I

ELENA LE HABÍA DICHO por teléfono:

—Perdona que te moleste, pero es que Pablito está enfermo y supuse que tal vez te interesaría saberlo.

—¿Qué le pasa?

—Ayer tarde, cuando regresó del colegio, me pareció que se encontraba algo caluroso, le puse el termómetro y, efectivamente, tenía fiebre. Ha pasado la noche bastante intranquilo y esta mañana le había subido la calentura a cerca de treinta y nueve. Hará una hora que vino el médico. Dice que es un principio de gripe.

—¡Ya!

Hubo una corta pausa y Elena le preguntó:

—¿Deseas que le diga algo de tu parte?

La pregunta provocó en Andrés una risita ahogada.

—¿Dónde estás?

—En la calle. Salí para comprar unas cosas y lo que el médico ha recetado. Si quieres puedo ir a buscarte en un taxi y así vienes a ver a Pablito. Le darás una gran alegría. Siempre nos está dando la lata contigo. ¿Me esperarás?

Andrés veía al otro extremo de la línea el rostro ansioso de la mujer que acababa de hacerle aquella pregunta en tono de súplica.

—¡Está bien! —dijo tras corta pausa—. Te aguardo.

Y, ahora, Andrés Lozano se sentaba solitario ante una de las mesas de la terraza del «Luxor», el elegante bar de la plaza de Calvo Sotelo, en espera de la llegada de su hermana Elena. Había encendido un cigarrillo y fumaba pensativamente. Aún no hacía dos minutos que Olga se había despedido de él. Pero ¡al diablo con la muchacha! No era éste el tema que le preocupaba en aquel instante, sino su reciente conversación con Elena; mejor dicho, el sinnúmero de circunstancias y recuerdos que la charla telefónica sostenida con ella arremolinaba en su cabeza. Esto exactamente era lo que embargaba su ánimo en aquellos momentos. Le disgustaba profundamente la perspectiva de volver a poner sus pies en aquella casa. Sólo sus sobrinos contaban con su decidido afecto, especialmente el pequeño, Pablo. Por lo que respectaba a ellas dos… No le entusiasmaba mucho la idea de enfrentarse de nuevo con la madre. En cuanto a Elena…

Un recuerdo de la infancia, ya remota, de ambos, irrumpió inesperadamente en su memoria. Elena tendría por entonces unos ocho años. Llevaba un vestido claro y vaporoso —aquello debió ocurrir en un verano— y se peinaba los negros cabellos con la raya en medio hasta la nuca, partido en dos largas trenzas, rematadas por diminutos lazos encarnados. Estaban en un jardín o parque privado, porque correteaban sobre la hierba. ¿A qué jugarían? Después, se sentaron en el césped y Elena, inopinadamente, le preguntó: «Oye, Andrés, ¿te gustaría, cuando fueses mayor, casarte conmigo?». «Eres tonta. Los hermanos nunca se casan», le dijo él. «Ya lo sé —reconoció ella pensativa—, y no lo entiendo; de verdad, Andrés, no lo entiendo. Estaríamos siempre juntos y lo pasaríamos muy bien. Los demás chicos no me gustan. Pero podríamos hacer otra cosa: vivir juntos sin casarnos. Eso sí puede ser, ¿verdad?».

Los ojos de Elena se abrían limpios e inocentes. Dos luceros en el amanecer. Y él, que ya sabía a qué atenerse, se sintió traspasado de orgullo. «Sí —le contestó—. Estaremos siempre juntos y yo te defenderé».

Ahora el viejo recuerdo dibujaba en sus labios una amarga mueca. Aquella noche, cuando la venda le cayó súbitamente de los ojos, de haber tenido un arma en la mano, habría dado muerte a aquel canalla como a un perro. ¡Seguro! ¡De qué detalles tan insignificantes dependía, a veces, el destino de los hombres! ¿Dónde habría estado él en aquellos momentos, qué habría sido de su vida si…? ¡Y hubiese sido algo tan simple, tan… externo, a él mismo, llevar entonces, por ejemplo, una pistola en el bolsillo!… ¿Por qué circunstancias tan fútiles y aleatorias podrían imprimir rumbos imprevistos en la existencia de los hombres? De no admitir la idea de una Providencia vigilante y previsora —Andrés no lo admitía—, la vida humana se revelaba estúpida, sujeta al puro azar. Claro que existían otras circunstancias, éstas entrañables, que justificaban sobradamente todos los cambios, por revolucionarios que fuesen. Como le ocurrió a él. Todo un mundo —su mundo— se vino aquella noche abajo, con estrépito enloquecedor.

El hecho ocurrió en el curso de nuestra guerra civil, una noche de febrero del 38. Tenía veintidós años y ya llevaba más de trece meses movilizado, como soldado, adscrito por entonces a una de las brigadas de la 70 División. Combatía porque se veía obligado a ello. Nada más. Precisamente, no sentía el menor entusiasmo por la «causa del pueblo», y de buena gana se hubiese pasado al otro lado, pero Andrés no quería ni podía separarse de sus familiares. La madre, la hermana y sus dos sobrinos pequeños —el mayor sólo contaba cuatro años— seguían viviendo en el viejo piso de Alcántara. Allí fue donde se instaló la familia cuando llegó a Madrid el año treinta y uno, procedente de Alicante. Por entonces, sólo eran cuatro: su padre, su madre, Elena y él.

Al terminar el bachillerato, se matriculó en la Facultad de Medicina, pero la imprevista muerte del padre le dejó en difícil situación económica y truncó la carrera, que tuvo que abandonar mediado el segundo curso. No se amilanó. Al contrario. Tenía un deber que cumplir y nada le parecía, entonces, tan hermoso.

Dos días antes de morir, una noche, el padre lo llamó y, una vez a solas en el cuarto, le dijo:

—Sólo tienes diecisiete años, pero te voy a hablar como si ya fueses un hombre. Hace falta que seas ya un hombre, ¿comprendes, Andrés?

—Sí, papá —respondió él.

Conversaron grave y sosegadamente. El padre le detalló todos los pasos que Andrés debería dar después de su fallecimiento, a fin de salvar el bache y establecer la vida de la familia sobre una nueva base económica.

—… y le recuerdas a don Luis la promesa que me hizo. Estoy seguro que conseguirá un empleo para Elena. Entre lo que le den a ella, lo que ganes tú en la compañía de seguros y las doscientas pesetas mensuales que, durante tres años, os enviará tío Enrique, podréis vivir, estrechamente, pero con decencia. Después —sonrió el enfermo (¡y cómo recordaba Andrés aquella sonrisa!)—, si has sabido ser el hombre que yo espero de ti, viviréis mejor.

—Sí, papá.

—Pues, nada más. Cuida a Elena y a tu madre. Y vigílalas. Las mujeres no piensan mucho. Eres tú quien, desde ahora, tienes que pensar por ellas.

—Sí, papá —repitió Andrés por tercera vez.

Cuando se vio a solas en su cuarto, rompió a llorar. Un llanto ardiente, viril. Su padre era el hombre más admirable de la Tierra, y él…

Abrió la ventana. Aquella noche, en el cielo nocturno, las estrellas lucían como diamantes, frías y duras, con una grandeza trágica que sobrecogía el alma.

* * *

Con arreglo a lo que dispuso su padre, Andrés entró a trabajar en la compañía de seguros y, al poco tiempo, Elena lo hacía en un despacho particular. Allí fue donde conoció a su futuro marido. Al principio, el noviazgo no le hizo a Andrés ninguna gracia. Consideraba que aquel Pablo Segura, a pesar de su destacado puesto en la casa donde trabajaba —lugarteniente y hombre de confianza del patrón—, no era, en modo alguno, partido para su hermana. La madre se burló de él sarcásticamente. ¿Acaso estaba ciego? Ellos eran unos pobretones y el señor Segura gozaba de un magnífico sueldo. Además, se trataba de un hombre sin cargas familiares. Se instalaría en la casa, Elena dejaría de trabajar y todos volverían a vivir sin agobios económicos. ¿Podía su hija aspirar a algo mejor?

—Sí —le contestó él—; a casarse con un hombre digno, de quien se sienta enamorada.

—¡El señor Segura es persona digna como la que más!

—No lo dudo, pero le lleva a Elena lo menos quince años y estoy convencido de que ella no puede estar enamorada de ese hombre. Eres tú la que, con tus consejos, tuerces su voluntad. Además, en el supuesto de que llegasen a casarse, él no tiene por qué mantener a nadie fuera de su mujer, y ni tú ni yo necesitamos de su ayuda.

—¡Eres un estúpido orgulloso como tu padre! Pero con él, por lo menos, vivíamos decorosamente. ¿Disfrutas con que tu madre pase miserias? ¿Esto es lo que quieres?

—¡Cállate!

—¡No me da la gana! Eres tú, mocoso, quien debe callar. Elena es mi hija, y nadie mejor que su madre para saber lo que le conviene.

—Lo que le convenga a ella, bien; pero no lo que te convenga a ti.

Una furiosa bofetada, que restalló en la mejilla de Andrés, fue su respuesta. Él la miró pálido y sereno, sin pestañear y, entonces, la madre rompió a llorar, presa de un ataque histérico.

* * *

La anterior escena tuvo lugar a solas en la casa, durante una de las ausencias de Elena. Aquella noche, las dos mujeres se encerraron en la alcoba de la madre y allí sostuvieron un largo conciliábulo. Al día siguiente, Andrés acompañó a su hermana hasta la oficina.

Por el camino, Andrés abordó el tema origen de la disputa del día anterior. Estaba convencido de que Elena se franquearía plenamente con él, dándole, al final, toda la razón. En cierto modo, se llevó un chasco. La muchacha hizo gala de una reserva insospechada, mostrándose fría y llena de cautela. Sólo al final reaccionó de modo inequívoco y revelador.

Elena le dijo que, en efecto, estaba decidida a casarse con su jefe, un hombre que le convenía y a quien ella apreciaba mucho.

—¿Estás enamorada de él?

—Pues… sí. No es que me vuelva loca cuando le miro pero no me desagrada. Además, es muy bueno.

—Mira, Elena, tú eres una chiquilla todavía. Sólo tienes dieciocho años y…

—Y tú, diecinueve. No seas tonto, Andrés; las mujeres a esta edad somos bastante más mayores que vosotros, los hombres. Sé muy bien lo que hago.

—¿No ha sido mamá la que te ha convencido?

—Lo he decidido yo. Mamá se ha limitado a aconsejarme, como era su deber. Nada más.

—¡Está bien! ¿Habéis pensado ya en buscar piso?

Elena se echó a reír.

—¡Qué tontería! Pablo sabe que no deseo separarme de vosotros y está encantado con que vivamos todos juntos.

—Pero yo no soy de la misma opinión. Es más, estoy decidido…

No pudo seguir. Elena, saliendo súbitamente de su aparente frialdad, le interrumpió, con los ojos húmedos de lágrimas.

—¡Tú eres un orgulloso y un egoísta que no piensas nada más que en ti! ¿Por qué quieres privarme de que siga viviendo con vosotros?

—Te vas a casar, y te debes al marido. ¿O es que no lo quieres?

—Sí, le quiero; pero también quiero a mamá y te quiero a ti, y no veo la razón de este estúpido empeño tuyo. ¡Por Dios, Andrés, sé razonable! Yo…

Habían llegado al portal de la oficina. La muchacha guardó silencio, mientras se secaba las lágrimas. Después, le sonrió y se despidió de él, besándole en la mejilla.

—¿Verdad que tú también lo quieres?… ¡Por favor, Andrés!…

—No te preocupes —le dijo él.

Aquella reacción final de su hermana llevó a su ánimo el convencimiento de pisar terreno firme. Elena se sacrificaba generosamente con los ojos puestos en su madre y en él. Pero Andrés no lo toleraría; no podía tolerarlo. Se informó de la dirección de Pablo Segura, y aquella misma noche giró una visita a su domicilio.

El hombre vivía en una casa particular de la calle Fortuny, en donde tenía alquiladas dos habitaciones. Recibió a Andrés en una especie de salita-despacho, contigua a su dormitorio. Era un individuo de unos treinta y cinco años, alto y delgado, algo encorvado de hombros. En su rostro alargado, todo era vulgar, salvo la serena y bondadosa expresión de sus ojos, que jamás hurtaba a la curiosidad del interlocutor.

Andrés sólo había cambiado, en dos ocasiones anteriores breves palabras con él. La primera, al presentárselo su hermana, un día que fue a buscarla a la salida del despacho; la segunda, un sábado por la tarde, en el piso de Alcántara, en donde aguardaba a las dos mujeres, mientras éstas se arreglaban, para llevárselas al teatro.

Aquella noche, Pablo Segura no pareció sorprenderse mucho de la presencia de Andrés. Salió al vestíbulo y le saludó cortésmente, dándole la mano. Después, le invitó a pasar a la salita. Pero cuando cerró la puerta se volvió hacia él, preguntándole vivamente:

—¿Ha ocurrido algo?

—No. Sólo que quiero hablar con usted. Franca y noblemente.

Pablo Segura le miró por breves instantes a los ojos. Después le dijo:

—Puede hacerlo. Pero siéntese usted.

Andrés se sentía, en cierto modo, nervioso. Se acomodó en una butaca y Pablo Segura en una silla, frente a él.

—¡Dígame, Andrés! —invitó con una sonrisa.

—Verá… Ignoro cómo acogerá mis palabras, pero es necesario que me oiga. No suponga que sienta por usted la menor animosidad; al contrario, particularmente, usted me parece una buena persona. Son circunstancias ajenas a usted mismo las que esta noche me traen aquí para decirle que desista de casarse con mi hermana.

—¿Qué circunstancias son ésas?

—Se las diré crudamente: mi hermana no está en absoluto enamorada de usted. Se casa sólo por su dinero, con la mirada puesta en mi madre y en mí. Se sacrifica por nosotros dos, y esto únicamente es lo que le empuja a consentir en el enlace. ¿Dónde proyectaban irse a vivir después de la boda?

—Al piso de ustedes.

—Dígale a Elena que ha cambiado de idea, que prefiere vivir en completa independencia de nosotros. ¿Cómo cree que reaccionará?

—Negándose a casarse conmigo.

—¿Entonces?… —murmuró Andrés, atónito, ante aquella respuesta que, en modo alguno, esperaba.

—Sí, Andrés —dijo Pablo Segura después de la pausa—; no me descubre nada nuevo, aparte de la sorpresa que me ha producido su visita; mejor dicho, que el motivo de su visita me ha producido. Me agrada usted, Andrés.

—¡Muchas gracias! —le replicó él desabridamente—. ¿Persiste, pues, en la idea, después de lo que ha escuchado?

—Sí. Yo también tengo mis razones. ¿Quiere oírlas?

—No hace falta. Me las sé de memoria: que está enamorado de mi hermana y que no le importa pasar por cualquier situación, por indigna que sea, con tal de conseguirla.

—¡Se equivoca!

—¿Acaso aspira a convencerme?…

—¡Quiere usted callarse y dejar que hable yo! —le atajó Pablo Segura—. ¡Tengo derecho!

—¡Hable! —consintió Andrés, contemplándole con ofensiva ironía.

Pablo Segura se concedió una pausa para serenarse. Le temblaban las manos y las cruzó. Después, bajó la cabeza y empezó a hablar en un tono cálido y bajo, pero con insospechada fluidez:

—Estoy profundamente enamorado de su hermana. Es cierto que ella no me corresponde en la misma medida. Me aprecia, eso sí, y sabe que no le puedo defraudar en las ilusiones que conmigo se ha forjado…

—¿Alude?…

—Aludo a lo mismo que usted piensa y a otras muchas cosas más. Pero no me interrumpa y deje que me explique… En otras circunstancias, colocado en esta misma situación, me considero un hombre lo suficientemente digno como para saber renunciar a la mujer que quiero, si considerase que ello podría redundar en su mayor felicidad. Pero el caso de Elena no es éste. Aunque no se sienta enamorada de mí, ella me aprecia, y yo sé que, cuando nos casemos, será feliz, porque podrá ver cumplidos sus deseos de ahora y que, en todo momento, sólo ha pensado en su bien. Le hablo con el corazón en la mino: Si estuviese convencido de que renunciando a Elena su vida sería más dichosa, en este mismo instante adoptaba la decisión. Pero, le repito que no lo creo.

—Un argumento gratuito a medida exacta de sus deseos —opinó Andrés—. ¿En qué se funda para exponer que Elena no sería más feliz si usted desistiese de casarse con ella?

—Es una convicción.

—Pero gratuita, ¿verdad?

—¡Óigame, Andrés!: Usted se ha manifestado ante mí con una franqueza admirable y… brutal. Por lo visto, tengo que pagarle en la misma moneda. ¡Bien sabe Dios que lo siento! ¡Fíjese en lo que voy a decir, porque, después, no pienso darle más explicaciones!

Pablo Segura se había alzado del asiento. Le brillaban los ojos y hablaba visiblemente alterado. Andrés le miraba ahora expectante, impresionado por su actitud. El hombre se detuvo frente a él y, apoyando su índice en el pecho de Andrés, continuó, arrastrando las palabras:

—¡Usted me gusta!… ¡Elena me gusta!… Pero…

—Pero ¿qué? —murmuró Andrés, que se había puesto pálido.

—¡Su madre no me gusta!

—¿Qué insinúa? ¿Qué quiere decir?

—¡Lo que ha oído! ¡No añadiré ni media sílaba más! ¡Compréndame!… Y ahora, cálmese y que esto quede entre nosotros dos. Como es lógico, a Elena no le he dicho nada de esto; Elena nunca sabrá nada. Considéreme ya un hermano, Andrés. Usted es un muchacho admirable, pero le falta experiencia. Yo la tengo. Viviremos juntos, y Elena será feliz, y formaremos una familia modelo…

—¿A pesar de opinar?… —Las circunstancias serán entonces muy distintas y el peligro ya no existirá. Estoy seguro. Confíe ciegamente en mí, Andrés. Le juro que jamás le defraudaré, porque mis intenciones son honradas, porque quiero a Elena de un modo noble y sólo pienso en su bienestar, porque…