II

NO LE DEFRAUDÓ Pablo Segura. El matrimonio se celebró tres meses más tarde y los recién casados, después de un corto viaje de novios, se instalaron en el piso de Alcántara.

La familia sufrió un visible cambio, y mejoró en todos los aspectos. Su cuñado se hizo cargo de las riendas de la casa, gobernándola con tacto insuperable. Andrés se admiraba del trato cordial que parecía presidir las relaciones de suegra y yerno. No lo comprendía. Por parte de su madre, el hecho no le producía la menor extrañeza. Era lógico que el nuevo género de vida, al mejorar su carácter, la impulsase a mirar con simpatía al personaje que había provocado aquel cambio afortunado. Pero la actitud de Pablo, recordando las palabras que le oyera sobre ella la noche de la entrevista, le llenaba de pasmo. Discurrió que tal vez, en aquella ocasión, Pablo se hubiese valido de una sutil estratagema para ganarle la partida, aludiendo sibilinamente a peligros que no existían. Al fin y al cabo, su madre, como tantas otras, aunque no pasase de ser una mujer vulgar, inconscientemente egoísta e incomprensiva en cuantos asuntos rebasasen su estrecha área mental, no era de malos sentimientos y quería decididamente a sus hijos. Sí; tal vez Pablo se valiese entonces de aquel ardid para acabar con su resistencia a la boda. Un procedimiento no muy limpio en otras circunstancias, pero sobradamente justificado en aquella ocasión por los nobles propósitos que con él perseguía. Porque de una cosa, sobre todo, no dudaba Andrés: de la nobleza y honradez de su cuñado, un hombre admirable por todos conceptos.

En su trato con él, Pablo se conducía como un perfecto camarada y jamás hubo entre ellos el menor roce. A poco de instalarse en la casa, su cuñado le sugirió que dejase la compañía de seguros para reanudar los estudios. Andrés se negó a ello.

—Es algo que redundará en bien de todos —le dijo Pablo—. El dinero que te pagan ahí, ahora no nos hace ninguna falta. Podrás terminar la carrera y labrarte un porvenir mejor, del que luego, si fuese necesario, nos beneficiaríamos todos.

—No opino yo así. He entrado con buen pie en la casa, me gusta el trabajo y estoy seguro de que haré en ella mejor carrera que cogiendo de nuevo los libros.

—¿Lo crees así, sinceramente?

—Sí.

—No se hable, pues, más del asunto.

En el fondo, Andrés no estaba convencido de haber expuesto su sincero parecer y quizás influyera en su actitud la consideración de tener que depender en el futuro exclusivamente de Pablo, como ocurría con su madre y con Elena. Un pensamiento que no quería confesarse, porque con su cuñado, aquel orgullo —cualquier orgullo— resultaba estúpido.

Una de las primeras cosas que hizo Andrés en la nueva situación, fue escribirle a su tío Enrique para informarle de la mudanza experimentada, darle las gracias por su generosa ayuda y decirle que suspendiese el envío de las doscientas pesetas mensuales, ya que no les hacían falta. Le anunciaba que se hacía responsable de las dos mil ochocientas pesetas hasta entonces recibidas, cantidad que le pagaría en pequeñas entregas periódicas, sin que por ello considerase cancelado su eterno agradecimiento por él.

La respuesta vino en forma de un imprevisto giro de cuatro mil setecientas pesetas y de la misiva que daba cuenta de él acompañada de otra, ésta de su difunto padre, fechada dieciocho meses atrás, que decía así:

Madrid, 20 de abril de 1932.

Querido hermano Enrique: Cojo la pluma con el ánimo que podrás suponer para comunicarte una noticia muy desagradable: los médicos me han desahuciado. Yo ya me sospechaba algo grave y así te lo comuniqué. Hace cuatro días que mis temores han quedado confirmados y sobradamente, como podrás ver. Después del análisis, el médico a quien me decidí a visitar me dijo que mi enfermedad requería especiales cuidados, y que por eso deseaba hablar con algún familiar mío. Supuse, entonces, que se trataría de algo muy grave que no querría confesar al mismo enfermo. Yo le insté a que lo hiciese, explicándole que tenía que saberlo, porque era un padre de familia que, puesto en lo peor, tendría que dar ciertos pasos en beneficio de los suyos. Entonces me lo confesó. Padezco de leucemia perniciosa, una enfermedad de la sangre mortal de necesidad. Puedo durar tres, cuatro, cinco o seis meses; tal vez menos. He visitado a un especialista, que me ha repetido exactamente lo mismo. No quiero hacer consideraciones sobre mi situación, ni éste sería el momento más oportuno. Dios sabrá lo que hace y por qué lo hace. Tengo algún dinero ahorrado. Lo he sacado del Banco y me quedo con lo que estimo suficiente para el curso de mi enfermedad. Lo restante te lo envío. Son siete mil quinientas pesetas. Si algo de esa cantidad me hiciese falta, ya te lo comunicaría. De no ser así, después de mi fallecimiento, envíale a mi familia doscientas pesetas todos los meses como si fuese una espontánea ayuda tuya, hasta agotar la suma. No quiero dejar ese dinero en manos de mi mujer. Lo administraría mal. Tampoco puedo entregárselo a mi hijo sin despertar los naturales recelos en la madre. Además, Andrés es muy joven. Por eso te lo envío a ti, en la seguridad de que cumplirás fielmente mi deseo. A mi hijo le he conseguido un empleo en una compañía de seguros y Elena es muy probable que encuentre trabajo —así me lo han prometido—. Con lo que ellos ganen y los cuarenta duros que les envíes, podrán vivir todos hasta que el panorama mejore y Andrés se abra camino, cosa que espero, porque tengo fe en mi hijo y porque así debe ser. Mantente en contacto con ellos y si los ves en alguna situación crítica, ayúdalos en la medida de tus recursos que, por desgracia, me consta que no son muy sobrados. Como comprenderás, trato de arreglar la situación en que queda mi familia del modo que juzgo mejor, dadas las circunstancias, y estoy seguro de que seguirás mis instrucciones al pie de la letra. Y, ahora… a esperar. Un abrazo de tu hermano,

JUAN

La carta de su tío Enrique, después de aludir a los hechos consignados en la anterior, les felicitaba por el cambio habido «en vista de lo cual, me decido a giraros lo que resta de las 7500 pesetas que me envió mi difunto hermano, considerando que mi misión ha terminado y que sus deseos de que alcanzaseis una mejor posición ya se han cumplido…».

Como es lógico, la inesperada derivación que tuvo el asunto, emocionó grandemente a Andrés y tuvo la virtud de reavivar en su pecho la honda devoción que guardaba por el padre muerto. Por eso se indignó ante la insensata reacción de la madre:

—Nos ha tenido más de un año pasando miserias, pudiendo…

—¡Cállate! ¡No tolero que hables así de papá!

—¡Tampoco tolero yo que se me insulte! ¿Por qué no confió en mí ese dinero? ¿Acaso soy una loca, una derrochadora que no…?

Andrés salió del comedor, sin querer escuchar más. Hervía de indignación.

* * *

Fuera de algún otro esporádico incidente como el anterior, revelador, en todo caso, de las inevitables discrepancias de caracteres tan corrientes, incluso en el seno de las familias mejor avenidas, la vida en común se deslizaba con entera normalidad.

Andrés se dio cuenta en seguida de que a Elena le halagaban los elogios al esposo, sobre todo cuando éstos procedían de labios de la madre o de los suyos. «Pablo es muy bueno», solía decir. Indudablemente lo quería y lo admiraba, y aquello significaba a los ojos de Andrés muchísimo más que el atolondrado enamoramiento que hubiese podido experimentar por el tópico galán guapo y distinguido.

La pareja tuvo su primer hijo al año justo de la boda y, a requerimientos de Elena, se le puso el nombre de Andrés. El segundo, Pablo, vio la luz en enero del 36, o sea unos cinco meses antes de estallar la guerra. Por cierto que ésta le cogió a Andrés completamente desprevenido. No la esperaba. Nunca consiguió ver la tormenta que, por entonces, se cernía agorera por todo el país. Consideraba la política como un juego de engañabobos, en donde todo se reducía a armar mucho ruido para recreo de las masas de incautos que aspiraban a ciertas absurdas reivindicaciones de tipo social, religioso, o de la índole que fuere. Fantasías colectivas de las que se aprovechaban los avisados dirigentes, con miras exclusivamente egoístas. Para Andrés, las aspiraciones de un hombre sólo podían satisfacerse y legitimarse mediante el puro esfuerzo individual, y únicamente a la gran masa, formada por fracasados e impotentes, podía encandilar aquel espejuelo de la acción colectiva. Creía tontamente que vivía en un mundo normal y que los peligros anunciados sólo eran fantasmas inexistentes, agitados con miras interesadas, por los eternos vividores políticos de uno y otro bando.

Aquella idea peregrina y pueril no se le fue fácilmente de la cabeza y, cuando el 18 de julio estalló la tormenta, Andrés estaba convencido de que las algaradas sólo durarían unos cuantos días, el tiempo justo que tardasen en armonizar ciertos intereses los personajes que mantenían todos los hilos en sus manos.

Pero el curso de los acontecimientos le fue abriendo los ojos.

Andrés, que jamás había estado afiliado a ninguna organización política ni sindical, tuvo que solicitar su ingreso en la CNT para no perder su empleo; mejor dicho, su sueldo, ya que el trabajo quedó interrumpido en la compañía desde las primeras fechas. Hasta avanzado el mes de agosto, su contribución a la guerra se redujo a ir todos los días a la oficina y cambiar impresiones con sus ociosos compañeros, sin que el Comité les ordenase mover un solo dedo, tarea nada embarazosa, pero sí aburrida en extremo.

Pablo tuvo que pasar por apuros mucho más graves y, en principio, su incierta suerte llevó el desasosiego a toda la familia.

Los obreros de la agencia de transportes, en donde trabajaba, se apresuraron a incautarse del negocio, en ausencia del dueño, a quien, por suerte para él, sorprendió el estallido de la contienda en la otra zona. Pero quedaba Pablo, brazo derecho del patrón, como cabeza visible. Por fortuna, aunque no estuviese afiliado a ningún partido de izquierdas —bien es verdad, que tampoco pertenecía a bando alguno de derechas—, Pablo jamás se había recatado en proclamar sus simpatías por la República. Esta circunstancia, unida al convencimiento que la mayoría guardaba de su honradez y espíritu de justicia, lo libraron de los primeros golpes. De todas formas, subsistía el peligro de que ciertos elementos indeseables de la casa, a quienes Pablo había sancionado justamente por algunas inmoralidades cometidas, intentasen, aprovechándose de la turbulenta situación, tomarse una ruin venganza.

El panorama se aclaró decididamente con la intervención de Lorenzo Sellés, un antiguo subordinado suyo, personaje que, debido a su condición de viejo afiliado al partido socialista y a su habilidad maniobrera, destacó pronto en la nueva situación.

Sellés se erigió en su ardiente defensor, limó todas las asperezas y consiguió, incluso, que Pablo continuase en su puesto.

De un modo nominal, claro está, porque la agencia dejó de funcionar como tal, al ser requisados todos los vehículos y pasar sus locales y oficinas a poder del Sindicato del Transporte. Pablo quedó en la situación del oscuro afiliado —Sellés consiguió también que ingresase en la UGT—, sin más misión que trabajar eventualmente en lo que se le ordenara. Sellés le seguía ayudando, y su cuñado no se cansaba de proclamar su agradecimiento por aquel hombre a quien, hasta entonces, no había sabido apreciar debidamente. Pablo era un hombre sufrido y, aunque, como es lógico, no le agradase mucho su nueva situación, se sacrificaba de buen grado, con la mirada puesta en Elena y en sus hijos. Al fin y al cabo, nada irreparable le había ocurrido y tarde o temprano se disiparía definitivamente la tormenta.