XVI
TERMINADA LA GUERRA, se le brindaron otras experiencias, ahora de índole más placentera, aunque no menos aleccionadoras. En Murcia, donde estuvo destinada su unidad durante los diez primeros meses, tuvo un sabroso lío con una tal Esperanza, sugestiva y apasionada dama. Se acordaba perfectamente de ella. Fue la primera vez que comprendió con toda claridad el decisivo papel que en las relaciones eróticas juega el cálculo y la premeditación. Los sentimientos amorosos no nacen al conjuro de otros semejantes, porque se pueden fingir, sin que nuestra bella oponente se percate del juego. Todo el secreto estriba en que nuestra presencia física agrade o no. Las mujeres siempre están dispuestas a «sacrificarse» por el hombre que les gusta, aunque después se revele como un perfecto canalla. No importa. En estas cuestiones las mujeres carecen de dignidad y no sienten muchos escrúpulos si se trata de satisfacer sus caprichos amorosos o, en otro sentido, cuando vislumbran ciertas ventajas materiales en la partida que les brinda el varón. Eso sí, exigen un bonito decorado para que la edificante escena pueda representarse debidamente, y que, en el reparto, se les asigne el papel de víctimas, a fin de poder hacer gala de su reconocido y desvergonzado patetismo.
¡Inefable Esperanza! La perdió de vista en febrero del 40, fecha por la que su unidad marchó de Murcia para incorporarse a la guarnición de Valencia. En esta última ciudad residió durante los dos años y medio siguientes, hasta que lo licenciaron.
Cuando a mediados del 42 abandonó el cuartel, las perspectivas que se abrían ante su nueva etapa civil no eran muy claras. No se amilanó. Nada tenía que perder, estaba en plena juventud y aquellos cuatro años de vida castrense le habían convertido en un individuo audaz y despreocupado.
Se vino a Barcelona en donde nadie le conocía, intuyendo, además, que la capital catalana sería campo propicio para sus andanzas. No se equivocó. Su calidad de excombatiente le proporcionó el primer y único empleo efectivo que tuvo. Cuando menos, así aparecía sobre el papel. Se trataba de llevar la contabilidad de una fábrica de mazapán para obrar, abierta recientemente en unos bajos de la calle Mallorca, por un excautivo, don José Ortell. En realidad, el calificativo de fábrica le venía demasiado ancho a aquel reducido local, en donde sólo se veían unas mesas, dos máquinas de picar almendra, una mezcladora y media docena de cubos. Como es lógico, el personal guardaba sabia proporción con el volumen del negocio. Andrés solo cubría toda la plantilla de oficinas y el elemento obrero estaba integrado por dos dignos ciudadanos, uno de ellos mutilado de la pierna derecha y el otro sin merma física alguna, pero con un alma consciente que se negaba a darle al cuerpo otro trabajo que no fuese la tranquilidad y el reposo, completándose tan eficiente y nutrido personal con Gálvez, corredor de la fábrica y esquelético personaje, cuya única desgracia consistía en no conseguir poner jamás de acuerdo a su hambre, siempre espléndida, con su precario bolsillo, circunstancia que le impelía a comerse bonitamente las muestras de mazapán cuantas veces salía por la plaza a ofrecer el artículo. Bien es verdad que el hombre sólo adoptó la heroica y nutritiva medida como supremo recurso, una vez vista y comprobada la unánime repulsa que entre el gremio de confiteros barceloneses despertaba aquel diabólico mazapán, en donde el boniato se erigía en despótico dictador desplazando casi por completo de la mezcla al azúcar y a la almendra. En resumen y dicho de un modo llano: que nadie entendía qué clase de negocio podía ser aquél para, sin vender nada, poder permitirse el lujo de pagar religiosamente los jornales del mutilado y del contemplativo, el sueldo de Andrés y los boniatos que se comía Gálvez, quien, como trabajaba a comisión y no vendía nada, a lo último tenía que conformarse con el yantar. Andrés lo comprendió en seguida y el misterio dejó de ser tal, para convertirse en un episodio más dentro de la nueva picaresca surgida en la posguerra. La «fábrica» venía a ser la tapadera oficial que justificaba la concesión y empleo de un suculento cupo de azúcar, que Abastos suministraba a precio de tasa al avisado señor Ortell, y que éste vendía, más tarde, de estraperlo, ganándose muy saneadas pesetas. Naturalmente, el señor Ortell, entusiasmado sinceramente con el asunto, era el primer interesado en que el tinglado de la supuesta fábrica no se viniese abajo, y colmaba de atenciones a aquel personal de pega a quien pagaba puntualmente sin exigirle nada. Incluso, terminó por retirar de la circulación pública a Gálvez, asignándole una cantidad mensual que, junto con lo que el hombre seguía cobrándose en especie, casi llegó a cubrir sus necesidades.
A lo último, Andrés se limitaba a pasarse por el local de Mallorca una hora al día, por las mañanas. Pura fórmula.
Como disponía, entonces, de sobrado tiempo trató de sacar algún provecho de él. Además, intuía que, tarde o temprano, alguien terminaría por tirar de la manta, dando en tierra con el sucio negocio. Ante tal eventualidad, se revelaba de elemental prudencia tantear otros resortes, con vista a ponerse a salvo del posible riesgo que representaría quedarse de pronto en la santa calle, sin asidero a donde cogerse. Pensó lógicamente en un nuevo empleo. Incluso, proyectó abandonar su puesto de la «fábrica» en cuanto se presentase la posibilidad de canjearlo por otro no tan cómodo, desde luego, pero sí más seguro. Por otra parte, aunque ya no se veía asaltado por los tontos puritanismos de antaño, no podía evitar la instintiva desazón que le producía recibir de manos del señor Ortell aquel dinero que no ganaba en modo alguno, aun comprendiendo que el hombre se lo regalaba de buen grado y por pura conveniencia.
Llevó a cabo diversas gestiones, sin conseguir el menor resultado concreto. Finalmente, encontró algo mucho mejor que un nuevo empleo y abandonó definitivamente la idea: Se dedicó a actuar de intermediario en el estraperlo de tejidos. La coyuntura se la proporcionó una tal Chelo, muchacha de vida poco ejemplar que había conocido en la pensión de Aribau, en donde ingenuamente se metió a poco de su llegada a Barcelona. La dueña, una dama cuarentona, todavía de buen ver, se llamaba Nuria Solá, y era una más entre las incontables viudas de ese fantástico y consabido militar de alta graduación. La casa estaba instalada de un modo confortable, demasiado confortablemente para lo que Andrés podía pagar. Eso creía él. Pero resultó que, al informarse la señora Solá de su condición de excombatiente nacional, experimentó tan honda y patriótica emoción que inmediatamente le fijó unas condiciones que Andrés no se esperaba y que, como es lógico, aceptó encantado. Fue más tarde cuando puso en cuarentena el altruismo de la dama, justamente al percatarse de que la señora Solá se le insinuaba con fines muy poco patrióticos. Pensó, entonces, en marcharse a otro sitio, pero, después, se encogió de hombros y siguió en su papel de ingenuo, sin darse por enterado del juego. Mientras la buena señora no pasase de las insinuaciones, no renunciaría a la bicoca que representaba pagar la mitad que los demás huéspedes, gozando de los máximos privilegios.
La equívoca situación tuvo un final ruidoso e inesperado con la intervención de la mencionada Chelo. Llevaba hospedada más de un año en la pensión y era una chica joven, poseedora de un físico detonante que le proporcionaba pingües rendimientos a pesar de su palmaria tontería. Trabajaba de animadora en una boîte, aunque la mayoría de sus ingresos no procediesen de la boîte. Chelo debió darse cuenta del sufrimiento que en el maduro corazón de la señora Solá despertaba el espectáculo de un Andrés esquivo y, entonces, tuvo una reacción muy femenina: se solidarizó con la desventurada y decidió ayudarle en la conquista del engreído varón, pero cargando desprendida e íntegramente con todos los riesgos de la empresa. Una conmovedora actitud. A tal fin, una madrugada, de regreso de la boîte y con la excusa de pedirle un cigarrillo, penetró en el dormitorio de Andrés, en donde, seguidamente, puso en juego su reconocida y eficaz estrategia. En aquella ocasión, Andrés, batido en todos los terrenos, no tuvo inconveniente en reconocer su derrota, logrando Chelo, de esta forma, alcanzar cuantos objetivos ansiaba infructuosamente la señora Solá, sin que ésta tuviese que molestarse para nada. Lo malo fue que la señora Solá no debió entender así el problema y, cuando cinco días más tarde, sorprendió a los amantes en íntimo coloquio, les armó un escándalo que fue sonado. A la mañana siguiente, Andrés abandonaba la pensión y perdía de vista a las dos mujeres.
Cuando unos cinco meses más tarde volvió a tropezarse casualmente en la calle con Chelo, ésta dio señales de una viva alegría y Andrés, que no tenía nada que hacer, estuvo charlando con ella.
Chelo le informó de su nueva vida. Ahora ya no trabajaba de animadora en la boîte. La había retirado un tal don Enrique Blanes, almacenista de tejidos de la calle Consejo de Ciento, con el sano propósito de que le animase a él solo. A tal fin, le había puesto un piso muy coquetón en la calle Muntaner, comprándole vestidos, zapatos, abrigos y unas cuantas alhajas bastante valiosas —Chelo las llevaba encima y se las mostró con orgullo—, amén de pasarle una cantidad mensual nada despreciable. «¡Vamos! —resumió Chelo—, que me tiene como una reina».
Naturalmente, la chica se había reformado por completo y le guardaba a su amigo una absoluta y conmovedora fidelidad. ¡Era tan bueno! Precisamente, aquella noche su Quique se veía obligado a acompañar a su mujer e hijas al Liceo y no iría por el piso, coyuntura que Andrés podría aprovechar para comprobar lo admirablemente instalada que la tenía. Tomarían café, pondrían la radio y charlarían como dos viejos amigos. Nada más, porque ahora ella…, etc.
Andrés intuyó un programa bastante más ameno y acudió a la cita. En efecto, aquella noche, el coñac en colaboración con la diabólica melodía que surgía de la radio tiernamente cantada por Machín —«¡Bésame, bésame mucho…!»—, minaron de tal modo su voluntad, que Chelo terminó por hacerle a su Quique una faena bastante fea en beneficio sólo de Andrés. Bueno, la realidad era que la desgracia se había cebado en la chica. Cierto que el almacenista se portaba con ella de un modo excelente y que Chelo le estaba muy agradecida, pero la muchacha no podía poner sordina a los románticos anhelos de su corazón, anhelos que su Quique no satisfacía en absoluto, debido tal vez a que le triplicaba en edad y casi en peso. ¡Oh!, ¿por qué no sería su Quique como Andrés? ¡Qué felicidad, entonces! Pero así era la vida para los tiernos corazones como el suyo: un amargo valle de lágrimas, un inacabable calvario de decepciones, «un fandango», come resumía ella con pintoresco grafismo.
Por las mejillas de la chica resbalaban lágrimas auténticas, y Andrés calculó que habría ingerido demasiado coñac. De todas formas, como la encontraba preciosa, no tuvo inconveniente en mitigar su pena, y la consoló valiéndose de argumentos muy poco metafísicos, pero altamente eficaces, a juzgar por el espectáculo que, media hora más tarde, ofrecía la muchacha dormida ya, con una tenue sonrisa a flor de labios.
A partir de entonces se convirtió en asiduo visitante del pisito de Muntaner, siempre, claro esté, en ausencia del almacenista, y las noches que el digno señor no se pasaba por allí, Andrés le sustituía de buen grado para que la chica no se quedase sola. Por aquellos días fue precisamente cuando trataba, en vano, de encontrar otro puesto más seguro que el de la «fábrica». Cierta noche se le ocurrió una feliz idea, y le habló a Chelo a fin de que ésta se dirigiese a su Quique en solicitud de ayuda para un supuesto tío Suyo que lo pasaba bastante mal y a quien ella quería mucho. ¿Por qué no le daba a su tío alguna pieza de sábanas o de pana, por ejemplo, a fin de que el hombre se ganase unas pesetas? Desde luego, su tío le liquidaría puntualmente y él nada perdería con hacerle aquel favor, que Chelo le agradecería muchísimo.
Todo salió a pedir de boca, incluso mejor de lo que había supuesto Andrés. Chelo supo pulsar con habilidad en la sensibilidad del señor Blanes, quien se avino a ayudar de aquella forma a su pariente. Sólo impuso una condición: quería conocerlo y hablar personalmente con él. Entonces, Andrés, que ya había pensado en aquella eventualidad, recurrió a Gálvez como el personaje más indicado para desempeñar el papel de tío de Chelo.
La emocionante entrevista tuvo lugar a la tarde siguiente en el piso de Muntaner. A la vista de Gálvez, los recelos del señor Blanes se disiparon por completo, y el hombre no vaciló en brindarle ayuda a aquel personaje con aspecto de náufrago que no podía despertar sospechas de ser otra cosa que lo que le había dicho la muchacha. Declaró que él mismo se encargaría de remitirle el género al piso de su sobrina, fijándose unos precios de favor. Cuando le liquidase las telas —el negocio era el negocio—, le haría entrega de una nueva remesa. En fin, ahora todo dependía de él y, desde luego, si sabía ser activo y se portaba honradamente, podía mandar al diablo las preocupaciones, porque ya no le faltaría en el futuro su generoso apoyo. Gálvez, según Chelo, estuvo genial y se despidió de ellos llorando de emoción después de besar en la frente a su «sobrina».
A partir de entonces los asuntos le fueron viento en popa. Al poco tiempo, Andrés se había convertido en una activa ruedecilla dentro de aquel complicado engranaje del estraperlo de tejidos y se ganaba excelentes comisiones. Como es lógico, seguía cultivando la equívoca amistad de Chelo, a pesar de que ya se sentía hastiado de ella. Ahora sus entusiasmos eróticos se centraban en Lola Zárate, una chica vasca, de soberbia figura, que conoció por intermedio de su amante. Lo de siempre: Lola se consideró obligada a birlarle a Chelo aquel novio tan guapo de que presumía, con el humanitario designio de hacerle la vida más amena a su amiga, proporcionándole sabrosas emociones. Andrés se percató en seguida del juego y aceptó encantado porque, en realidad, Lola le gustaba. La vasca era una mujer espléndida, «de bandera», según decían los técnicos. Vivía en un magnífico piso de la Diagonal y de sus cuantiosos gastos se hacía cargo el amigo de turno, un acreditado fabricante de cocinas a gas, don Claudio Terol.
Por razones bien comprensibles, a Andrés no le interesaba romper en aquel momento con Chelo y aceptó la sugestiva partida que le brindaba la vasca, en la creencia de que aquélla no se enteraría de nada. Pero no contaba con Lola, quien, por lo visto, fue la primera interesada en que la agradable noticia llegase cuanto antes a oídos de la cuitada.
Cuando Chelo se informó de lo que ocurría, creyó enloquecer de celos y de rabia, y le hizo a Andrés una escena francamente desagradable, conminándole a romper toda relación con aquella puerca, so pena de no volver a ver un metro más de tela de su Quique. Andrés, que ya estaba harto, llevado del acaloramiento, no logró dominarse y la mandó al diablo, rompiendo con ella violentamente. Fue más tarde cuando se percató de la imprudencia cometida, al considerar que el saneado negocio de los tejidos había volado para siempre. Y todo por culpa de aquella víbora de Lola que…
Horas más tarde se entrevistaba con la vasca en su piso de la Diagonal. En aquella ocasión, Andrés no se manifestó muy amable. Le recriminó su conducta y la mujer, en vez de reconocer los hechos, se puso a chillarle hecha una furia. Tan arbitraria conducta terminó por exasperarle y, arrastrado por la furia, le sentó la mano sin el menor escrúpulo. Algo prodigioso e inesperado: la demoníaca Lola se transformó de súbito en gimiente Magdalena y cuando Andrés intentó dejarla, marchándose a la calle, se le abalanzó como una loca, abrazándose frenéticamente a sus pantalones, toda llorosa y desmelenada. Una escena digna del más grotesco melodrama. A Andrés se le pasó el mojo y rompió a reír, mientras trataba de zafarse de sus garras. Pero, después, aquella grosera exaltación de hembra elemental repercutió en su fisiología y se quedó.
Su liaison con Lola le fue de gran provecho y gracias a ella pudo encarrilar los pasos por una nueva ruta, siempre dentro del laberinto ilegal del estraperlo. Ahora fue el señor Terol quien le prestó su valioso apoyo. En esta ocasión no hubo necesidad de recurrir al subterfugio de Gálvez. En manos de Lola, el fabricante era un perrillo faldero. Le habló de Andrés como de un primo suyo y se lo presentó con todo descaro. Naturalmente, el señor Terol debió darse inmediata cuenta de que el mozo no tenía la menor cara de primo, pero su amante ejercía un extraño dominio sobre él y aceptó la comedia.
El hombre había montado un bonito y sucio tinglado al amparo de un taller y almacén de maquinaria de su propiedad sito en la Gran Vía, junto a la Monumental. Sólo tenía que llenar una hoja impresa solicitando determinada cantidad de material para, al cabo de un tiempo prudencial, verlo entrar en su almacén. Cierto que otros industriales similares de la plaza también recurrían a este trámite sin que jamás les llegase ni un miserable clavo. Pero es que el señor Terol contaba con excelentes amigos. En Madrid, un desprendido sujeto se desvivía por sellar las solicitudes del señor Terol con esta sugestiva leyenda: «Urgente. Sírvase», y en el Norte ciertos ciudadanos introducidos en las fábricas ponían a contribución toda su diligencia para que la consigna se cumpliese a rajatabla, siempre, claro está, que en la casilla correspondiente al destinatario figurase el apellido Terol. De esta forma, el afortunado personaje conseguía meter en su almacén importantes partidas de planchas, fleje, redondo, ángulo, etc., codiciado material que su equipo de intermediarios le vendía al triple y al cuádruple de su coste.
Andrés entró a formar parte de este selecto grupo de comisionistas que corrían clandestinamente los hierros del señor Terol por la plaza.
A los dos meses se sabía la papeleta de corrido y contaba con una clientela bastante numerosa y, lo que era más importante, de toda confianza. Por esta época fue precisamente cuando se descubrió el chanchullo de la fábrica de mazapán. Las autoridades clausuraron el local de Mallorca, imponiendo además una fuerte multa a su propietario, el señor Ortell, que quedaba obligado a seguir pagando los jornales de sus obreros hasta que la situación se resolviese definitivamente. Andrés renunció a la bicoca y se despidió. Sus ganancias como intermediario en el estraperlo de hierros eran lo bastante considerables como para permitirle aquel gesto de desprendimiento. Además, se había ganado la confianza del señor Terol. Éste le propuso enviarle, como su representante, al Norte, a fin de tratar de orillar ciertas resistencias surgidas a última hora que dificultaban la recepción de material con la regularidad deseada. Tal vez también interviniese en su decisión el deseo de alejarle de Lola, de quien cada vez se sentía más chiflado. Andrés aceptó sin el menor titubeo. Es más, a la muchacha le dijo que emprendía el viaje por motivos particulares, con el exclusivo designio de ahorrarle quebraderos de cabeza a su jefe, y éste, aunque nada le dijo, debió agradecerle la fineza.
Ocho meses duró su estancia en el Norte. Fue una época de pingües rendimientos. Las irregularidades en los envíos de material se debían a la clásica cadena de intermediarios que tendía a encarecer considerablemente los precios de origen. Cada uno de los distintos eslabones pretendía alzarse con un buen pellizco y, en estas condiciones, los fabricantes preferían servir a clientes más directos, quienes, como es lógico, estaban en situación de brindarles un mayor margen económico.
Andrés supo actuar con habilidad y diligencia sumas, pulsando los oportunos resortes hasta lograr eliminar a los inútiles intermediarios que con sus exageradas exigencias dificultaban las negociaciones. De este modo, logró, no sólo regularizar de nuevo los envíos, sino incluso incrementarlos y, ahora, con un margen de beneficios mayor aún. Como es natural, Andrés se asignó el excedente conseguido gracias a su gestión, a título de legítima ganancia, sin que, al enterarse, su jefe opusiera el menor reparo.
Cuando volvió de Bilbao, continuó trabajando para el señor Terol, ahora en una situación de privilegio, porque el hombre le estaba doblemente agradecido. En primer lugar, su actuación en el Norte le había satisfecho plenamente y, en segundo, Andrés había tenido la delicadeza de romper toda relación con su «prima», a quien ni se dignó anunciarle el regreso del largo viaje. Cierto que la deserción de Andrés del piso de la Diagonal había repercutido sensiblemente en la economía privada del señor Terol, porque, a raíz de ella, su amante se mostró más exigente que nunca, pero una cosa compensaba sobradamente a la otra.
En realidad, el sacrificio de Andrés en este sentido fue mínimo. Comprendió claramente que le interesaba mucho más la amistad del señor Terol que los apasionamientos de la vasca y cortó por lo sano no volviéndola a ver.
Al mes escaso tenía una nueva amiga, con la ventaja de que ésta no dependía de nadie. Se llamaba Cecilia Boscán y era propietaria de una vistosa y acreditada perfumería de la Rambla de Cataluña; una hembra de buen ver, no tan llamativa, desde luego, como la Lola de marras, pero bastante más civilizada y de espíritu mucho más selecto, por lo menos en su exteriorización pública. Sí, porque en la intimidad, despojada del falso barniz, la perfumista se le reveló llena de las mismas groseras apetencias. Es más, a la larga, Andrés llegó a estimar que su conducta resultaba todavía más inmoral. Por lo menos Chelo y la Lola se conducían espontáneamente y no aspiraban a engañar a nadie que tuviese dos ojos en la cara. Sabían a qué atenerse respecto de su reputación. El juego de Celia se le reveló más hipócrita. La perfumista no admitía que se la catalogase como lo que era: una cualquiera. ¡Ah, no, no! Ella era una mujer todo espíritu, apasionada de la buena música y lectora insaciable de las obras de Somerset Maugham, Lajos Zilahy, Vicky Baum… y demás escogidos novelistas especializados en describir el mundo elegante y cosmopolita, en donde, naturalmente, los prejuicios vulgares carecen de validez. Cierto que las damas y caballeros de este distinguido y acotado recinto terminaban por hacer las porquerías ya consabidas y al alcance del más grosero de los mortales, pero ¡qué diferencia! Celia, por ejemplo, podía brindarle su lecho a un sugestivo galán sin que aquel paso significase el menor desdoro para su persona, por la simple razón de que como se trataba de una mujer muy espiritual, sus actos no podían medirse por el rasero común. Al contrario, tal actitud ponía de relieve la independencia de su carácter y la total ausencia de tontos prejuicios, cualidades ambas que le permitían dar cumplida satisfacción a sus inefables inquietudes anímicas.
Andrés la escuchaba como quien oye llover y se limitaba a colmar sus anhelos espirituales de un modo bastante prosaico, pero a los dos meses ya se sentía harto y, cuando por fin se decidió a romper con ella, no tuvo inconveniente en dar expresión verbal a la opinión que le merecía, calificándola de vulgar pendón. Naturalmente, la grosera apreciación provocó en la sensitiva dama la reacción pertinente, y Andrés la dejó debatiéndose en medio de un espectacular ataque de nervios. Lo extraño fue que, pasadas dos fechas, la perfumista volvió a telefonearle. Andrés no dio señales de asombrarse mucho y ordenó que le comunicasen que no estaba en casa; mejor dicho, que no se molestase en telefonear otra vez porque probablemente ya no estaría más allí.
A partir de entonces renunció a ataduras más o menos temporales, contentándose con las simples aventurillas esporádicas que le pedía el cuerpo, problema éste que se reveló de facilísima solución porque, aparte de que su economía privada le permitía ahora llevar un tren de vida bastante lujoso, su prestigio de amante tierno y comprensivo había experimentado un auge considerable e insospechado dentro del selecto círculo de las entretenidas y similares, que consumían sus ocios por elegantes bares y salones de fiestas de la ciudad. Algo muy simple, que ya no dependió de él. Lo mismo que el estallido de un polvorín provoca, por simpatía, la explosión de otro cercano, así la caída en sus brazos de determinada beldad originaba, por pura ley mecánica, el consecutivo desfallecimiento de cada una de las restantes beldades ligadas a la primera por entrañables lazos de amistad.
De este modo la oferta superó bien pronto a la demanda y Andrés no tuvo más remedio que mostrarse exigente, rechazando a veces magníficas proposiciones, como ocurrió en el caso de «Nena Clavel», figura destacada, institución mejor dicho, en aquel mundillo equívoco de las casquivanas barcelonesas de categoría. La antigua bailarina arrastraba la admiración de los hombres a quienes encandilaba con su presencia física y, sobre todo, con su bien ganado prestigio de hembra cara. Las mujeres, sus competidoras, trataban de disimular la envidia que sentían y hablaban de ella con manifiesta inquina. Le reprochaban su avidez de dinero, que la impelía a deshacerse de sus amantes una vez esquilmados, sin el menor escrúpulo. Por otra parte, saltaba a la vista que «Nena Clavel» había rebasado la cuarentena y que su inquietante rostro de ojos verdes mostraba ya los signos característicos de la decadencia. Lo malo era que los hombres no parecían reparar en estos detalles.
Últimamente, «Nena Clavel» distraía los ocios del mayor de los hermanos Núñez —acaudalados y conocidísimos fabricantes de tejidos de Sabadell— y todas las noches se la podía ver, en compañía de su rico amante, alternando en uno u otro local de diversión, entre los más distinguidos de la ciudad.
De haberse deslizado los acontecimientos por sus cauces normales, probablemente Andrés hubiese accedido de buen grado a satisfacer el capricho de la dama, sobre todo pensando en las ventajas materiales que ello podría reportarle. Pero «Nena Clavel» no era una mujer vulgar y, por lo visto, no entraba en sus cálculos insinuarse en público con nadie, tal vez por el deseo de mantener incólume su cimentada fama de mujer inaccesible a cualquier varón que no contase con un espléndido crédito bancario. Además, era notorio y tradicional que «Nena Clavel» siempre había sabido mantenerse fiel al acaudalado protector de turno, sin que, en este sentido, se le hubiese podido reprochar jamás nada.
La realidad era que «Nena Clavel» poseía un cerebro frío y calculador, que le dictaba la conveniencia de guardar las formas y tratar de satisfacer sus devaneos eróticos dentro del mayor sigilo, evitando toda publicidad. A tal fin, contaba con un pisito muy cuco y privado en la Avenida de la República Argentina, ignorado por completo para sus amantes oficiales y, sobre todo, disponía incondicionalmente de los relevantes servicios de Concha la Gaditana, antigua y esforzada guerrillera, que, una vez en la reserva, se reveló consumada y discretísima celestina.
Andrés ya conocía a la Gaditana, por haber tenido ciertos contactos con ella cuando corría con los tejidos del señor Blanes. Era una vieja sinuosa y muy lista, popularísima entre las damas de vivir más o menos equívoco. Su círculo predilecto lo formaban las entretenidas de alto copete, a quienes surtía de los artículos más diversos a precios muy razonables. Pero su especialidad consistía en correr las joyas procedentes de las desdichadas en peligro de inminente naufragio, que solía ofrecer a sus colegas más afortunadas, que navegaban a toda vela. La mujer cobraba su saneada comisión y ambas partes le quedaban muy agradecidas, porque, en realidad, en estos asuntos era la discreción personificada y jamás defraudaba a nadie.
Andrés no tenía noticias de otras actividades de «La Gaditana» y, menos aún, podía imaginarse que mantuviese estrechas relaciones con «Nena Clavel». A ésta, naturalmente, la conocía; era figura principalísima en su ambiente y muchas veces se había tropezado con ella y con su amante en las boîtes y demás lugares de recreo, pero sin que jamás hubiesen cambiado la menor palabra.
Una mañana, Concha le citó para hablarle de cierto asunto importantísimo y Andrés, intrigado, acudió puntualmente al lugar convenido. Después de muchos rodeos y circunloquios, la mujer le informó del negocio, pero sin aclararle quién podría ser aquella misteriosa y bellísima dama que deseaba sostener con él un tierno y reservado coloquio en su piso. A Andrés le hizo gracia la proposición. Además, la vieja consiguió intrigarle aún más. ¿Quién diablos sería la casquivana? De todas formas, se negó a la propuesta.
—Yo no me alquilo, Concha —le dijo—. Si alguna mujer me gusta, entonces, bien.
—¡Te gustaría muchísimo, hijo! Estoy segura.
—No, no. Antes tengo que conocerla.
—¡Pero si la conoces de sobra! Si te dijese quién es, saltarías de contento.
—Puesto que tan segura está, dígamelo entonces.
Finalmente, soltó el nombre. Era «Nena Clavel». Andrés, que no se lo esperaba en absoluto, quedó sorprendido, pero, después, se sintió irritado ante la refinada comedia de aquella mujer con quien se había tropezado infinidad de veces en los lugares públicos más diversos sin que jamás… Además, le molestó el despliegue de aquel lujo de precauciones digno de la más encopetada señora y la seguridad que «Nena Clavel» parecía tener en su incondicional aceptación.
—¿Qué me contestas, hijo?
—Dígale a esa… señora, que cuando me encapriche con ella hablaremos; que, por ahora, no interesa.
Como es lógico, la respuesta debió sentarle a «Nena Clavel» como un sinapismo, que era precisamente lo que Andrés buscaba. Sin propósito alguno ulterior, desde luego; sólo por el simple placer de bajarle los humos a aquella vulgar entretenida con pujos de grandezas.
A partir de entonces, siempre que se tropezaba con ella en algún local, la miraba descaradamente, sonriendo con burla, sin que la mujer acusase jamás la menor reacción. Un juego el suyo refinado, sibilino. Sí, porque a raíz de su primera negativa, «La Gaditana» había vuelto a la carga varias veces más, con la insensata pretensión de que Andrés telefonease a determinado número para tratar de desagraviar a la dama. La iniciativa, según Concha, no había partido de «Nena Clavel», sino de ella misma, en la seguridad de que su señora aceptaría las excusas y le otorgaría su preciosa amistad, de la que, si era listo, Andrés podría sacar considerables ventajas materiales.
La última vez que la celestina trató de engatusarlo, Andrés, que ya estaba harto del irritante juego, la mandó al diablo, diciéndole que no volviese a importunarle más, porque, de otro modo, se dirigiría sin más rodeos al señor Núñez, para informarle debidamente de la conducta de su querida.
Precisamente, aquella misma noche coincidió por pura casualidad con la popular pareja en el guardarropa de «Río», a la salida del espectáculo. Andrés se volvió de espaldas para colocarse el abrigo y «Nena Clavel», creyendo que no la vería, clavó sus ojos en él. Un indiscreto espejo la delató y, por fin, pudo Andrés darse el gusto de leer en aquellos ojos reflejados en el cristal todo el impotente odio que acumulaba su turbio corazón de hembra despechada. Rompió a reír y cogió del brazo a su acompañante ocasional, una de las muchachas que actuaban en el espectáculo del popular salón nocturno.
—¡Vámonos, chica, que aquí corremos peligro! —comentó en voz alta.
A partir de entonces, se acabaron los visiteos de «La Gaditana» y «Nena Clavel» continuó en su impasible y altivo papel, sin volver a brindarle ninguna muestra más de su inquina. Era evidente que la mujer tenía su carácter y que sabía sujetarse muy bien los nervios. Al poco tiempo, el incidente quedaba relegado al olvido, y Andrés dejaba de soliviantar a la dama con sus mudas insolencias.