VIII
TODO SE ARREGLÓ del mejor modo posible. Después de la muerte de Pablo y de la disolución del Grupo, el panorama se dibujaba muy poco halagüeño. Andrés ignoraba cómo podrían seguir adelante. Sellés fue, a lo último, quien se encargó de solucionarles el angustioso problema. Un hombre admirable, según pensaba Andrés.
A raíz de la desgracia de su cuñado, Sellés se les ofreció incondicionalmente. Por su mediación, se encontraron las inyecciones para los chicos, después del repetido fracaso de Andrés, en su incesante búsqueda por las agotadas farmacias. Gracias a aquellas inyecciones, se salvó el mayor, que ya estaba bastante grave. Sellés se pasaba todas las tardes por el piso para animar a las mujeres y llevarles lo que hiciese falta. Una ayuda temporal, que Andrés le agradecía de todo corazón, pero que no procedía que siguiese, so pena de convertirse en descarado abuso. Andrés esperaba, una vez reintegrado al Grupo, que la situación quedase, en cierto modo, normalizada. Por eso, la noticia del último e inesperado acontecimiento le anonadó.
Aquella tarde, cuando volvió de la calle, Sellés estaba en el piso, sentado en el comedor, de charla con las mujeres. Le saludó y tomó asiento, participando en la conversación general, sin aludir para nada a la desagradable nueva. No quería angustiar a su madre y hermana más de lo que ya estaban. Por lo menos, no les diría nada hasta vislumbrar alguna posible salida a la inquietante situación. Tal vez aquella misma noche se le ocurriese algo que…
Al cabo de unos diez minutos, el visitante anunció que tenía que marcharse y se despidió de las mujeres. Andrés lo acompañó hasta la puerta del piso.
—Bueno; parece que las cosas se van arreglando —le dijo Sellés—. A su hermana la veo bastante más animada y, por lo visto, lo del chico ya carece de peligro. ¿Piensa volver mañana al trabajo?
—No creo que pueda hacerlo —sonrió Andrés y, como Sellés le mirase interrogativamente a los ojos, continuó—: No he querido decirles nada a ellas, pero la realidad es que me he quedado sin trabajo.
—¿Qué ha ocurrido?
—Es algo largo de contar y no quisiera…
—¡Acompáñeme! Hablaremos afuera.
Una vez en la calle, Andrés le detalló lo que había pasado.
—Como comprenderá —le dijo al terminar—, el panorama no es muy alegre. Tenemos algún dinero que ha dejado mi cuñado, pero en esta situación, cuando casi nada de lo necesario se puede comprar, de poco nos va a servir. Necesito encontrar alguna ocupación que nos pueda sacar del atolladero y, ahora, no veo la solución.
—No se preocupe, Andrés. Mi mayor deseo es ayudarle y, por fortuna, puedo hacerlo.
—Usted ya ha hecho demasiado y le estamos infinitamente agradecidos. Es a mí a quien le corresponde resolver esta papeleta.
—¿Y qué podrá usted hacer ahora? No sea tonto y déjelo en mis manos. Le aseguro que esto no significa para mí el menor sacrificio. Tengo medios sobrados a mi alcance y experimentaría una gran satisfacción…
—¡No, no, Sellés! Y le ruego que no tome mi actitud por orgullo mal entendido. Usted se ha comportado con nosotros de un modo tan desprendido, que sólo puede despertar nuestro incondicional agradecimiento. Se trata de otra cosa. Me conozco lo suficiente para saber que no podría soportar verme, en esta situación, mano sobre mano. Necesito hacer algo positivo que me justifique… No sé cómo explicárselo.
—Lo entiendo perfectamente, y creo que he encontrado la solución. Pásese mañana temprano por el Sindicato y arreglaremos el asunto.
—Pero…
—¿Supongo que querrá ayudar a su familia y que no rehusará una oferta de trabajo que puedan hacerle?
—Discúlpeme. Y muchas gracias, Sellés.
* * *
Cinco días más tarde entraba a trabajar en el Sindicato. Sellés se encargó de orillar todas las dificultades, avalando con su firma su solicitud de ingreso en la UGT. De este modo, no le fue difícil reclamarlo. Más tarde, por consejo también de su protector, se dio de alta como miembro de las Juventudes Socialistas.
Hasta mediados de octubre, pudo librarse de ir al frente, panorama que, como es lógico, no le seducía en absoluto. Finalmente, la situación se hizo insostenible y no tuvo otro remedio que ingresar como «voluntario» en una de las nuevas unidades organizadas por las Juventudes. La militarización con carácter obligatorio se venía encima y, en aquellas circunstancias, era preferible asegurarse ciertas ventajas, antes de que fuese demasiado tarde; por ejemplo, el suministro que, periódicamente y en su ausencia, podría retirar Elena de la Cooperativa del Sindicato. Por lo demás, no estaría mucho tiempo separado de sus familiares. Visto el desarrollo de la contienda, Andrés estaba convencido de que el final de ésta no se haría esperar; cuando menos, que los nacionales entrarían muy pronto en Madrid. Ya procuraría el quedarse en la capital, con su familia. En el peor de los casos, desertaría, pasándose al otro lado.
Como a tantos otros, le fallaron los cálculos. En noviembre, los ejércitos nacionales quedaban fijados a las puertas de Madrid, abriéndose el largo paréntesis que sólo se cerraría a comienzos del 39.
Su unidad quedó adscrita a la columna Uribarri, participando por aquel entonces en numerosas acciones, entre ellas en un contraataque en el sector de Talavera que —cosa rara— rindió ciertos frutos, llevándoles a menos de dos kilómetros de esta población. Allí fue donde trabó amistad con el teniente José Castro, un joven exaltado, de simpatía desbordante. Quizá fue el contraste de caracteres lo que les unió. Andrés era serio, cauto y reservado, el reverso de la medalla de Castro, un individuo vivaz, comunicativo y de una imprudencia ante el peligro manifiesta, alimentada tal vez por un fervor combativo que Andrés no podía sentir, pero completamente espontánea en él. Se manifestaba como un entusiasta republicano. Su inagotable optimismo le ponía una venda en los ojos, y los más duros reveses, pasados en su tamiz, se convertían en augurios de venturas, porque, al final, «el pueblo» se alzaría indefectiblemente con la victoria. Una afirmación arbitraria y completamente gratuita que, además, de resultar cierta, no habría entusiasmado a Andrés. Pero, por lo visto, para él —recordaba su anterior experiencia en el Grupo Roses— sólo importaban los hombres y no sus ideas. Castro era, a su juicio, un individuo honesto, de alma limpia y sana, y aquello bastaba y sobraba para que pudiese contar con su incondicional afecto.
Cuando a comienzos del 37, apenas ascendido a capitán, se le asignó a Castro el mando de un batallón, Andrés se fue con él, en calidad de ayudante. La nueva unidad intervino brillantemente en la batalla de Guadalajara. El 19 de marzo hacían su entrada en Brihuega, donde ya estaban las fuerzas del «Campesino». Aquella misma tarde, tres Junkers bombardearon el pueblo atestado de tropas, causando bastantes bajas.
Ante la imprevista presencia de las «pavas», Castro y Andrés, que estaban en la plaza, echaron a correr con ánimos de salir al campo libre. Pero los trimotores ya volaban entre el pueblo, a escasa altura, y dejaban caer sus bombas. Se tiraron de bruces sobre el suelo, al amparo del grueso muro de la iglesia, y allí aguantaron el corto bombardeo. Los guijarros, impulsados por la fuerza expansiva del aire, volaban, silbando como balas.
Cuando cesó el ataque aéreo, se alejaron de las casas saliendo fuera del pueblo, en previsión de que los aviones pudieran hacer otra «pasada». Se tumbaron en una huerta, sobre la hierba, frente al luminoso y amplio valle del Tajuña. Los «chatos» hicieron su aparición en persecución de los trimotores, al mismo tiempo que los cazas nacionales se dibujaban en el horizonte, avanzando en dirección contraria, con el evidente designio de cerrarles el paso. Se enzarzaron en un espectacular combate aéreo, disparando sus ametralladoras, en medio de arriesgadas evoluciones, entre el rugir de los motores, como un enjambre de irritadas avispas, mientras los tres Junkers se perdían pausadamente a lo lejos. Un espectáculo vistoso y alegre, algo así como un número de circo que para nada podía afectarles.
Cuando terminó el combate, siguieron conversando animadamente, mientras fumaban, sentados sobre la hierba. Castro habló de su familia y le enseñó un retrato de sus padres, maestros nacionales ambos en Vélez Rubio, un pueblo de Almería.
—No los he visto desde que empezó la guerra. El 18 de julio yo me encontraba en Madrid. Acababa de examinarme en la Escuela, y ya era perito industrial. Les puse un telegrama y ¡hasta ahora! Pero sé que están perfectamente. Mi madre es guapa de veras, ¿no te parece?
—Sí; tiene un rostro muy atractivo.
—Pero es una tirana —rió Castro—. Conoció a mi padre en Vélez Rubio. Ambos eran muy jóvenes. Ella venía de Granada y mi padre ya llevaba unos meses ejerciendo en su pueblo. Los dos colegios tenían un mismo patio de recreo, y mi madre quiso disponer de él como si fuese de su exclusiva propiedad. Se pelearon, y mi madre esgrimió como argumento decisivo una regla, partiéndole bonitamente la ceja derecha. A los cinco meses se casaban. Según mi padre, de no renunciar a ejercer la profesión en su pueblo natal, idea que no entraba en sus cálculos, aquélla era la única salida que tenía a su alcance. Pero la verdad debió ser que, aparte de su endiablada habilidad para manejar la regla como arma ofensiva, mi madre no debía carecer de otros encantos. Creo que me parezco a ella en muchas cosas. No sabe estarse quieta y siempre está proyectando o haciendo algo. Mi padre le llama doña Sargenta, pero el día que ella desaparezca, el viejo se morirá de aburrimiento y de tristeza. Yo no soy tan tajante como ella, pero experimento su mismo entusiasmo por cuanto me rodea. Creo que nada hay tan hermoso en la vida como sentirse uno capaz de sacrificarse por… todo. No sé si me entiendes; mejor dicho, me explico muy mal. En realidad, tampoco se trata de sacrificio, sino de saber íntimamente que la felicidad está fuera de uno mismo, que sólo se puede ser dichoso ansiando la dicha ajena y verse con fuerzas para, por lo menos, intentar… Bueno, quizá todo esto te parezca una insensatez, pero es lo que siento. No entiendo cómo puede haber hombres que se contentan con vivir encerrados en sí mismos, contemplándose el ombligo.
—Yo tampoco —convino Andrés, que creía comprender a su amigo—. En la vida hay deberes que un hombre, que se precie de tal, no puede dejar de cumplir.
—¡No, no! —protestó Castro—. En mí no se trata de deberes, sino de otra cosa: algo así como de vocación. El deber implica o debe implicar esfuerzo, y esto mío es demasiado espontáneo para catalogarlo de esa forma. ¡Mira!; una vez, tendría yo unos quince años, casi me ahogué por salvar a un chivo que se había caído al río. Recuerdo muy bien que cuando me tiré al agua no pensé en el peligro que corría, no veía el peligro. Fue después, cuando me percaté de la tontería que había cometido. Esto te dará una idea de mi irresponsabilidad —terminó riendo.
Siguieron conversando. Castro le preguntó por su familia y Andrés le habló de su hermana, de sus sobrinos y de su madre. Después, le mostró una fotografía que guardaba en su cartera, en donde aparecían Elena y los dos niños, en la Rosaleda del Retiro. La había hecho el mismo Andrés, un día que fue a buscarlos, al salir de la oficina, dos o tres meses antes de estallar la guerra.
Castro contempló larga y silenciosamente el retrato.
—¿Y es ésta esa hermana tuya, viuda con dos hijos?
—Claro. No tengo otra.
—¡Pero si es una chiquilla!
—No tanto. Un año más joven que yo.
—Bueno; yo lo decía por otra cosa. ¿Cuándo enviudó?
—Hará seis meses unos canallas le dieron el «paseo» a mi cuñado.
Andrés le detalló lo ocurrido entonces y, al terminar, Castro murmuró:
—¡Cerdos! —después, volvió a contemplar la fotografía y, bruscamente, se la devolvió, a tiempo que se incorporaba, diciéndole—: Toma esto y vámonos antes de que diga alguna estupidez de las mías.
Andrés se guardó el retrato y se alzó para seguir a su amigo, que ya había echado a andar.