XV

NO ES CIERTO que la perspectiva que da el paso de los años nos sirva para enjuiciar de modo más objetivo acontecimientos de nuestro pasado. El tiempo únicamente se encarga de cicatrizar las heridas. Pero cuando la llaga se ha cerrado y no duele, el problema ya no es el mismo. Ni nosotros, que ahora juzgamos con frialdad, «serenamente». En realidad, seguimos siendo tan subjetivos como antes, sólo que hemos cambiado; la vida nos ha cambiado.

Esto, exactamente, le había ocurrido a Andrés. Ahora, al cabo de dos años, creía ver las cosas más claras. Lo que no conseguía era identificarse con su estado de ánimo a raíz del triste episodio de aquella noche en el piso de Alcántara. Eso sí, creía estar en situación de analizar los ocultos móviles que, entonces, le impulsaron a una actuación que alguien podía haber juzgado, a simple vista, desproporcionada en cierto modo a la causa. Los había, y sobradamente. ¡Qué mundo más absurdo se había forjado! Todo en él se le aparecía diáfano, en un equilibrio perfecto, y nada era superfluo, porque hasta el menor detalle poseía una significación inequívoca encajado en el conjunto: la muerte de su padre, que le señalaba el camino del deber, despertando en su pecho clara conciencia de su responsabilidad ante la vida; el ejemplo de su cuñado y, sobre todo, el de su amigo Castro, que sabía sacrificarse íntegramente por un ideal y que le salvaba de morir, como diciéndole: «Huye. Tu misión es otra», palabras que más tarde quedaban confirmadas al perderse el papel. Finalmente, el encuentro con Libertad y su entrega, plena de sentido, que despertaba en Andrés aquella misma fe que la muchacha había depositado en él puesta ahora en Dios.

Nada podía fallar en aquel mundo sólido, inconmovible. Y de pronto… El golpe con que la realidad echó pie por tierra aquel mundo suyo ilusorio y entrañable, fue tan imprevisto y brutal, que no pudo reflexionar y, cegado por el dolor, obró como un autómata, inconscientemente. Cuando siete días más tarde de su desdichada escapada a Madrid, la 70 División, trasladada precipitadamente al frente de Teruel, tomaba parte en la batalla de Alfambra, tratando de hundirse en cuña por el flanco izquierdo del Cuerpo de Ejército Marroquí en dirección a Vivel del Río, Andrés se pasaba a los nacionales; mejor dicho, rehusaba unirse a los que ya se retiraban, sin conciencia exacta de su acto.

La disparatada contraofensiva se quebró apenas iniciada. La eficaz acción de la artillería nacional y, más tarde, el nutrido fuego cruzado de las máquinas, estratégicamente emplazadas, dieron al traste con la intentona. Al cursarse la orden de retirada, las baterías nacionales abrieron de nuevo el fuego a sus espaldas, como si hubiesen adivinado la intención del enemigo de renunciar a la empresa, iniciando el repliegue. Andrés ya estaba harto. Encontró un buen refugio al amparo de unas rocas, y decidió permanecer allí escondido, simplemente para no volver a correr el estúpido riesgo de tener que traspasar otra vez aquella endemoniada barrera de fuego de la artillería. Fue después, al verse solo, cuando decidió pasarse, haciéndolo así con las primeras luces del día.

Le enviaron a la retaguardia, en calidad de prisionero, hasta que alguien lo avalase. En aquellos días de aislamiento pasados en Daroca y, más tarde, en Zaragoza adonde le trasladaron, tuvo sobrado tiempo de reflexionar sobre la procedencia del paso dado. Quedaba plenamente justificado a sus ojos, salvo en un punto. Nada le ligaba ya a la zona que había abandonado; los ideales de aquellas gentes nunca habían sido los suyos y su familia había muerto para él, pero quedaba Libertad, un despojo del naufragio. Tal vez no había procedido debidamente con ella. Se asombraba de no haber pensado hasta entonces en la muchacha. Bien es verdad que, en aquellos terribles días que siguieron a su regreso de la capital, su pensamiento andaba de continuo obsesionado con la escena sorprendida aquella noche en el piso. Le bailaba constantemente en la cabeza, mientras algún demonio interior iba seleccionándole detalles que se revelaban cada vez más odiosos, o refrescando su memoria con pormenores increíbles pero ciertos, de los que no creía haberse dado cuenta entonces, y que contribuían a ahondar más y más aquel abismo infranqueable que de súbito le había separado de los suyos: la vil insistencia de las dos mujeres en pretender engañarle hasta el último instante con la burda comedia; el traslado de las dos cunas al dormitorio de la madre, con todo lo que ello sugería de premeditación canallesca y de pláticas desvergonzadas; la ocultación del retrato de Pablo que, desde su muerte, Elena misma había dispuesto sobre su mesilla de noche como para que presidiese su sueño de viuda inconsolable (ahora, recordaba perfectamente que aquella noche la fotografía de su cuñado ya no estaba allí; la habían escondido, retirándola de la mesilla, y el gesto no revelaba delicadeza o pudor, sino clara conciencia de la vileza que preparaban y que no dudaron en cometer); la nauseabunda reacción de la madre pretendiendo justificarse a sí misma y a su hija con el argumento de los niños, aquellas mismas inocentes criaturas sobre las que no vacilaban en arrojar la mancha del deshonor…

Estas y otras consideraciones semejantes cercaban constantemente su cerebro sin dejar el menor resquicio por donde pudiera deslizarse cualquier otro pensamiento.

Cuando ya en la zona nacional pensó en Libertad, la situación no admitía rectificaciones; el paso ya estaba dado. Sí; posiblemente no había procedido bien con la muchacha. Ta, vez debió comunicar con ella para informarle, en cierto modo, de lo sucedido; por lo menos, de sus posibles intenciones… Pero no pudo hacerlo. La realidad fue que no pensó en Libertad o que, si lo hizo su ánimo no estaba para apreciar debidamente la procedencia de tal medida. En cierto aspecto, Libertad no dejaba también de ser parte integrante de aquel mundo suyo que de súbito se había derrumbado. Ahora, aquella Libertad era otra distinta; cuando menos, Andrés no podía considerarla ya con los mismos ojos que habían visto en su madre y hermana a dos seres dignos de sacrificarse por ellos. Cierto que nada podía reprocharle en principio, que todo parecía indicar que Libertad le amaba decididamente y que era digna de la máxima consideración, pero también lo había creído así de los suyos y… En fin; la experiencia se había encargado de despojarle de la venda, y él ya no podía contemplar al mundo y a sus gentes con la ciega confianza de antes. Había sido la lección demasiado dura para no aprovecharla en previsión de futuros desengaños.

Hasta mediados de marzo, no consiguió resolver su enojosa situación. Finalmente, gracias a la intervención de un antiguo condiscípulo suyo, pudo verse en la calle, pero estaba en edad militar y en seguida tuvo que ingresar en filas. En aquella ocasión no le importó. Al contrario: ¿a qué otra cosa mejor podía aspirar entonces? El ambiente de la guerra en los frentes, cuajado de peligros y de incertidumbres, le brindaba un tono de vida completamente provisional que le placía en sus nuevas circunstancias. La responsabilidad recaía sobre sus jefes y él sólo tenía que preocuparse en librar el pellejo y pasárselo lo mejor posible. El mañana era tan problemático que no valía la pena de pensar en él. Además, ¿qué podía brindarle el mañana? Un tema carente, por otra parte, del menor interés.

Aquellos cuatro años que pasó en filas con los nacionales, hasta que lo licenciaron a mediados del 1942, fueron cerrando las dolorosas heridas cuajando, a la vez, su nuevo carácter. Un largo período de tiempo, azaroso, sin duda alguna, sobre todo, mientras duró la contienda. Y, sin embargo, poco era lo que tenía que contar; mejor dicho, lo que, a su juicio, merecía la pena de contarse. El anecdotario apenas destacaba su relieve sobre aquel fondo de apatía afectiva, que daba la tónica entonces a su existir.

Nada fuera de lo cotidiano lograba interesarle. ¿Acaso no era la vida puro disparate, algo así como el sueño de un borracho o de un demente? Sensación que, por otra parte, quedaba abonada ante el espectáculo que la guerra le brindaba como combatiente de primera línea.

Del mismo modo que nuestro oído está hecho para registrar sensaciones auditivas hasta determinado punto máximo en la escala de las vibraciones, permaneciendo sordo una vez traspasado este límite, así nuestra capacidad emotiva tiene sus fronteras, rebasadas las cuales queda en suspenso, se embota. Enfrentada a las grandes catástrofes como la guerra, la estimativa humana se revela insuficiente. Es muy limitada la capacidad de comprensión sentimental del hombres; es muy limitada su capacidad de sufrimiento. Llegado a un punto extremo, su ánima se acoraza de insensibilidad y ya no reacciona en armonía con acontecimientos que, por escapar a su comprensión, juzga caprichosos. Ahora, el hombre sólo es juguete en manos del loco azar. Así, al menos, se ve él.

Así se veía entonces Andrés. ¿Qué podían, pues, significar en su existencia aquellos terribles tres meses que pasó con su unidad en la batalla del Ebro? Peligros, azares, que, una vez salvados, no dejaban huellas y que no valía la pena de rememorar, fichas frías traspapeladas en el archivo de su memoria. Incluso apenas lograba identificarse con el Andrés Lozano que caía herido, a poco de incorporarse, en el sector de Tremp, la misma noche que los rojos iniciaban la ofensiva contra la zona de Balaguer, en mayo de 1938.

Por el contrario, hechos que para nada le habían afectado personalmente y que, considerados de modo objetivo, parecían carecer de importancia, se destacaban con acusado relieve entre sus recuerdos. Se acordaba muy bien de aquel zagal de quince años de la Ginebrosa, que se jugaba la vida por una cabra y que, al morir, sólo pensaba en lo que diría su padre, como si el mundo todo girase en torno de aquella perdida cabra. Incidente no menos disparatado que la aventura del taciturno Solórzano, ejemplar soldado de su compañía, propuesto para una recompensa, que, para asombro general, desertaba, pasándose una noche al enemigo, simplemente porque el día anterior alguien le había birlado medio queso que guardaba en su mochila, según informaba en la nota que dejaba escrita al abandonar el puesto de guardia y que terminaba así: «… y me c… en la p… madre del que me robó el queso. ¡Viva la República!».

Estos y otros episodios semejantes eran los que solían acudir a su memoria cuando trataba de evocar aquel año de su vida en las trincheras. Tal vez porque se revelaban absurdos, ilógicos como la vida misma.