VIII

CUANDO BAJÓ DEL TAXI divisó a la doncella que ya aguardaba junto al portal entreabierto. Pagó el importe del recorrido y cruzo la acera.

—¡Buenas noches, señorito!

—Buenas noches. ¿Le he hecho esperar mucho?

—No. Hace muy poco que he bajado.

Aguardó a que la chica cerrarse la puerta y, después, se encaminó con ella hacia el ascensor. Mientras subían, preguntó:

—¿Está también levantada la señora? —No. Se acostó temprano. La señorita estuvo en el cuarto con los niños y después se fue al suyo. Cuando usted llamó, aún no había apagado la luz.

Paró el ascensor y salieron al rellano. En aquel instante se abría la puerta del piso y aparecía Elena envuelta en un salto de cama. Andrés cerró la cancela y devolvió el ascensor a la planta baja, mientras su hermana le decía a la doncella:

—Ya se puede ir a acostar, María.

Se despidió la muchacha. Elena misma cerró la puerta. Después se volvió para mirar a Andrés, que se había inmovilizado de pie en el vestíbulo.

—¿Qué ha ocurrido?

—Tengo que hablar reservadamente contigo. Vámonos a tu dormitorio.

Elena contemplaba al hermano con expresión de evidente sorpresa.

—Pero ¿qué pasa, Andrés?

—Allí lo sabrás. No perdamos más el tiempo.

La alcoba de Elena, contigua al salón, se emplazaba con éste en la fachada que daba a la calle, adonde asomaban los tres balcones, y ambas estancias aparecían aisladas de las restantes del piso por el holgado vestíbulo.

Cuando penetraron en el dormitorio, Andrés cerró la puerta. Antes ya había hecho lo mismo con la del salón. Elena, que no sabía salir de su desconcierto, lo miraba con ojos interrogadores.

—Puedes echarte, si quieres —le dijo el hermano, señalándole el lecho.

—Bueno, pero ¿hablarás de una vez?

—A eso voy precisamente. Pero métete en la cama. La conversación será un poco larga.

Elena se le quedó mirando en silencio y, finalmente, renunció a hacer más preguntas. Se descalzó de las chinelas y se introdujo en el lecho, sin despojarse de la bata. Se cubrió con el embozo hasta la cintura y permaneció sentada, con la espalda apoyada en la cabecera sobre las almohadas, mientras Andrés tomaba asiento frente a ella, al borde de la cama.

La lámpara con pantalla roja de la mesilla de noche difundía por la estancia una claridad difusa. Andrés miró a su hermana, cuyos ojos brillaban expectantes fijos en él.

—Tienes que explicarme detalladamente todo lo que ocurrió en Madrid desde que conociste a Sellés hasta que terminó la guerra.

—¡Andrés!…

—¡Necesito oír de tus labios la verdad, toda la verdad! ¿Entiendes?

—Pero ¿qué ha pasado? Tú nunca quisiste saber nada y…

—¡Pues ahora necesito que me lo cuentes todo! ¡Empieza!

—¡Ya lo sabes, Andrés!

—¡No sé nada! Sólo que aquella noche descubrí que eras su amante. Ahora, tienes que informarme de todos los detalles.

—¡Andrés!…

—¿Te niegas a hablar?

—No, Andrés. Es que estas cosas… ¡Compréndelo!

—¡Déjate de pamemas! Cuando no se ha dudado en cometer ciertos actos, hay que tener por lo menos el valor de ser franco. Y esta noche, quieras o no, tendrás que sincerarte conmigo. ¿Cuándo conociste a Sellés?

—De soltera, en la agencia. Los dos trabajábamos allí y…

—¿Te hizo ya el amor?

—Pues… sí. Yo no sabía que estuviese casado…

—Y por eso te entregaste a él, entonces, ¿verdad?

—¡Andrés!

Elena se había inmovilizado de cara al hermano con los ojos muy abiertos.

—¿Vas a decirme que no fue ya en aquella ocasión cuando os hicisteis amantes?

—¡Claro que no! ¡Por Dios, Andrés!, ¿cómo has podido figurarte que yo…?

—¡Cálmate y continúa! ¿Qué pasó?

—¡Ya te lo he dicho!: me cortejó. Yo ignoraba que estuviese casado y… lo confieso, no me disgustaba. Pero, después, al enterarme, le hablé claro y él trató de disculparse argumentando que estaba loco por mí o poco menos y me pidió perdón. Desde entonces, se condujo conmigo con toda corrección y cuando me casé lo perdí de vista. No lo volví a ver hasta que empezó la guerra. ¿Recuerdas los apuros que pasamos al principio creyendo que a Pablo podría ocurrirle algo? Sabía que Sellés era uno de los miembros del Comité de Incautación y, sin que nadie lo supiese, fui a verle para informarle de nuestros temores y solicitar su ayuda. Me dijo que no pasase apuros, que a mi marido no le ocurriría nada, porque él daría todos los pasos necesarios para evitarlo, y así lo hizo. Tú lo sabes. Después, cuando a Pablo le ocurrió aquello…

Elena, que hablaba con visible alteración, al llegar a este punto, se interrumpió de súbito, rompiendo a llorar.

—¡Sigue! —le dijo Andrés, tras una larga pausa.

Su hermana se secó las lágrimas con el embozo de la sábana, que, después, extendió, dedicándose a alisarlo con las manos, mientras continuó hablando algo más calmada, con la cabeza baja.

—Pues, ya te lo puedes figurar. Él nos ayudó a todos. Yo entonces le estaba muy agradecida y… Más tarde, volvió a recordarme que seguía queriéndome y que todo aquello lo había hecho pensando exclusivamente en mí. Me negué a sus requerimientos. Desde entonces, Sellés se limitaba a telefonearme de vez en cuando para preguntarme si nos hacía falta algo. Yo, naturalmente, le decía que no, aunque pasábamos muchos apuros. A ti no te lo escribíamos, porque nada podías hacer. Un día el mayor de los chicos cayó con la difteria. Se puso bastante malo. No se encontraban las inyecciones y le telefoneé para ver si él podía ayudarnos en aquello. Nos las trajo aquella misma tarde y, después, siguió visitándonos de nuevo para llevarnos comida. Yo me sentía muy desdichada y… no supe negarme ya. Así fue como pasó todo.

Elena enmudeció sin alzar la cabeza y Andrés la consideró en silencio durante largos segundos. Finalmente habló, deslizando las palabras una a una:

—¿Y no sabes quién asesinó a tu marido?

La pregunta inundó de súbita palidez el rostro de Elena. Miró espantada al hermano y se dejó caer al otro lado de la cama, de bruces sobre los brazos, en medio de un llanto convulsivo. Andrés se alzó como un resorte, disponiendo una rodilla sobre el lecho. Se inclinó sobre Elena y la cogió frenéticamente por los hombros, incorporándola de nuevo para inmovilizarla contra la cabecera.

—¡Habla o te estrangulo!

—¡Por Dios, Andrés, yo no sabía nada!… ¡Compréndelo!… ¡Yo…!

—¿Que no sabías? ¿No fuiste tú misma la que convenciste a Sellés para que le diese el «paseo» a Pablo?

—¡¡Andrés!!… —Su anterior agitación había desaparecido como por encanto y, ahora contemplaba al hermano suspensa, con la boca abierta. Reaccionó—: ¡Dios mío!, ¿cómo has podido pensar eso de mí?

—¡Tengo mis razones! ¿Quién asesinó a Pablo?

—¡Sellés! Al terminar la guerra, detuvieron a uno de los que lo mataron y confesó. Dijo que él y otros dos más le habían dado el «paseo», siguiendo las instrucciones de aquel canalla. Entonces, fue cuando mamá y yo nos enteramos. ¡Yo no podía imaginármelo, Andrés, yo no sabía nada…!

Se había echado a llorar de nuevo, cubriéndose la cara con ambas manos. Andrés retiró los dedos de los hombros de Elena, que bajó la cabeza mientras seguía sollozando convulsivamente.

—¡Desgraciada!

Se mantuvo de pie mirándola en silencio hasta que, finalmente, Elena se calmó algo.

—¿Y le habéis contado todo esto a esa vieja alcahueta que viene por aquí?

—¿A quién?

—No te hagas de nuevas. Sé muy bien quién es Concha «La Gaditana» y a lo que puede venir a esta casa.

—No sé lo que quieres decir. Nosotras le hemos comprado sábanas y otras cosas. La envió la portera.

—¡No me importa! Lo único que me interesa es si mamá o tú le habéis puesto en antecedentes de lo que acabas de contarme.

—¡Claro que no, Andrés! Nosotras…

—Entonces ¿cómo diablos pudo informarse ella…? ¿Estuvo Sellés aquí en Barcelona durante la guerra?

—No lo sé. Desde aquella noche en Madrid que nos dejaste, no quise volverle a ver más. Creo que marchó a Valencia.

—¡Despierta a mamá y tráela aquí!

—Pero ¿qué te ha pasado, Andrés?

—Nada. Trato de comprobar que no tuviste ninguna intervención en la muerte de Pablo, porque si fuese así…

—¡Por Dios, Andrés, yo te juro por mis hijos…!

—¡Llama a mamá y que venga aquí ahora mismo!

Elena puso los pies en el suelo y se calzó las chinelas. Después, se inmovilizó sentada en el lecho sin cesar de hipar.

—¡Vamos! ¿Qué haces ahí parada?

Salió de al alcoba y, al cabo de unos minutos, regresó en compañía de la madre que se había echado una bata sobre el camisón.

—¿Qué ocurre? —preguntó con ojos asustados—. Elena me ha dicho…

—¿Has sido tú la que has puesto al corriente a Concha de la edificante historia de lo ocurrido en Madrid con aquel Sellés?

—¡No! Yo no…

—¡Acabaréis por hacerme perder la cabeza! ¡O esa historia ha salido de aquí con pelos y señales o tu hija es una asesina!

—Pero ¿estás loco, Andrés? ¿Qué dices?

—¡No perdamos el tiempo con lamentaciones! ¿Le has contado o no algo a esa mujer?

—Pues… ahora recuerdo que una tarde estuvimos en la galería hablando de las cosas que ocurrieron en la guerra. Yo le conté como habían matado a Pablo y cómo, después, nos enteramos de que el culpable de todo había sido Sellés, que se hacía pasar por amigo nuestro y que estaba enamorado de Elena. Pero yo no le dije que hubiese nada entre él y tu hermana.

—¡Ya es bastante!… ¡Desdichadas!…

—Pero ¿qué ha pasado?

—Nada… ¡Podéis estar bien satisfechas! Ahora, dadme la llave del portal. Tengo que marcharme.

Las mujeres, que no sabían salir de su desconcierto, trataron de que Andrés les aclarase la situación. Pero éste se negó a dar más explicaciones y, cuando le entregaron la llave, abandonó el piso, echándose a la calle.