IV

SÓLO PERMANECIÓ UN MES, aproximadamente, en el«Grupo Roses». El trabajo no era agobiante pero sí monótono. Todos los días, durante dos horas, poco más o menos, casi siempre por las tardes, Roses le dictaba diferentes comunicaciones y cartas e indefectiblemente, cuatro o cinco cuartillas, de tono didáctico, sobre el eterno tema del anarquismo, que el hombre presentaba como la panacea capaz de borrar para siempre de la faz del mundo todos los viejos males de la humanidad.

En muchos puntos, Roses parecía comulgar con las ideas de los utopistas franceses, y, si bien no creía como éstos que pudiera estructurarse la nueva sociedad sin recurrir a la violencia, participaba de su misma e ilusa fe racionalista, admitiendo de plano el principio rusoniano de la bondad natural del hombre. Una vez triunfante la revolución y despejado el campo de enemigos, borradas por fin las resistencias que se oponían a ello, la nueva y feliz sociedad surgiría casi por generación espontánea, bajo la paternal vigilancia de unos cuantos.

Roses describía la vida en uno de los futuros falansterios con la misma ingenuidad y convencimiento que lo hiciera Fourier. Ahora bien, algo menos candoroso que el famoso utopista, Roses disponía la creación de una especie de acotado recinto, que, con carácter provisional, se destinaría para aislar en él a los elementos peligroso que, mortalmente viciados por el recuerdo del mundo fenecido, intentasen poner en juego normas y costumbres ya superadas. Eso sí, pasadas unas cuantas generaciones, desaparecerían para siempre los antipáticos recintos, y la existencia en los falansterios sería de maravilla, como un eterno y espectacular amanecer.

A pesar de su juventud, Andrés se daba cuenta de que todo aquello era puro disparate, ensoñaciones de mentes infantiles, sin el menor contacto con la realidad humana. Claro que, como es lógico, se guardaba muy bien de expresar su opinión en voz alta. Por otra parte, todos los que convivían con él en aquel hotel de Rosales, parecían participar fervorosamente de las mismas disparatadas ideas, muchos de ellos —y esto era lo asombroso— de buena fe y algunos, como él, avisadamente, para no crearse complicaciones enojosas.

Lo que no entendía Andrés era la finalidad de su trabajo. ¿Qué objetivo perseguiría Roses dictándole diariamente aquellas parrafadas interminables que, después, tenía que volver a mecanografiar hasta sacar quince o veinte copias de ellas? Misterio.

Libertad, la hija de Roses, le aclaró finalmente el enigma. Los sótanos del hotel albergaban a un número bastante crecido de personajes catalogados todos ellos con idéntica etiqueta infamante: «fascistas». Roses, que repudiaba la sistemática política de muchos compañeros suyos, en vez de «darles el paseo», trataba de «convencerlos», transformando a sus actuales enemigos en colaboradores de la futura y paradisíaca sociedad. Todos los días se les bajaban a los detenidos las copias de los textos dictados por Roses. Ellos los leían cuidadosamente y, de vez en cuando, Roses descendía a los sótanos para cambiar impresiones con los presos y aclararles cuantas dudas y reparos se le formulasen.

Libertad estaba segura de que la sabia medida adoptada por su padre rendiría óptimos resultados. Es más, según le explicó a Andrés, algunos de los detenidos daban ya claras señales del vivo entusiasmo que despertaba en sus pechos la lectura de ideas tan sanas y convincentes.

«¡Qué remedio!», se dijo Andrés, pensando en aquellos desdichados, y sin entender cómo Roses y su hija podían engañarse con un juego que tan simple se revelaba a sus ojos.

—Y, una vez reformados, ¿qué piensa hacer tu padre? ¿Ponerlos en libertad?

—Por ahora, no. Sería peligroso para ellos mismos. Muchos compañeros no piensan como mi padre y los liquidarían en cuanto estuviesen en la calle. ¿No crees?

—Seguro.

Libertad era una muchacha unos dos años más joven que él, algo basta de cuerpo, pero con un rostro, cuajado de tenues pecas, que resultaba muy atractivo por la luminosidad de sus ojos castaños y la boca jugosa y expresiva, de labios muy bien dibujados. Sentía por el padre una admiración sin límites y todo cuanto decía Roses parecía ser para ella artículo de fe. Además, era de carácter animoso y muy decidida, decisión que le nacía del íntimo convencimiento de saberse al servicio de una causa justa, según discurrió Andrés. Andaba constantemente de un lado para otro del hotel, fiscalizándolo todo, con un criterio sano, sin dejarse llevar jamás por antipatías personales, detalle éste insólito, tratándose de una muchacha.

En el hotel venía a ser algo así como la vigilante sombra de Roses, y este general convencimiento hacía que todo el mundo sintiese por la chica cierto respeto, que, en algunos casos, se traducía incluso en temor. Según se rumoreaba. Roses valoraba en alto grado las confidencias de su hija, y procedía muchas veces a tenor de ellas.

Andrés no le guardó, como otros, el menor recelo. Al contrario, desde un principio experimentó por la muchacha una viva simpatía, que no se recató en exteriorizar, y que ella parecía compartir. De un modo desinteresado, según discurrió Andrés, porque, en sus relaciones con los personajes del otro sexo, la chica jamás daba pie a pensar en las lógicas y previsibles inclinaciones que, por otra parte, allí estaban a la orden del día, en todas sus manifestaciones.

Pero en cierta ocasión —aún no llevaría Andrés trabajando una semana en el Grupo—, ocurrió algo completamente imprevisto, que le sumió en un mar de confusiones.

Aquella tarde, habían quedado momentáneamente a solas en el despacho, asomados a uno de los balcones que daban al jardín. Como, por el curso de la conversación, viniese a cuento, Andrés aludió a aquel supuesto rasgo de carácter de la muchacha. Ella le contestó:

—Cuando me enamore de un hombre y, naturalmente, él se enamore de mí, se lo diré a mi padre y, entonces, seré su compañera.

—¡Demonio! —rió Andrés—. ¿Y no te ha gustado nadie, todavía?

—¡Hasta hoy, no!

Se lo dijo, volviendo la cabeza y mirándole con seriedad a los ojos, de una forma tan expresiva, que no dejaba margen para la duda. Andrés quedó cortado, sin saber qué replicar. Después, pretextó un quehacer y la dejó sola en el balcón.

* * *

La súbita y espontánea revelación puso confusión en su ánimo. A partir de aquel momento vio a Libertad con otros ojos, valorando estimativamente encantos físicos que, hasta entonces, sólo había apreciado de modo impersonal. Por ejemplo: los reparos que se hiciera en principio sobre la figura de la muchacha, juzgándola demasiado maciza y carente de gracia, ahora le parecían completamente absurdos. Se dio cuenta de que Libertad poseía un cuerpo sólido y grácil a la vez, y que sólo su naturalidad y carencia de coquetería fue lo que debió contribuir a su primera y errónea impresión. Por otra parte, nunca como entonces estimó tan seductor aquel rostro de serenos ojos castaños y labios sensitivos, limpios de toda pintura, ligeramente coloreados. Incluso las tenues pecas, que de cerca salpicaban su blanca piel, se le revelaron de un encanto indefinible.

Andrés, fuera de algún súbito y fugaz enamoramiento que sintiera en su adolescencia, matizado del inefable platonismo característico en esta edad, experimentó, por vez primera, la sacudida de cuerpo y ánimo de la virilidad que despierta ante el espectáculo de la mujer, en donde por fin se hacen compatibles dos tendencias que hasta entonces se juzgan irreconciliables, aunando carne y espíritu.

Pero Andrés sólo comprendió o sólo quiso comprender que la deseaba, y se apartó de ella.

En otras circunstancias, no hubiese dudado de dejarse arrastrar por sus impulsos. Pero en aquella ocasión tal conducta entrañaba, a su juicio, el peligro de correr riesgos inmediatos o futuros, que no estaba dispuesto a afrontar. En primer lugar, el hecho de ser hija de Roses, descartaba toda posibilidad de obrar irreflexivamente, con ánimo de decidir más tarde, a tenor de los futuros acontecimientos, con entera libertad. Roses amaba demasiado a su hija para tolerar que alguien pudiese jugar impunemente con ella. En segundo lugar, él era muy joven, vivía en un mundo inestable y en aquellas circunstancias se debía, en cierto modo, a su familia. Resultaba, por tanto, disparatado asumir la responsabilidad de dar un paso tan decisivo con una muchacha que, además, no pertenecía a su mundo y de la que debía guardar las naturales e indefinibles reservas.

Decidió, pues, bordear cuantas situaciones pudiesen contribuir al mutuo acercamiento, y obró en consecuencia.

Libertad debió darse cuenta en seguida del juego, y Andrés guardaba el temor de que, llevada por un comprensible despecho y aprovechándose de su privilegiada situación, intentara tomarse alguna pequeña venganza. No ocurrió nada de esto. Al contrario, en tal sentido, la conducta de Libertad fue irreprochable. Ni intentó forzar situaciones que, dada la actitud de reserva adoptada a partir de entonces por Andrés, podrían revelarse enojosas, ni, por otra parte, dio muestras de sentirse ofendida o despechada. Se limitó a seguirle el juego; mejor dicho, a aceptar comprensivamente la nueva pauta que Andrés había impuesto a las relaciones de ambos. Otro imprevisto motivo de inquietud para Andrés, porque el encanto de la muchacha quedó realzado, con ello, a sus ojos.

Se resistía a confesarse que la amaba decididamente. De todas formas, terminó por arrumbar recelos y habría dado el paso decisivo si acontecimientos imprevistos y trágicos no le hubiesen apartado finalmente de Libertad.