VII

TRES DÍAS MÁS se pasó Andrés sin poder ir por el Grupo. Después de la impresión recibida, Elena, indispuesta, tuvo que guardar cama, y los chicos estaban con anginas. Su madre no era mujer de muchas iniciativas; sólo sabía desesperarse, y Andrés tuvo que hacerse cargo de la situación.

Cuando por fin, al tercer día, Elena reaccionó y se alzó del lecho, Andrés telefoneó al Grupo para informar a Libertad de lo ocurrido y decirle que al día siguiente ya se pasaría por allí. Otro acontecimiento inesperado le aguardaba.

—Aquí ya no hay ningún «Grupo Roses» —le dijeron.

—¿No es ése el treinta y tres, cinco, ochenta y siete? —preguntó Andrés, creyendo haber equivocado el número.

—El mismo. Pero ya te digo que esto no es el «Grupo Roses». Ahora está aquí el Ateneo de Argüelles. ¿Quién eres tú?

—¿Está Libertad?

—No conozco a ninguna Libertad. ¿Pertenecías al Grupo, tú?

—Sí.

—Pásate por aquí, que tenemos que hablarte, compañero.

—Pero ¿qué ha ocurrido?

—¿Es que no sabes todavía que el compañero Roses ha caído en el frente? Como es lógico, se ha disuelto el Grupo. Ven cuanto antes para recibir las nuevas instrucciones.

—¿No podría ponerse el compañero Serrano?

—No está aquí. ¿Cómo te llamas tú?

Andrés colgó el auricular sin despegar los labios y, durante varios segundos, permaneció absorto, junto al aparato.

¿Qué habría pasado? ¿Seria cierto que a Roses lo habían matado en el frente? De todas formas, aún admitiendo el hecho, resultaba extraño que se hubiese procedido con tanta celeridad a la disolución del Grupo. Además, ¿por qué no estaba en el hotel Serrano y, sobre todo, Libertad? Su oyente le había dicho: «No conozco a ninguna Libertad». ¡Qué raro!

Cuando se vio en la calle, echó a andar apresuradamente, mientras en su cerebro se barajaban las ideas más dispares.

En Santa Bárbara, se detuvo vacilante, preso de temores inconcretos, y al mismo tiempo, convencido de que no le quedaba otra solución que pasarse por el hotel, si quería salir definitivamente de dudas. Y entonces fue cuando, repentinamente, se acordó de Mario Buendía, un personaje apolítico como él, que trabajaba en el economato del Grupo y de quien casualmente conocía su dirección. Quizá le encontrase en su domicilio y en tal caso…

Mario Buendía residía con su familia en un piso de Fuencarral, cerca de la Glorieta de Bilbao. Le abrió la puerta una dama ya entrada en años, con el pelo casi blanco. Resultó ser la madre de su compañero de trabajo, pero, según ella, hacía dos días que no sabía nada de su hijo. Mario solía dormir en el Grupo y, en ocasiones, se pasaba varias fechas sin verlo. Si deseaba entrevistarse con él, sólo tendría que dirigirse al hotel de Rosales. Allí lo hallaría.

—¡Ya! —exclamó Andrés, pensativo.

Comprendía que la buena señora se encontraba completamente ignorante de lo ocurrido, y no se atrevía a franquearse con ella para evitar alarmarla. Ésta lo miraba con curiosidad.

—¿Es usted amigo de Mario?

—Sí. Me llamo Andrés Lozano.

—¿Andrés Lozano? Mario me ha hablado varias veces de usted. Pero ¿no trabajaba usted también en el Grupo?

—Sí. Es que hace cuatro días que no me asomo por allí y creyendo que su hijo podría encontrarse en casa…

—¡Pase usted! —le interrumpió la señora, mirándole a los ojos.

Cuando se cerró la puerta, le hizo señas de que la siguiese. Penetraron en un reducido gabinete en donde se encontraba una mujer de unos treinta y cinco años, a quien la dueña de la casa presentó como su hermana. Después, le dijo:

—Perdone que no le haya sido franca; ignoraba quién podría ser usted. Mario ya no trabaja allí. ¿No sabe lo que ha pasado?

—No, aunque me sospecho algo raro. Precisamente, por eso quería ver a su hijo. He estado cuatro días ausente del Grupo, y hoy se me ocurrió telefonear. Me dijeron que el Grupo Roses se había disuelto y que me pasase por el hotel para recibir nuevas instrucciones.

—Pues no se le ocurra ir por allí. Hace dos noches, unos individuos asaltaron el hotel, ocupándolo por la fuerza y deteniendo a todo el mundo. Mario logró escapar y se vino aquí. Después, se refugió en casa de otra hija que tengo casada, temiendo que alguien pudiese estar al tanto de estas señas. Allí se encuentra ahora.

—¿Y no podría verle?

—Le daré la dirección de mi hija, y nosotras telefonearemos diciendo que va usted.

Se despidió de las mujeres y, veinte minutos más tarde, pulsaba el timbre de un piso de don Ramón de la Cruz. Le franqueó la entrada una mujer joven, a quien Andrés supuso hermana de su amigo. Así era, en efecto. Le dio su nombre y la muchacha le acompañó por el pasillo, hasta introducirlo en un pequeño dormitorio. La ventana, que daba al patio, tenía la persiana bajada y la reducida alcoba aparecía sumida en penumbra. Mario estaba en mangas de camisa y avanzó a su encuentro para estrecharle la mano nerviosamente.

—¡Hola! Siéntate.

—¿Qué ha pasado? Telefoneé esta mañana, y me dijeron que se había disuelto el Grupo.

—A la fuerza. Anteanoche, después de las doce, se presentaron en el hotel unos tipos que bajaron de dos camiones. Supongo que vendrían del Centro. Yo aún no me había desnudado. Escuché voces y salí al pasillo. Discutían con Barroso, que estaba de guardia, amenazándole. «Tú eres un cochino emboscao —le decían—. Venimos por los fascistas que tenéis aquí». Después, mientras unos cuantos subían al primer piso, otros obligaban a Barroso a que les condujese al sótano. No quise esperar más, y me metí en el economato, corriendo hacia la puerta trasera que da al jardín. Una vez fuera, la cerré con llave y me escondí detrás del garaje, entre unos cajones, junto a la verja. En la calle, se oían pasos. Comprendí que habían cercado el hotel y permanecí bien oculto entre los cajones. Dentro del edificio chillaban con susto las mujeres y el abuelo Ventura daba voces. Le oía gritar perfectamente: «¡Viva la revolución!». Por lo visto, estaba armado y debió tomar a los asaltantes por fascistas. Oí disparos de pistola y, después, la ráfaga de una metralleta. Mataron al abuelo Ventura.

—¿Y cómo lo sabes?

—Después de la ráfaga, no se oyeron más sus voces y escuché los gritos de Libertad que se peleaba con ellos, acusándolos de haber matado al viejo.

—¿Qué más sabes de Libertad?

—Pues eso sólo. Finalmente, se calmó todo el jaleo y sacaron a los detenidos, llevándoselos en uno de los camiones. Ya se habían hecho dueños de la situación y los que vigilaban en la calle entraron en el hotel. Entonces, salté por la verja y me alejé de allí a toda prisa. Es todo lo que te puedo contar.

—¿No has tenido después ocasión de hablar con alguien del Grupo?

—No, no; ni lo he intentado. No creo que a los compañeros les pase nada, pero a los que estamos en edad como tú y yo, nos largarían en seguida al frente. Por eso me he escondido, mientras mi cuñado me busca otro enchufe.

—¡Bien se han aprovechado de la ausencia de Roses! Ahora comprendo por qué accedieron, finalmente, a sus deseos. Esperaban que se confiase, como así ha sido, y que marchase al frente con la mayoría de los compañeros. Entonces, sería el momento ideal.

—Pero es que a Roses lo han matado en el frente.

—Ésa es la excusa que habrán esgrimido.

—Pues el periódico trae la noticia.

—¡Ah!, ¿sí?

—Claro. Aquí lo tengo.

Mario Buendía le entregó un ejemplar de Castilla Libre del día anterior, en donde se insertaba la noticia, bajo el titular «Sangre fecunda». El periodista daba cuenta de la sensible pérdida del compañero Valeriano Roses, caído heroicamente al frente de sus hombres, durante un contraataque, en el sector del Tajo, al atardecer del día 9. Después de enumerar los méritos del viejo afiliado, se extendía en las obligadas consideraciones retóricas que justificaban el titulillo.

Acabada la lectura, Andrés dejó caer el diario sobre la cama. No cabía duda; Roses había muerto.

—¡Lo siento! Era una magnífica persona. Por lo visto, en cuanto los del Centro se enteraron, no quisieron perder el tiempo. ¿No puedes decirme nada más de Libertad?

—No. Sólo sé lo que te he contado. Probablemente seguirá en el hotel.

—Tal vez —admitió Andrés, sin mucha convicción, para ahorrarse las explicaciones, acortando la charla.

Cuando se vio en la calle, echó a andar sin rumbo fijo, preso de honda pesadumbre. Todos los planes de cinco fechas atrás se habían derrumbado como naipes de un frágil castillo, al soplo de las imprevisibles circunstancias. Dada la nueva situación planteada por la muerte de su cuñado, quizás aquel último acontecimiento fuese, en cierto modo, providencial. Andrés quedaba como único varón adulto de la casa y, en tales circunstancias, hubiese tenido que terminar por renunciar de todas formas a la muchacha. Una idea que no le consolaba. Pero recordaba las palabras de su progenitor en el lecho de muerte: «Cuida a Elena y a tu madre». Sí; por arduo que fuese, aquél era su deber. Intentar localizar a Libertad, verse de nuevo con ella, sólo serviría en la nueva situación para complicar las cosas y hacer aún más difícil la espinosa tarea que no podía soslayar. «Tal vez más adelante…». Un pensamiento formulado sin la menor convicción. Tenía que renunciar a Libertad. La había perdido para siempre.

Detuvo sus pasos. Frente a él, por la Castellana, un batallón de milicianos desfilaba al grito de «¡U. H. P.!». Los transeúntes alzaban resignada y dócilmente los puños. Una escena triste y grotesca. Andrés dio la vuelta y se alejó sin ningún disimulo. Nadie llamó su atención.