XI

EL DÍA QUE LLEGÓ a Cuenca —una de las últimas fechas de enero de 1938— llovía y hacía un frío intensísimo. Los camiones pasaron frente al Instituto, cerca del puente, y ellos tuvieron que subir andando, con las armas y petates, hasta el antiguo seminario, transformado en cuartel. Venían de Tragacete. El batallón se completaría allí con nuevos elementos, pasando a formar parte de una de las brigadas de choque de la 70 División. Oficiosamente circulaba el rumor de que la batalla de Teruel ya había dado de sí cuanto cabía esperar de ella, y que muy pronto se estabilizarían las líneas, para, más adelante, plantearse la lucha en oíros sectores. Ellos ya no combatirían en Teruel.

Sus familiares seguían perfectamente. Eso le decían su madre y su hermana en las cartas. Elena se pasaba regularmente por el Sindicato para retirar el suministro y Sellés seguía prestándoles su generosa ayuda. ¡Excelente sujeto aquel Sellés! Jamás podría pagarle el inmenso favor que, en aquellas circunstancias, representaba lo que venía haciendo por ellos desde la muerte de su cuñado. Desde luego, si en alguna ocasión se le presentaba la oportunidad de poderle servir de algo, Andrés no repararía en sacrificios. Por cierto que la última vez que pasó por Madrid, no pudo saludarle. Le telefoneó a su oficina y se encontraba ausente de ella. Además, iba de paso por la capital, y sólo pudo permanecer un día escaso con los suyos. Fue a raíz de lo de Brunete, unas dos semanas más tarde. Todavía le duraba la impresión de lo vivido por aquellas fechas. La muerte de Castro se la confirmó uno de los escasos supervivientes de la 3.a Compañía, única que, en cierto modo, pudo librarse del copo. Las restantes desaparecieron literalmente y todos sus componentes murieron o fueron hechos prisioneros, al caer su capitán con la cabeza destrozada de un balazo. Hasta aquel instante, el batallón estuvo defendiéndose con heroísmo ejemplar y, como se reconoció después oficiosamente, el sacrificio de Castro, al frente de sus hombres, hizo posible la retirada de otras unidades a nuevas posiciones, evitando un desastre mucho mayor todavía.

En aquella ocasión, las mujeres le preguntaron por su amigo y él pasó sobre ascuas por el tema, informándoles escuetamente de que Castro había muerto, pero sin entrar en detalles que pudiesen contribuir a remover hechos y circunstancias de los que quería olvidarse y que, además, ya no venían a cuento. La noticia alteró visiblemente a Elena. Eso, al menos, creyó adivinar. Después, cuando se despidió de él, su hermana se mostró mucho más afectada que en ocasiones anteriores y estuvo llorando.

—¡Cuídate, Andrés! Y escríbenos siempre que puedas.

—Eres tonta. Nada me pasará. No tenéis que preocuparos por mí.

Pero él sí se sentía preocupado. ¿Terminaría alguna vez aquel infierno de guerra? Estaba seguro de que los nacionales se alzarían al final con la victoria, pero ¿cuándo? La tozudez de aquellos dirigentes que no cedían ante los continuos descalabros y que, con irritante contumacia, volvían siempre a las andadas, montando ofensivas que indefectiblemente terminaban en estrepitosos fracasos, le sacaba de quicio. Brunete, Belchite, ahora Teruel, mañana… ¡Al diablo! Sacrificaban vidas humanas sabiendo de antemano que todo estaba ya perdido. Un juego estúpido, criminal.

La verdad era que, desde la muerte de Castro, el humor se le había agriado ostensiblemente y que, tal vez por ello, el panorama se le ofrecía recargado de tintas. Le propusieron enviarle a Valencia para que asistiese como alumno a un cursillo de capacitación: Tres meses de vida regalada y la posibilidad de buscarse luego un buen enchufe. No obstante, rehusó y prefirió quedarse en la trinchera, como simple soldado. No quería dar un solo paso que pudiera interpretarse como espontánea colaboración con aquella gente.

Ahora los habían trasladado a Cuenca para acoplarlos en una nueva unidad y sólo aspiraba a que aquel paréntesis se prolongase por el mayor tiempo posible. Las mañanas las pasaban encerrados en el cuartel, ejercitándose con los nuevos reclutas, en el patio del antiguo Seminario. Por la tarde, se reanudaban las tareas, y a eso de las seis les daban suelta.

De cuando en cuando el Comisario, un tal Espinosa, de las Juventudes Comunistas, los reunía en el patio, para arengarlos con unos discursos cuajados de lugares comunes, en donde se traslucían a cien lenguas las consignas de su partido bebidas en la última reunión de célula. El hombre hacía gala de cierta verborrea, pero era de una incultura enciclopédica y, a veces, decía unos disparates muy cómicos. En una ocasión, después de afirmar que la guerra contra el fascismo era al mismo tiempo la guerra por la independencia patria, puesto que Franco ya había vendido España a alemanes e italianos —rebosada consigna del PC por aquel entonces—, exhortó a los presentes a oponerse a tan criminales designios, a imitación de los héroes caídos en defensa de tan alto ideal. Y daba unos cuantos nombres de correligionarios suyos, mencionando, entre ellos, a los «camaradas Daoiz y Velarde». Por lo visto, el hombre los suponía afiliados a su partido; tal vez agentes venidos de Moscú.

También corría a cargo del comisario Espinosa la tarea de encabezar las periódicas visitas que solían hacerse, por pequeños grupos, a las dos guarderías infantiles para huérfanos de combatientes, que funcionaban en la ciudad. A los acogidos en ellas se les había dicho que sus padres habían muerto por un noble ideal, frente a un enemigo feroz y despiadado, y, como es lógico, los niños recibían con júbilo la visita de los soldados, quienes, si eran ingenuos y de pocas luces, se contagiaban, en cierto modo, de aquel sincero entusiasmo por una guerra que tan justificada quedaba a los ojos infantiles. Un ardid que no carecía de astucia.

Aquella mañana, Andrés prefirió agregarse a la expedición. En caso contrario, tendría que permanecer encerrado en el cuartel, panorama que le seducía menos todavía.

La guardería que iban a visitar estaba instalada en el antiguo Colegio de San Pablo, un exconvento de dominicos, emplazado estratégicamente al otro lado de la hoz del Huécar y unido a la ciudad por un arriesgado puente de hierro de unos treinta metros de altura, sobre el nivel del río. El cielo se ofrecía completamente despejado y la tibieza del sol se dejaba sentir como una suave caricia en la mañana invernal.

El grupo se componía de veinte soldados capitaneados por el inevitable Espinosa. Según decían los bien informados, en aquella guardería se obsequiaba a los visitantes con un vino excelente, aparte de que dos o tres de las muchachas que cuidaban de los chicos estaban muy bien, detalles ambos dignos de aprecio.

Los recibió la directora, que les acompañó por las diversas dependencias, informándoles de los detalles de rigor. Los niños ya estaban reunidos en el patio. Cuando descendieron a él, los chicos los acogieron con espontáneos gritos de júbilo, pero sin romper la formación, perfectamente alineados. Dio comienzo el programa, al parecer, ya formulario. Habló la camarada directora y, a continuación, por los visitantes, el inefable Espinosa. Una verdadera tabarra. Sólo los chicos parecían prestar complacida atención a los discursos. Después, los niños lucieron sus habilidades corales, entonando canciones de una pureza proletaria innegable, pero, por eso mismo, repelentes en sus labios. A Andrés, que recordaba las ingenuas canciones de su niñez carentes del menor sentido práctico y jamás ramplonas, le producía verdadera tristeza oírles decir:

… los que trabajan comerán,

la explotación va a concluir…

Terminado el desagradable concierto, los chicos rompieron filas y corrieron alegremente hacia ellos, formándose diversos grupos. Estaban ya acostumbrados a aquellas periódicas visitas y para ellos debía constituir una auténtica diversión charlar con los «héroes» de aquella guerra, que en sus imaginaciones se pintaba como una fabulosa aventura, en donde morir sólo significaba alcanzar un eterno timbre de gloria. ¿No habían caído sus padres en ella y por ella? Llevaban la voz cantante y los soldados, contagiados unos de su limpio entusiasmo y, otros, más comprensivos, llevados de la compasión, respondían a sus numerosas preguntas, velando fealdades y alimentando sus pueriles fantasías.

Andrés permanecía, en un extremo del patio, en compañía de cuatro chicos y de otro soldado. Se había limitado a salir del paso, escurriendo el bulto, y el peso de la conversación recaía ahora en su compañero, que se manifestaba mucho más animado y comunicativo. Los niños no mostraban ya el menor interés por él.

Al final, asistía de mudo espectador a la escena. Se entretuvo en recorrer con la mirada el claustro del antiguo convento, de severos arcos románicos, con columnas de labrados capiteles que reproducían ingenuas escenas de la Biblia. De pronto, el corazón le dio un vuelco y se inmovilizó atónito, sin poder dar crédito a los ojos; allá, en el otro extremo del patio, junto a una puerta que se abría al claustro, estaba Libertad. ¡Era ella, sin duda! Conversaba con la camarada directora, que parecía darle ciertas instrucciones. Después, la directora la dejaba sola y Libertad hacía intención de volver a penetrar en el interior.

Andrés reaccionó súbitamente y avanzó, a grandes pasos, a través del patio. Cuando llegó a la puerta, la muchacha ya marchaba pasillo adelante.

—¡Libertad!

Quedó parada y dio la vuelta, mientras Andrés avanzaba rápidamente a su encuentro.

Hacía casi año y medio que la había perdido de vista. En todo aquel período de tiempo, jamás pensó seriamente en la posibilidad de volvérsela a tropezar algún día. Había renunciado a la muchacha y, por doloroso que fuese, el conflicto sentimental ya no tendría otra solución. Estaba fallado. ¿Qué razones, pues, podrían abonar la procedencia de un nuevo encuentro? Algo absurdo, en lo que no valía la pena de pensar. Pero la vida es así muchas veces a nuestros ojos: absurda, y parece complacerse en plantearnos las situaciones más inesperadas, sin preocuparse poco ni mucho de los cálculos y proyectos que pueda haberse hecho ese ente minúsculo que para ella debe ser el hombre. ¿Tal vez porque se reserve sus propios y ocultos designios? No lo sabemos, y es precisamente esta ignorancia la que, en tales circunstancias, nos hace sentirnos marionetas en sus manos. Ante lo inesperado que surge, hay que improvisar. Pero el andamiaje mental tan sabiamente perfilado, de nada nos sirve ya, y es, entonces, el instinto, la sangre, lo irracional, quien irrumpe y es circunstancia entrañable de nuestra existencia, y a la razón no le queda más recurso que alzar otro de sus inefables tinglados, ahora con nuevos materiales. ¡Cómica tarea!

Andrés también tuvo que improvisar. Jamás se había imaginado la posibilidad de tener que volver a decidir en un conflicto que, según él, ya estaba resuelto. ¡Qué engañado vivía! Con su simple presencia, Libertad volvió a plantearlo y, ahora, más intensamente que nunca. Por fortuna o por desgracia, entonces habló su corazón, sólo pudo hablar su corazón.

Libertad se mantenía frente a él, pálida y seria. Pasada la impresión de los primeros momentos, se había recobrado y componía un gesto que quería ser formulario, de circunstancias. Estaba más delgada y fijaba los ojos en él, con una serenidad patética que prestigiaba la belleza de su rostro, más conmovedor que nunca. Quizá contribuyese a la apreciación su estado de ánimo de aquellos momentos.

—¿Qué haces aquí, Libertad?

—Trabajo en la guardería. Tengo a mi cargo el almacén. Y tú, ¿es que ahora estás en Cuenca?

—Sí; de paso. No sé por cuánto tiempo. Supongo que dentro de una semana o de dos a lo sumo, nos mandarán otra vez al frente. Tenemos el cuartel en el Seminario.

—Muy bien. Pues, me alegro mucho de volverte a ver, Andrés. —Le sonrió y esbozó el ademán de darle la mano, a tiempo que añadía—: Cuando me llamaste iba a decir que subiesen vino y unas galletas. Creo que es para vosotros. Me disculparás, ¿verdad?

No se había deslizado en la conversación la menor palabra que pudiese hacer referencia a nada íntimo de ninguno de los dos. Fue Libertad la que, una vez recobrada de la sorpresa, había impuesto aquel forzado tono de cortesía impersonal. En aquel instante, Andrés, llevado de un impulso irreprimible, cogió con fuerza la mano que se le ofrecía, sin soltarla.

—¡Libertad, escúchame, no te vayas! Tenemos que hablar.

—¿De qué?

—Pues… de nosotros, de todo este tiempo en que no nos hemos visto…

—No puedo. Tengo quehacer. ¡Déjame!

—Pero ¿es que no lo comprendes?… ¡Mira!, esta tarde a las seis salgo del cuartel y vengo a verte. ¿Quieres?

—No; no podré. Hay trabajo.

—¡Pero es que yo necesito hablar contigo, explicarte…! ¿No lo entiendes o no lo quieres entender? —Y como ella guardase silencio, añadió—: ¿Qué te pasa, Libertad?

—Nada. Sólo que no creo que tengas que explicarte conmigo. Todo aquello ya pasó. Ahora, yo…

Se interrumpió y bajó la cabeza, súbitamente alterada, tratando de ocultarle el rostro, a tiempo que se dejaban oír los pasos de alguien que avanzaba por el corredor. La muchacha intentó zafarse nerviosamente de Andrés, pero éste, que la había asido también de la otra mano, no la soltaba.

—¡Deja, deja, por favor!

—¡Dime que me esperarás!

—Bueno…, sí, pero ¡deja, déjame ahora!

—A las seis vendré aquí a buscarte.

La soltó, y Libertad se volvió de espaldas, alejándose a toda prisa para desaparecer por un recodo del pasillo, no sin antes tropezarse con una mujer que surgía en aquel momento.

—¡Fíjate por dónde vas, chica! —Después, al ver a Andrés, la mujer sonrió como si la luz se hubiese hecho en su cerebro, y avanzó mirándole con descaro—. ¡Salud, camarada!

—¡Salud!