónica y cuando localizó el número que buscaba, hizo girar el disco. La señal de llamada zumbó repetidamente en su oído. Descolgaron el auricular.

—¡Diga!

—¿La señorita Elena?

—Ya está acostada. ¿De parte de quién?

—Su hermano. ¡Dígale que se levante!

Pasaron unos segundos. Consultó el reloj por primera vez: las once y media. En aquel instante, alguien volvió a coger el auricular, al otro lado de la línea.

—¿Elena?

—Ahora mismo viene, señorito. Se está levantando.

—Muy bien.

Momentos después escuchaba, por fin, la voz de su hermana:

—¿Eres tú, Andrés?

—Sí. ¿Estáis solas en la casa o hay alguien más?

—Pues… estamos nosotras, como siempre.

—¡Ya sabes lo que quiero decir! Necesito hablar contigo ahora mismo. ¿Puedo ir al piso?

—¡Claro que sí! ¿Es qué ocurre algo?

—¡Ya lo sabrás! Cojo un taxi y dentro de unos minutos estoy ahí. ¡Hasta ahora!

—Pero…

Le colgó el auricular y salió de la cabina. La chica sentada a la barra reía a carcajadas, de un modo falso, con notoria exageración.