V

A MEDIADOS DE SEPTIEMBRE, la vida del «Grupo Roses» se desenvolvía con ciertas dificultades. Por un lado, el mantenimiento de sus numerosos miembros, problema inexistente hasta entonces —bastaba para solucionarlo salir con la camioneta y requisar los víveres y ropas necesarios, a cambio de los inefables vales—, se reveló, de pronto, una papeleta de cuidado. El alegre despilfarro de los primeros días había mermado, de modo alarmante, las existencias de tiendas y almacenes de la capital, que, por otra parte, ahora empezaban a «controlarse» a través del sinnúmero de organismos, más o menos oficiales, designados por las diversas entidades políticas o sindicales.

Ahora bien, el «Grupo Roses», aunque estuviese integrado por elementos anarquistas, no contaba con el apoyo oficial de la FAI ni de la CNT. Era una de tantas agrupaciones anarquistas autónomas, surgidas caprichosamente en los primeros tiempos, en torno a un afiliado con la suficiente personalidad o habilidad maniobrera para hacerse con un grupo de adeptos. Generalmente, tenían sus propios «programas» y actuaban con entera libertad, o irresponsabilidad, mejor dicho, sin atenerse a órdenes que no dimanasen del cabecilla correspondiente.

Todas estas bandas de francotiradores fueron desapareciendo poco a poco para, al final, quedar sujetas a una cierta disciplina del partido.

Roses fue el único de estos jefecillos que no quiso dar su brazo a torcer, considerando que ello se revelaría atentatorio a la integridad de sus ideales. El hombre era todo un carácter. Se le pedía que «dejase de hacer revolución por su cuenta», que se aprestase a contribuir de modo efectivo a la lucha, acatando las normas, dictadas por las esferas dirigentes, que las circunstancias imponían, y que hiciese entrega de los numerosos fascistas que, según se sabía, albergaba en los sótanos de su hotel, a fin de que los «Tribunales del Pueblo» los juzgasen debidamente.

Roses se opuso terminantemente a todas aquellas peticiones. Es más, en el curso de la reunión celebrada en el despacho del primer piso, con dos capitostes del Centro, venidos expresamente para llamarle al orden, el hombre acusó a éstos de falsear abiertamente ciertos principios básicos, y no estuvo nada ceremonioso con ellos.

La situación se tornó delicada. Los dos personajes le concedieron un plazo de cuatro días, una especie de ultimátum, finalizado el cual, obrarían en consecuencia, y Roses los despidió de mala manera.

Aquella misma mañana, Roses marchó en compañía de diez de sus hombres, en las dos camionetas de que se disponía, y doce horas más tarde regresaba con ellas cargadas hasta los topes de víveres, ropas, medicamentos y seis fusiles ametralladoras. Según oyó decir Andrés, venían de Guadalajara, sin que ninguno de los expedicionarios especificase el lugar concreto.

La jubilosa llegada de las dos camionetas resolvió el problema del suministro, que ya se revelaba insuficiente, y levantó la moral de todo el mundo. Además, estaba el ejemplo de Roses, rebosante como nunca de energía y dinamismo. Andrés se dio cuenta de que aquellos locos, contagiados por Roses, serían capaces de cualquier barbaridad. ¿Qué ocurriría expirado el plazo de los cuatro días?

Por aquellas fechas se quedaba, como todo el mundo, a dormir en el hotel de Rosales. Pudo zafarse de correr un peligro que se reputaba muy verosímil, marchándose a su casa sin volver a poner los pies por allí. Nadie conocía su domicilio y no era probable que, en aquellas circunstancias, se preocupasen mucho de él. Además, no comulgaba con las ideas de aquella gente y, a su juicio, la actitud que había asumido Roses era completamente absurda. No obstante, siguió el ejemplo general y permaneció en el hotel, con ánimo de correr la suerte común. Andrés se dijo que, en aquel caso concreto, lo razonable no era lo digno, porque lo razonable sólo podía significar cobardía y traición a ciertas personas, dignas de su estima, que confiaban en él. Por eso sólo se quedó.

Aunque no se lo confesase, posiblemente también influyó en su decisión la presencia de Libertad. Por aquellos días, veía a la muchacha transfigurada, bajo una luz inédita que parecía envolverla, y que la hacía más adorable a sus ojos.

Roses adoptó cuantas medidas estimó pertinentes para repeler cualquier posible ataque, y todos se afanaron en cumplimentar fielmente sus órdenes. Al final, Andrés ya no pensaba en nada, contagiado, en cierto modo, por el ambiente general.

* * *

Aquella noche, anterior al último día del plazo, la vigilancia en el hotel había sido reforzada. El grueso de los hombres —unos treinta en total— dormitaba con sus armas en el jardín. Las mujeres habían bajado los colchones al sótano, en donde seguían encerrados los detenidos. En el despacho del primer piso, sólo estaba encendida una débil lamparilla con pantalla, que difundía por la amplia estancia su difusa claridad, cuajada de sombras.

Silva dormía en uno de los sillones, de cara a la pared, con ambos pies apoyados en un taburete. Roses fumaba, tumbado en el sofá. Sentado en el suelo del balcón, que aparecía defendido por sacos terreros, Andrés percibía, a intervalos regulares, el rojizo resplandor de su cigarrillo.

Entró Libertad con una bandeja, que depositó sobre la mesa. Le sirvió café al padre, pero éste rehusó. Después, se incorporó del sofá y salió de la estancia.

—¿Y tú, Andrés, no quieres café?

Libertad había avanzado hasta el balcón y le ofrecía la taza rechazada por Roses.

—¡Bueno!

Se levantó y la cogió, llevándosela a los labios. No estaba muy caliente y de un trago bebió la mitad de su contenido. Después, intentó depositar la taza en el suelo para liar un cigarrillo, pero ella se la quitó de las manos.

—¡Trae!

De la Sierra venía ahora, un airecillo que purificaba la atmósfera cargada de bochorno. Traspuesto el paseo, una oscuridad impenetrable cubría todo el horizonte, bajo un cielo impasible, que seguía con sus luces encendidas. Sólo, de vez en cuando, por Carabanchel, los faros de algún coche abrían momentáneos túneles de luz en la cerrazón de sombras. Disparos secos y lejanos salpicaban, de tarde en tarde, el profundo silencio nocturno.

—¿Sabe tu familia lo que pasa?

—No. Sólo les dije que apremiaba el trabajo y que, por unos cuantos días, no podría dormir en la casa. Nada se gana con alarmarles gratuitamente.

Se oyeron voces en el jardín, y ambos asomaron la cabeza por el balcón. Era Roses que hablaba con uno de los que montaban guardia.

—¿No quieres más café?

Volvió el rostro. Libertad estaba muy cerca, frente a él. Sujetaba la taza con ambas manos, a la altura del pecho, y alzaba la cabeza, mirándole a los ojos, con labios anhelantes.

Al otro lado del paseo, en la hondonada, una locomotora en maniobras aulló furiosamente, y, entonces, la noche entera vibró, como inmensa bóveda de cristales a punto de derrumbarse.

—¿Qué buscas, Libertad? —le susurró Andrés con el aliento.

—Yo…

La abrazó llevado de un impulso ciego, y sus labios buscaron la blandura cálida de aquella boca, que besó sin conciencia de nadie ni de nada más.

Cuando se separaron, alguien abría la puerta. Era Serrano. No los vio y marchó al otro extremo de la estancia. Le oyeron arrastrar un sillón y, después, hablar con Silva que acababa de despertarse, bostezando ruidosamente.

La miró. Libertad le sonreía confusamente. De súbito, bajó los ojos y, llevándose la mano libre al pecho, exclamó:

—¡Mira! ¡Me he vertido todo el café!

Y se alejó presurosamente, ausentándose del despacho, antes de que Andrés pudiera decirle nada.

* * *

Los temores que todo el mundo albergaba no se confirmaron finalmente, y la noche transcurrió con entera normalidad.

Al día siguiente, sobre las doce, telefonearon a Roses desde el Centro y, media hora más tarde, se presentaban en el hotel los dos emisarios de fechas atrás. La entrevista, en esta ocasión, tuvo un desarrollo mucho más amable y, cuando los dos capitostes abandonaron el hotel, Roses anunció, entre el júbilo general, que el peligro había pasado. Según él se le habían dado toda clase de explicaciones y el Grupo subsistiría con idénticas prerrogativas que hasta entonces, contando, además, a partir de aquel momento, con el asentimiento de las esferas dirigentes.

Se comentó que los personajes del Centro se habían limitado a poner en juego una amenaza, sabiendo de antemano que no podrían llevarla a efecto. No porque les desagradase la perspectiva de terminar de una vez con aquel último reducto de compañeros rebeldes a sus arbitrarias decisiones, sino porque les constaba que el empleo de la fuerza y la cruenta lucha que inevitablemente se hubiese planteado de pretender acabar con el Grupo, habría levantado un gran revuelo entre los elementos sanos de la Organización, quienes veían en Roses a un anarquista intachable, por su entereza y honradez ideológica, según certificaba su viejo historial. Se enumeraban las peligrosas consecuencias que medida tan insensata habría acarreado en el seno de la Organización, y, para todo el mundo, aparecía claro un desenlace en el que, pocas horas antes, nadie había pensado.

Andrés se dejó convencer por la argumentación general. Las anómalas circunstancias de la guerra le habían acostumbrado a aceptar las derivaciones más insospechadas y, por otra parte, él no se consideraba capacitado para desentrañar el alcance de todas aquellas intrigas y politiquerías de partido.

En fin, la realidad fue que el panorama cambió radicalmente y que las dificultades con que venía tropezando la existencia del «Grupo Roses» desaparecieron como por encanto.

Zanjadas las diferencias, Roses no tuvo inconveniente en aportar su decidido concurso a la lucha contra el enemigo común. Talavera acababa de caer en poder de las «hordas fascistas», que se acercaban peligrosamente a Madrid. Por entonces, se decidió la FAI a organizar dos nuevos batallones, destinados a engrosar la columna que, al mando del coronel Salafranca, partiría inmediatamente a fin de cortar en seco el peligroso avance enemigo. Se le hicieron a Roses invitaciones en este Sentido, y el hombre, libre ya de recelos, accedió, sin más presiones, a formar parte con sus compañeros de una de estas unidades.

En el hotel sólo quedaron las mujeres y los hombres que Roses estimó imprescindibles; siete en total, entre ellos Andrés, encargado de llevar todo el papeleo de la oficina.

En ausencia del padre, fue Libertad la que, en realidad, asumió la dirección del Grupo, desplegando una actividad constante, sin un solo desfallecimiento y con una gran alteza de miras. La muchacha era admirable por todos conceptos. Así lo comprendía ahora Andrés, quien, al fin, se había decidido a dar el paso que tan dudoso reputaba en principio. Cuando el padre regresase del frente, sería el momento más indicado. Andrés le hablaría y, entonces…

Había adoptado tal determinación después de una charla sostenida con Libertad, a raíz del episodio del balcón. Ante lo ocurrido aquella noche, ya no procedían, a su juicio, los disimulos. Tenía que encararse con la nueva situación para tratar de resolverla de una vez, sin dejar resquicio a equívocos ni recelos. Andrés se dijo que lo mejor sería sincerarse con la muchacha que, a no dudar, se haría cargo de sus rectas intenciones y comprendería el peso de unos argumentos, en su apreciación decisivos.

La entrevista tuvo lugar a solas en la terraza del hotel, la misma tarde en que Roses participaba la jubilosa noticia de haberse llegado a un acuerdo con los del Centro.

Libertad acudió a la cita llena de una atolondrada alegría y desplegó ante Andrés un interminable y vivo monólogo, informándole de cuantos detalles de la reunión, que horas antes había sostenido su padre con los dos emisarios, conocía por aquél, sin ánimo, por lo visto, de abordar el tema que, como no debía ignorar, era el único que les congregaba allí.

Fue Andrés el que lo planteó súbitamente, interrumpiéndola:

—Bueno, supongo que ya te figurarás el motivo de que te haya citado aquí para que hablemos a solas.

Libertad enmudeció y Andrés continuó:

—Después de lo de anoche, considero un deber sincerarme contigo.

La muchacha siguió guardando silencio. Toda su anterior alegría parecía haberse esfumado de súbito y, ahora, se mantenía frente a él, inmóvil, con la cabeza baja.

Andrés trató de explicarse. Le dijo que indudablemente la amaba, pero que él no quería ni podía proceder con ella de un modo irreflexivo, sin la certeza de sentirse plenamente responsable de una decisión tan trascendental para la vida de ambos. En consecuencia, lo más cuerdo sería dejar las cosas temporalmente como estaban para, así, más adelante, poder obrar sin arrebatos y con un conocimiento de la situación, que en aquellos instantes no podían tener. Consideraba, como era lógico, que tampoco entraría en los cálculos de ella acceder a unas relaciones que no ofreciesen las debidas garantías de un desenlace perdurable y consistente.

La reacción de Libertad, totalmente imprevista, le desconcertó.

—No he pensado en nada de eso —respondió, clavando sus ojos en él—. Yo sólo sé que te quiero y que, por lo que a mí respecta, jamás he sentido tales recelos.

—Bueno, sí, pero en mis circunstancias… Yo necesito estar seguro.

—¡Muy bien! En ese caso, aunque lo desee, yo tampoco lo quiero.

—¡No me entiendes, Libertad! ¿Te sientes ofendida? ¿Crees…?

—No; al contrario, te agradezco la franqueza. Sólo que compruebo que no confías en mí o en ese cariño que dices tenerme.

—¡Pero, escúchame bien, yo…!

—¡No sigas hablando! —le atajó, frunciendo las cejas, con los ojos encendidos de lágrimas—. ¡Se hará como tú lo dices!

Y se volvió con brusquedad de espaldas, visiblemente alterada, saliendo de la terraza, sin querer oír más.

El inesperado desenlace le desconcertó. Andrés llegó a dudar de la procedencia de unas explicaciones que tan inexcusables reputaba en principio. Libertad había desorbitado el problema, traduciendo prudencia y nobleza de miras por desconfianza y desamor. ¿Qué podía hacer en tal situación? Sólo dos caminos se dibujaban ante él: aprovecharse de aquella coyuntura para alejarse definitivamente de la muchacha, o cerrar los ojos y dejarse llevar, sin más reflexiones, de sus impulsos. Todo, menos volver a esgrimir argumentaciones tan mal acogidas. Y, entonces, al enterarse de que Roses decidía marchar al frente, fue cuando, de súbito, optó por lo último. Ya no lo dudaría más. Al regreso del padre, le hablaría a Libertad, y, si ella estaba conforme, se entrevistaría con aquél a fin de llegar a una solución definitiva. Entretanto, aun contrariando sus deseos, dejaría las cosas como estaban, sin informarle a Libertad de su propósito. Consideraba que cualquier confidencia que le hiciera en este sentido, sólo serviría para precipitar inevitablemente los acontecimientos; una emocionante perspectiva, desde luego, pero nada procedente, a su juicio, en ausencia de Roses.

Fue más tarde cuando Andrés comprendió lo pueril que se revelaba trazarse normas de conducta en situaciones anormales como aquélla, en las que el hombre dejaba de existir como tal, zarandeado por las azarosas circunstancias.