XI
AL SALIR DEL BANCO, consultó el reloj. La una menos cinco. En la amplia y soleada Plaza de Cataluña todo se desenvolvía normalmente. Los peatones se apresuraban por las aceras y, por las calzadas laterales, se deslizaban autos y tranvías, confundiendo sus ruidos y rumores en la algarabía que ya era habitual a tales horas. En la explanada central, bordeada de jardines, bullían los ociosos y niños de costumbre rodeados de las inevitables palomas, que acudían al reclamo de la comida, mientras otras personas tomaban el sol, sentadas en los bancos y en las sillas de alquiler, bajo un cielo uniformemente azul.
Andrés cruzó la calzada y pronto se vio en el centro de la plaza, confundido entre los innumerables desocupados que se limitaban a mirar las palomas y a gozar de la caricia del sol. Todo normal. Sólo había dormido cuatro horas escasas, pero no tenía sueño. Se encontraba bien, positivamente bien, y eso que la mañana había sido bastante ajetreada.
Cuando a las diez sonó el teléfono, él acababa justamente de despertarse. Saltó del lecho y se dirigió al gabinete. Algo providencial. Le llamaban del almacén de Gran Vía para comunicarle que por fin habían llegado las planchas de 1,5 a que hacía referencia el talón remitido por Elizondo, de Bilbao. Se trataba de una partida comprometida de antemano con un cliente suyo haría cosa de un mes, partida que, como es lógico, no había necesidad de que pasase por el almacén, Andrés ya estaba de acuerdo con el cliente para que éste se hiciese cargo de las planchas en la misma estación y había avisado oportunamente al señor Terol, que dio su conformidad. En aquel instante, el empleado del almacén le telefoneaba para que se pasase a hacerse cargo del talón y de la guía.
Se vistió apresuradamente y, una vez en la calle, subió a un taxi. Veinte minutos más tarde, conversaba con el señor Torné, el cliente, en su despacho de la fábrica del Clot. Se pusieron de acuerdo. A las once en punto lo esperaría con el camión frente a la báscula Sagrera. Seguidamente, marchó para el almacén de Gran Vía, a fin de hacerse cargo de los papeles. El señor Terol, que todavía no había llegado, acababa de llamar diciendo que se pasaría por allí a las doce y media. Andrés se guardó los papeles y subió de nuevo al taxi que aguardaba. Cuando arribó al lugar de la cita, sólo tuvo que esperar unos minutos. Pesaron el camión y después ascendieron a él, encaminándose a la estación. Allí estuvieron hasta que los mozos terminaron de cargar las planchas. Volvieron a pasar por la báscula. Sobraban quince kilos, cuyo importe íntegro serviría para engrosar la comisión de Andrés. De regreso, en la fábrica, el señor Torné le hizo entrega de las cuarenta y siete mil ochocientas pesetas a que ascendía el importe del material recibido, con arreglo al precio estipulado de antemano. En billetes de Banco, naturalmente. Se despidió del señor Torné y cogió otro taxi, dando la dirección del almacén. Por el camino, separó su comisión: cinco mil doscientas. Cuando llegó, el señor Terol ya se encontraba allí. Le entregó el dinero y después estuvieron de charla hasta la una menos veinte, hora en que se despidieron. Fue al verse de nuevo en la calle, cuando decidió ingresar aquellas cinco mil pesetas en su cuenta corriente del Vizcaya. Por eso volvió a coger un taxi, a fin de poder llegar al Banco antes de la una, hora del cierre de oficinas.
Ya había efectuado el ingreso de las cinco mil pesetas y nada le restaba por hacer aquella mañana. Ahora, permanecía de pie, inmóvil en el centro de la plaza, siguiendo con los ojos el torpe correteo de un crío de unos dos años, que trataba vanamente de coger a una paloma por la cola. No lograba compenetrarse con la pueril escena. De todas formas, se sentía bastante bien, mucho mejor que la noche pasada, cuando insensatamente telefoneó a la Jefatura. El providencial ajetreo de aquella mañana le había templado los nervios. Lo malo era que ahora ya no tenía nada que hacer y que en su ánimo podría abrirse paso la insoportable sensación… ¡Al diablo! Tenía que procurar conducirse de un modo normal, como toda aquella gente que le rodeaba. Al fin y al cabo, íntimamente no tenía por qué sentirse culpable de lo ocurrido y, por otra parte, no era probable que nadie pudiera sospechar de él. Lo que anoche pensó de Concha no pasaba de una remota posibilidad. Lo que ocurría era que se empeñaba obcecadamente en ver las aguas turbias. Mucho mejor sería tratar de considerar la situación desde el punto de vista opuesto. Una conducta cuerda en sus circunstancias, ya que sólo así lograría enfrentarse serenamente con las ignoradas dificultades que pudieran presentársele. Nada estaba en sus manos resolver y lo más indicado sería despreocuparse de todo, y… Bien. Como primera providencia procuraría evitar la soledad, olvidarse de aquellos pensamiento obsesionantes que de modo tan deprimente repercutían en su ánimo. Una terapéutica admirable, según había podido comprobar aquella misma mañana. Sí; sería la medida más oportuna. Por lo pronto, marcharía al «Luxor» y comería allí mismo. Después, podría telefonearle a aquella chica del «Bolero»… ¿Cómo diablos se llamaba?… ¡Ah, sí! Irene. Perfecto. Pasaría la tarde con Irene y de esta forma…
Sacudió la cabeza y echó a andar en dirección a la Rambla de Cataluña. Junto a la «La Luna» un chico voceaba los periódicos de la mañana. Llevado de repentina idea, compró uno de los diarios y se metió en el café con el propósito de consultar la sección de sucesos. Pero, después, lo pensó mejor y decidió encaminarse sin más demoras al «Luxor». Por el camino hojearía el periódico. Volvió, pues, a salir del café y detuvo a un taxi que cruzaba. Le dio la dirección al chófer y se acomodó en el asiento, desplegando el periódico. Cuando el coche arribaba a la Diagonal ya había repasado todas la páginas sin tropezarse con lo que, a no dudar, habrían insertado destacadamente. Lo probable era que la noticia hubiese llegado a la redacción demasiado tarde y… De todas formas, el hecho de que la Prensa no diese cuenta de lo ocurrido le tranquilizó. «Todo normal», se dijo abandonando el diario sobre el asiento mientras contemplaba a la gente a través de la ventanilla.
Y respiró hondamente, tratando de librarse de aquella ligera y persistente opresión que sentía en la boca del estómago.
* * *
Lo sabía de buena tinta, por boca del propio comisario de Gracia que intervenía en el asunto. De madrugada, recibieron aviso de la Jefatura comunicándoles que un desconocido acababa de telefonear diciendo que en determinado piso de una casa de la Avenida de la República Argentina había una mujer muerta. Dos agentes se desplazaron a las señas indicadas y despertaron a los porteros de la finca. Éstos declararon que el piso lo tenía alquilado una señora que sólo iba por allí de vez en cuando sin que viviese habitualmente en él. Los agentes manifestaron sus deseos de penetrar en el piso para ver si, en efecto, había sucedido algo, informando al portero de lo que ocurría. Entonces, su mujer declaró tener en su poder una llave del piso por ser ella la que habitualmente corría con su limpieza. Subieron los agentes acompañados de los porteros y, después de tocar repetidamente el timbre sin obtener contestación, abrieron la puerta. En efecto, en una habitación, tumbada sobre un sofá, se encontraron con el cadáver de una mujer que, al identificarla, resultó ser la famosa «Nena Clavel», la amiga de uno de los Núñez. Según opinaba el comisario, a la vista del primer informe del forense, la habían matado aquella misma noche, siendo la causa de su fallecimiento la fractura completa de la base del cráneo, que debió producirse en el curso de una pelea, al chocar la víctima violentamente contra la repisa de una chimenea, en donde se observaban ligeras huellas de sangre, procedentes, sin duda, de la herida en corte que se apreciaba en la parte posterior de su cabeza. El agresor debió trasladarla al sofá y, luego, al darse cuenta de que había muerto, abandonaría el piso para telefonear, más tarde, a la Jefatura, comunicando la noticia.
Los cinco personajes que aparecían congregados junto a la barra del «Luxor», en torno del recién llegado, acogieron la información con cierto escepticismo. Desde luego, ya estaban enterados de la sensacional noticia, que había corrido como la pólvora, pero las versiones eran múltiples, sin que ninguna de ellas ofreciese plenas garantías.
Marta, una pelirroja muy espectacular, amiga de un conocido contratista de obras, que aparecía encaramada en una de las altas banquetas, intervino para defender ardorosamente su versión. Aseguraba estar muy bien informada de los hechos y, según ella, a «Nena Clavel» la habían matado en un meublé para robarla. El asesino la estranguló y, después de apoderarse del dinero que llevaba en el bolso y de sus alhajas, marchó tranquilamente, diciéndole al encargado que despertasen a la señorita a las diez de la mañana, hora en que se descubrió todo.
—¡Tonterías! —protestó el primer informador—. «Nena Clavel» tenía demasiada categoría para dejarse caer por un meublé. Precisamente, había alquilado ese piso a fin de darle gusto al cuerpo, sin que nadie pudiese sospechar nada. Así se desprende de las declaraciones que los porteros han hecho a la policía. Además, ¡qué diablos!, yo no hablo por boca de ganso; es el propio comisario que interviene en el asunto quien me lo ha contado todo.
En aquel instante, Olga, que venía de la calle, penetró en el interior y se dirigió al otro extremo de la barra, en donde estaba Ángel preparando un Martini.
—¡Oye, Ángel!, ¿ha venido ya por aquí el señor Lozano?
—No, aún no.
—Me sentaré en la terraza. Dile a Anselmo que me lleve una Coca-Cola.
—¡Muy bien! Se dirigía de nuevo a la salida, cuando Marta la llamó para informarle de la sensacional noticia.
—Ya lo sé. Precisamente, todo ha ocurrido en la casa frente a la mía.
Se produjo un revuelo de expectación, y Olga no tuvo más remedio que informarles de ciertos detalles, dando cuenta del interrogatorio a que la había sometido la policía.
—¿Y cómo era aquel individuo que viste salir de la casa?
—No sé; un tipo corriente. Llevaba una gabardina y la cabeza descubierta. No pude fijarme bien; además, por allí había poca luz.
—Debía de ser el asesino —opinó Marta.
A los pocos minutos, Olga marchaba a la terraza y ocupaba una de las mesas al borde de la acera. En aquel instante, un taxi desembocaba en la plaza y se detenía cerca de ella, a unos tres metros de distancia. Alzó los ojos y divisó a Lozano que abría la portezuela y descendía del vehículo. Después de pagarle al chófer. Lozano se volvió y, al verla, la saludó alzando la mano.
—¡Hola, preciosa! ¿Qué haces aquí tan sola?
Olga permaneció durante unos segundos mirándolo, sin saber qué decir. Después habló:
—Hace poco que llegué. Pregunté a Ángel por ti.
—¿Querías algo?
—No —vaciló, y antes de que Lozano pudiera alejarse de ella, añadió—: Ahí dentro están hablando de lo que ocurrió anoche.
—¿Qué?
—Mataron a la amiga de Núñez, a «Nena Clavel».
—¡Ah!, ¿sí?
Andrés Lozano se había inmovilizado frente a ella y la miraba componiendo un gesto de risueña sorpresa. Al menos, eso creía él.
—Sí, anoche, en una casa frente a la mía.
—Pero ¿es que vives tú en… donde la mataron?
—Sí, en la República Argentina, pasado el puente de Vallcarca.
—¡Ya!
Olga se sentía angustiada. Lozano había bajado la cabeza y parecía meditar. Después de la pausa, preguntó:
—¿Y cómo sabes que fue «Nena Clavel» la mujer que mataron?
—Por la policía. Me estuvieron interrogando.
—¿A ti? ¿Por qué?
—Es que cuando yo llegaba anoche, en un taxi, a las once y media, vi salir a un hombre de esa casa frente a la mía.
—¡Ya entiendo! Te preguntaron por él, ¿no?
—Sí.
—¿Y qué les contaste tú?
—No les dije nada, bueno, quiero decir que sólo les conté que yo no lo había visto hasta entonces y que, además, como todavía no me había bajado del taxi y aquello estaba bastante oscuro, pues que…
—¿No pudiste, entonces, fijarte bien en él?
La angustia se agudizó, atenazándole la garganta y Olga bajó los ojos, sin responder. Oyó a Lozano que carraspeaba y trató de recobrar la serenidad. Pero, al alzar de nuevo la cabeza y mirarle a los ojos, no supo qué decir y se inmovilizó con la boca entreabierta. La sangre había huido de las mejillas de Lozano, que, después, trató de reír y cogió una silla, sentándose junto a ella a tiempo que le decía:
—¡Es cómico! Resulta que el individuo a quien anoche viste salir de esa casa debí ser yo. ¿Ocurrió todo eso en el ciento cuarenta y siete?
—Sí.
—Pues, entonces, era yo mismo. ¿Y no me reconociste?
—Sí —y añadió—: Pero no dije nada.
—Te lo agradezco. Si me interrogase la policía, tendría que poner en evidencia a cierta persona casada y… ¡Ya me entiendes! A mí, en definitiva, para nada puede afectarme el asunto, pero, de estar en mis manos, me gustaría no crearle trastornos de cabeza a nadie, ya que, al fin y al cabo…
—No dije nada —repitió Olga, que no parecía prestar atención a sus palabras, y Lozano suspendió el discurso.
—¡Gracias! —dijo secamente.
Se produjo un silencio embarazoso y Andrés Lozano aspiró el aire que, después, expelió lentamente, con los labios apretados.
—¿Qué ocurrió? ¿Por qué lo hiciste, Lozano?
—¡Vete al diablo! Hice ¿qué?
—¡No te enfades! Puedes confiar en mí. No diré nada. Artigas tampoco hablará.
—¿Artigas?
—Sí; anoche me acompañaba en el taxi, pero yo lo cité esta mañana en el «Bagatela». Allí hablamos, y prometió guardar silencio. No cree que tú puedas haber hecho eso.
—Tú sí, ¿verdad?
—¡No me importa! Yo sé que, en el fondo, eres bueno y que algunas veces en la vida se hacen las cosas sin uno quererlo. Nunca te lo he dicho, pero yo te aprecio mucho.
—¡Ya!
Quedó pensativo y, de súbito, se alzó de la silla como si en aquel preciso instante hubiese adoptado una repentina decisión. Olga lo contempló con susto.
—¿Adónde vas, ahora?
—A dar un paseo. Creo que puedo hacerlo. Y gracias por tus atenciones. Yo también te aprecio bastante. ¡Adiós!
Lozano, que, ahora, hacía gala de una súbita e inesperada serenidad, había hablado con cortante ironía. Después giró bruscamente sobre sus talones y se alejó de la mesa, en dirección a la Diagonal, seguido de la atónita mirada de Olga. Cuando, al doblar la esquina, desapareció, un tranvía daba la vuelta a la plaza y al roce de las ruedas contra los rieles se dejó oír como un lamento prolongado y agudísimo que rasgase el aire. Olga cerró los ojos.
* * *
Quince minutos más tarde, Andrés Lozano se presentaba en la comisaría de Gracia y se declaraba autor de la muerte de «Nena Clavel». El funcionario que aparecía tras de la mesa, clavaba sus sorprendidos ojos en él.
En aquel instante, Andrés sacó su mano derecha del bolsillo de la gabardina y depositó algo sobre la mesa.
—¿Qué es eso?
—¡La llave! ¡La llave del portal!
Se sentía mucho mejor y respiró, libre por fin de aquella sensación opresiva en la boca del estómago. Después, alguien le cogió del brazo —«¡Vamos, amigo!»— y Andrés le siguió dócilmente.