V

ERAN LAS DIEZ MENOS DIEZ cuando llegaba frente al portal. En el amplio e iluminado vestíbulo no había nadie. Una casa de reciente construcción, moderna. El mostrador de madera perfectamente barnizado, cerraba el hueco en arco que, por una puerta, parecía comunicar con la vivienda de los porteros. Algo así como la oficina de recepción de un hotel, pero sin el empleado, que brillaba por su ausencia.

Se dirigió al ascensor y se introdujo en él, pulsando el botón de la sexta planta, la última. Cuando se detuvo, abrió la cancela y, una vez en el rellano, volvió a cerrarla, devolviendo el ascensor al piso bajo.

No se había tropezado con nadie. Bien. La dama, según le había asegurado, ya estaría aguardándole. Tocó discretamente el timbre y se inmovilizó, frente a la puerta, con la gabardina colgada del brazo. Se oyeron unos pasos y, finalmente, descorrieron el pestillo.

—Es usted de una puntualidad encantadora. ¿Qué tal?

—Perfectamente.

Pasó al interior y «Nena Clavel» se hizo cargo de la gabardina, que depositó sobre uno de los taburetes del vestíbulo.

—¿Quiere acompañarme? —invitó con una sonrisa.

La siguió por el pasillo. «Nena Clavel» aparecía lujosamente ataviada con un ceñido traje de noche de raso azul. El vistoso y liviano echarpe también azul dejaba traslucir la desnudez de los hombros y de la espalda. Caminaba ágil y felinamente y volvió la rubia cabeza para decirle:

—¿Le preguntó alguien adónde subía?

—No, no. No me he tropezado con bicho viviente y, por otra parte, soy el espejo vivo de la discreción. Todo el mundo lo dice.

—Será verdad, entonces. ¡Pase, pase!

Traspasó el umbral y «Nena Clavel» dejó caer la pesada cortina de terciopelo que aislaba la estancia del pasillo. Un saloncito íntimo, realmente acogedor. Predominaban los tonos rojos, pero apagados, matizados con la suave iluminación indirecta. En el panel, sobre el revellín de la chimenea, lucía un retrato al óleo enmarcado en oro. El pintor había trasladado al lienzo el busto de una muchacha de unos veinte a veinticinco años disfrazada de gitana, de húngara más bien. El pañuelo de seda azul le cubría como un casquete la cabeza, dejando a ambos lados suelta la rubia cabellera que le caía flotante por la espalda. La blusa, pérfidamente escotada, ponía al descubierto uno de los hombros hasta la axila, en donde se iniciaba la curva del incitante seno, que la tela cubría modelándolo perfectamente. Con el rostro medio vuelto, la muchacha contemplaba al espectador de soslayo. Sus luminosos ojos verdes se cargaban de manifiesta malicia, atenuada —valorada— por la sonrisa, entre ingenua e irónica, de los labios finamente plegados.

—¿Usted? —indagó Andrés, señalando el cuadro.

—Sí. ¿Le gusta?

—Sin duda, aunque no entiendo gran cosa de pintura.

—El retrato es bueno. Por lo menos, me lo hizo Julio Llacuna, un pintor que gozaba de bastante fama. Hace ya algún tiempo, claro. Supongo que no tendrá mucho interés en saber la fecha, ¿verdad?

—No, no. Además que…

—… podrían habérmelo hecho hoy mismo —completó ella interrumpiéndole, con una sonrisa—. ¿No iba a decirme eso?

—¡Quizá! —rió Andrés.

—Por desgracia, Llacuna murió en un accidente de automóvil hará unos cinco años. Era un gran tipo; uno de los hombres más divertidos y graciosos que he conocido. Pero, siéntese y siga contemplando el retrato, si gusta, mientras me ausento por unos momentos. Me disculpará, ¿verdad?

—¡Naturalmente!

«Nena Clavel» salió de la estancia y Andrés se acomodó en el amplio sofá, frente a la chimenea. En el hogar, se disponían los troncos sobre invisibles bombillas que fingían el rojizo resplandor del fuego, innecesario a todas luces, porque en la estancia se dejaba sentir una temperatura muy agradable. Andrés se dedicó a ojear en silencio el íntimo saloncito, bajo la inquietante mirada de la muchacha del retrato.

El comienzo de la entrevista no podía haber sido más formulario; teatral, ésa era la palabra. «Nena Clavel» había dispuesto cuidadosamente el escenario y daba el tono a la comedia, desempeñando su frívolo papel con entero lucimiento. Andrés ya se figuraba el desenlace, aunque no estaba en su ánimo apresurarlo, estimando que el juego era lo bastante divertido, como para abandonar toda iniciativa en manos de su maliciosa oponente. Saltaba a la vista que aquella mujer constituía una excepción entre las de su género.

En aquel instante, se alzaba de nuevo la cortina y reaparecía «Nena Clavel», portando una bandeja con un servicio de café.

—¡No se moleste! —le dijo a Andrés al ver que éste intentaba incorporarse—. Usted es mi invitado y deseo atenderle debidamente. Además, ya estoy acostumbrada.

Depositó la bandeja sobre la mesita y continuó, mientras disponía las tazas convenientemente:

—¿Se ha aburrido mucho en mi ausencia?

—No. Me dediqué a contemplar su retrato. Cada vez me gusta más.

—Llacuna decía que era de los menos malos que había hecho, y esto, en boca de un hombre que, como él, jamás se sentía satisfecho de su trabajo, venía a ser un franco elogio. Por entonces, yo trabajaba en «El Dorado»… ¿Le pongo más azúcar?

—No, gracias, ya está bien.

«Nena Clavel» dejó caer el terrón en el azucarero, abandonó las pinzas sobre la mesa y se sentó en el sofá, junto a Andrés, sin interrumpir la charla.

—Le decía que por aquella época yo actuaba en «El Dorado» un teatro que había en la plaza de Cataluña, donde hoy se alza el Banco de Bilbao. Me presentaron a Llacuna una noche después de la función. No recuerdo, ahora, quién. El pintor me invitó a que fuese a ver los cuadros que exponía en la «Sala Balart». Me entusiasmaron, sobre todo los retratos. Bien es verdad, que Llacuna era, por entonces, el retratista más cotizado. Se hacía pagar muy bien los encargos. Le hablé a mi amigo y éste se puso en contacto con el pintor. Llacuna se negó absurdamente a aceptar la espléndida oferta. Por presión mía, mi amigo subió el precio y el hombre se mantuvo en sus trece. Declaró que no me haría el retrato por todo el oro del mundo. Naturalmente, su actitud me ofendió. Me había conducido muy bien con él y no tenía motivos para hacerme víctima de aquel desaire tan estúpido. Busqué ocasión de hablar a solas con él y le expuse mis agravios. Llacuna me dijo que mis presunciones eran completamente falsas. No había aceptado hacerme el retrato, porque no se veía capaz de ello, no podría hacerlo aunque quisiese. Aquél era el único motivo que le impulsaba a rehusar el encargo. «¿Es que no le sirvo para modelo?», le pregunté yo. Llacuna me aseguró que yo sería la modelo ideal, incluso que ya tenía idea de cómo podría ser el retrato. La dificultad residía en él, exclusivamente en él. Repetía que no se sentía en disposición de hacerlo. Como es lógico, le repliqué que todo aquello me sonaba a tonta disculpa y que me sentía tan agraviada como al principio. El hombre me interrumpió todo acalorado: «¿Me permite que sea brutalmente franco?». «Sí, lo prefiero», le dije yo. Entonces, me lo explicó: Al parecer, la imposibilidad estribaba en que no podía mirarme como a una modelo, porque me deseaba ardientemente y, según él, tal estado de ánimo no era el más adecuado para pintar algo que mereciese la pena. «¡Yo no hago deliberadamente porquerías! —me gritó—. Si usted se empeña en que le haga el retrato, yo me declaro dispuesto a ello y lo pintaré gratis, pero antes tiene usted que ser mi amante. De otra forma, no será posible». Yo me eché a reír creyendo que trataba de embromarme, pero Llacuna argumentó seriamente que el problema era de una realidad insoslayable: su arte necesitaba de una cierta perspectiva de pureza y frialdad entre su retina y el modelo vivo. Seguía sin entenderlo muy bien, pero el hombre daba la impresión de hablar sin reservas, sinceramente… ¿Qué opina usted de esta curiosa teoría suya?

—No soy pintor e ignoro si para pintar se requiere, efectivamente, un estado de ánimo así. Lo que me gustaría es conocer el desenlace de la historia. ¿Qué ocurrió?

«Nena Clavel» se limitó a señalarle el retrato, mientras le miraba en silencio a los ojos y Andrés rompió a reír.

—¡Es usted el propio diablo, Isabel! Disculpe mi simpleza.

—No se preocupe… Llacuna cumplió fielmente su palabra y, cuando mi amigo le entregó la cantidad estipulada, el pintor se la gastó íntegramente en esta pulsera que me regaló. ¡Véala!

La joya, de indudable valor, tenía abierto al cierre y pendía de la muñeca por la cadenilla de seguridad que unía ambos extremos. Como si entonces se diese cuenta de ello, la mujer exclamó:

—¡Oh!… ¿Tendría la bondad de abrochármela? Yo estoy tan nerviosa que no podría hacerlo.

¡No era cierto! La esbelta y bien cuidada mano se mantenía en el aire, bajo los ojos de Andrés, sin que en los ágiles dedos rematados por sendas pinceladas de púrpura, se pudiese apreciar el más ligero estremecimiento.

—¡Encantado! —le dijo Andrés, haciéndose cargo instantáneo de su intención—. Yo tampoco me siento muy sereno esta noche —y para desmentir sus palabras, procedió a cerrar la pulsera con calculada parsimonia y plena seguridad—. ¡Ya está!

Rió «Nena Clavel». Una risa significativa, al parecer.

—¡Gracias!… ¿Qué le ha parecido la pulsera?

—Muy bonita. El pintor era hombre de gusto. ¿La lleva siempre puesta?

—No. Solamente muy de tarde en tarde…, pero ¿por qué me mira así?

En efecto, Andrés consideraba a la mujer sonriendo con evidente descaro.

—¿Me permite que yo también sea brutalmente franco?

—No tengo inconveniente. ¡Hable!

—Guardo la viva sospecha de que, desde que entré en su piso, todo lo ocurrido, mejor dicho, lo hablado, se adapta por entero a una escena preconcebida, muy bien calculada de antemano. ¿Me equivoco?

Ahora fue «Nena Clavel» la que rió espectacularmente, volcando hacia atrás la rubia cabeza para poner de manifiesto la perfección de su blanca garganta. Después, le dijo:

—Es usted un ingenuo, señor Lozano. Eso ni se pregunta. No olvide que los mejores platos son siempre los más complicados, los elaborados cuidadosamente. Por algo la cocina francesa es la más apreciada de todas. En la vida, lo directo y espontáneo casi nunca convence; suele ser muy burdo, carece de gracia. ¿No lo cree así?

—Tal vez. Lo malo es que yo he venido aquí de un modo espontáneo, sin propósito deliberado alguno y temo defraudarla.

—No me defraudará. Estoy segura. Usted no tiene que preocuparse de nada. ¿Se ha aburrido hasta ahora?

—No, por cierto.

—Pues, deje la iniciativa en mis manos y le aseguro que nos divertiremos… ¿Qué opinión le merezco, señor Lozano?

—Pues…

—¡Un momento! —le atajó ella—. Le autorizo a que se exprese con toda libertad. Siga siendo… brutalmente franco. Me encantará.

«Nena Clavel», que se sentaba de medio lado en un extremo del sofá, con la espalda apoyada en el brazo del mueble y su mano izquierda sobre el muelle respaldo, consideró a su acompañante con ojos inmóviles en espera de la respuesta y éste se echó a reír.

—No me importa jugar con desventaja y voy a serle sincero. Salta a la vista, que es usted una mujer muy poco corriente. Posee una aguda inteligencia y un dominio absoluto sobre sí misma, circunstancias que le permitirán valorar extraordinariamente sus innegables encantos físicos. ¡Desdichado del hombre a quien usted tienda sus redes!

—¿Por qué?

—Creo que carece usted de escrúpulos, Isabel —le dijo Andrés mirándola con seriedad.

Rió la mujer y, después de una pausa, respondió:

—¿Y no se le ha ocurrido pensar que el problema pueda ser muy otro? La vida me ha enseñado que los hombres no se merecen muchos desvelos y que obrar ingenuamente con ellos es algo así como echar margaritas a los cerdos. ¡Todo lo ensucian con sus hocicos y con sus patas! —terminó, en tono susurrante, con un gracioso mohín, a tiempo que agitaba expresivamente el extremo del echarpe de gasa.

—¿Y es ésa la opinión que le merezco yo también, Isabel?

—No me interesa responderle en este momento —sonrió maliciosamente—. Le serviré el coñac.

Se alzó del sofá y de un mueble sacó la botella y una gran copa de cristal tallado que depositó sobre la mesita. Vertió en ésta una cantidad prudencial del líquido y volvió a ocupar su asiento en el extremo del sofá.

—¿Usted no bebe?

—No. Nunca acostumbro a hacerlo. Fumaré un cigarrillo.

Andrés le ofreció fuego y «Nena Clavel» le dio las gracias. Después, se recostó sobre el brazo del sofá, expeliendo el humo en dirección a Andrés, que la contemplaba con la copa de coñac en la mano. Una larga pausa que los dos personajes aprovecharon para medirse en silencio con la mirada. «Nena Clavel» consideraba a su acompañante con sonrisa burlona y éste la contemplaba con toda tranquilidad y sin el menor embarazo, dando a entender que no sería él quien rompiese el fuego del diálogo.

—¡Es curioso! —dijo finalmente la mujer—. Usted me recuerda bastante a cierta persona que conocí, sin que físicamente guarde mucho parecido ni con su figura ni con su rostro. La indudable semejanza reside en algo indefinible que no conseguiría concretar, pero así lo sentí instantáneamente desde el primer momento que le vi.

—¿Y quién era ese personaje? ¿O es indiscreción?

—No, no. Un tal Jaime Solans. Por entonces, yo tenía dieciocho años y era una chica muy decidida… y muy ingenua. Vivía en la calle Escudillers con una tía mía, dueña de un puesto de verduras de la Boquería. Jaime Solans, como ya se habrá supuesto, era mi galán. Sus padres poseían un comercio de ferretería en la misma calle Escudillers y él estaba a punto de terminar sus estudios de perito en la Escueta Industrial. Por las tardes, cuando cerrábamos el puesto de verduras, yo me marchaba a una academia de baile adonde me había llevado una amiga que aspiraba a ser artista. A mí también me seducía la idea. Me entusiasmaba el baile y, al parecer, no carecía de ciertas aptitudes, pero, sobre todo, fueron consideraciones de otro orden las que me indujeron a dar aquel paso. Los padres de Jaime no me consideraban partido apropiado para su hijo, y éste aún tardaría algunos años en independizarse. Por otra parte, vivir en casa de mi tía cada día me resultaba menos agradable. Siempre encontraba ocasión para recordarme que me había hecho un inmenso favor permitiendo que fuese a vivir a su casa cuando quedé huérfana. Jaime no apoyaba mis planes. Decía que, puesto en lo mejor, suponiendo que yo llegase a debutar alguna vez con cierto éxito, la oposición de sus padres se haría aún más fuerte, ya que nunca tolerarían que su hijo contrajese matrimonio con una bailarina. Le respondí que no me importaba lo que pudiesen pensar sus padres, porque aquél era un problema que teníamos que ventilarlo entre los dos solos. Yo necesitaba resolver mi insostenible situación y si él no estaba en condiciones de solucionarla, lo lógico era que dejase en mis manos la iniciativa, concendiéndome el amplio margen de confianza a que yo creía tener derecho. No le quedó otro remedio que avenirse a ello y un buen día debuté como telonera en el «Circo Barcelonés», un local de escasa categoría que había hace años por Atarazanas. Al poco tiempo, me había convertido en la máxima atracción del programa y me contrataron ventajosamente para actuar en el «Principal Palace» que, por entonces, abría sus puertas a las variedades. Trabajaba con fe y estaba convencida de reunir las condiciones necesarias para llegar a ser una gran figura de las tablas. Jaime no compartía mis entusiasmos. Según él, era exclusivamente mi juvenil belleza lo que despertaba la admiración de los hombres. Tal vez tuviese razón, pero la verdad es que yo no lo juzgaba así. Seguía enamorada de él y sus infundadas explosiones de celos me halagaban. Mi situación familiar había cambiado sensiblemente. Ahora, mi tía me colmaba de atenciones y todas las noches me acompañaba al teatro. Aquel verano, cierto señor muy acaudalado me brindó su desinteresada protección. Estaba convencido de que yo podría llegar a ser una gran artista y se comprometía a proporcionarme un magnífico vestuario y a correr con los gastos necesarios para que pudiese emprender una gran tournée por provincias, que culminaría con mi presentación, hacia el otoño, en «El Dorado», el local barcelonés dedicado a las variedades de más categoría. Mi tía puso gran empeño en convencerme de que aquélla era la oportunidad de mi vida, cosa de la que yo no dudaba, pero antes quise consultar el asunto con mi novio. La absurda reacción de éste me decidió. En vez de aportar alguna otra solución, se limitó a decirme que aquel buen señor no estaba entusiasmado con la artista, sino con la mujer y que lo único que buscaba con todos aquellos manejos era hacerme su amante. No lo creía yo así en absoluto y me indigné. Accedí, con gran contento de mi tía, a la proposición de aquel caballero y el hombre puso manos a la obra. Cierta noche, mi tía y yo fuimos a casa de don Bartolomé, que así se llamaba el filántropo, en donde también estaba citado el agente teatral que había montado la tournée. Cenaríamos los cuatro y se ultimarían todos los detalles. Resultó que mi novio tenía razón. Me habían preparado una encerrona muy bonita. Terminada la alegre cena, el agente marchó sin despedirse y mi edificante tía desapareció como por encanto. De esta forma, don Bartolomé pudo llevar a cabo su premeditada hazaña con entera impunidad y sin necesidad de ahorrarse procedimientos, por brutales que fuesen. El episodio me causó la natural impresión. Pero me esperaba una impresión más sabrosa todavía. Cuando le informé a Jaime de lo que me había pasado, estaba convencida de que mi novio me quería y de que sabría reaccionar debidamente. En efecto, al enterarse, casi se volvió loco y… me insultó, diciéndome que ya estaba bien advertida y que yo era una cualquiera. En vista de ello, me fui a vivir con don Bartolomé y, a los cuatro meses, debutaba en «El Dorado». Recuerdo que, por entonces, el simpático don Bartolomé ya no tenía un céntimo. Yo lo lamenté muchísimo y, para consolarme, me acogí a la desinteresada protección de otro don Bartolomé, próspero y saludable.

La mujer guardó silencio y contempló con rostro risueño a su oyente, sin que éste hiciese el menor comentario.

—¿Qué le ha parecido la historia? Edificante, ¿verdad?

—No hay duda de que la conducta de ese Jaime Solans no resulta muy edificante… en su versión.

La respuesta provocó una alegre carcajada en «Nena Clavel». Por lo visto, debió juzgarla enormemente divertida.

—Compruebo que es usted hombre cauto y de experiencia —le dijo—. Quizá no le falte razón, y mi versión de la historia no sea la más acertada. Incluso, cabe en lo posible que no haya tal historia y que todo esto que acabo de contarle sea pura invención mía. ¿No ha pensado también en esta posibilidad? Porque existe. A usted le consta que soy una mujer lista y que carezco de escrúpulos…

«Nena Clavel» fijaba en el interlocutor sus ojos brillantes de malicia, sin dejar de sonreír burlonamente.

—Ya no sé concretamente a qué carta quedarme —rió Andrés—, y confieso que empiezo a sentirme como el ratón en las garras del gato. ¿Qué piensa usted hacer conmigo, Isabel?

—Nada; divertirle. Las mujeres como yo, sólo hemos nacido para divertir a los hombres como usted… ¿Se aburre?

La pregunta, formulada en brusca transición de tono de voz y de gesto, puso de relieve un interés ingenuo tan bien simulado, que Andrés no pudo evitar que la risa brotase nuevamente de sus labios.

—Usted misma puede comprobar que no es así. Se burla de mí con tanto arte que me complace ser su víctima. Pero procure ser buena y no jugar ya más conmigo, Isabel.

Cogió la esbelta mano que reposaba sobre el respaldo del sofá y la retuvo entre las suyas, contemplándola. Finalmente, se la llevó a los labios.

—¡Cuidado! Llevo las uñas muy afiladas —le advirtió «Nena Clavel», a tiempo que presionaba con ellas sobre su mejilla.

—¡Diablo! —exclamó Andrés con cómica y fingida alarma, alzando la cabeza para mirarla—. ¿Tan mala es usted?

—A veces, no —sonrió, librando la mano para poder disponer convenientemente el echarpe que se le había deslizado de los hombros—. Recuerdo que, en cierta ocasión, incluso fui algo así como el paño de lágrimas de un asesino.

—¿Es posible?

—Lo es. Bien es verdad que, en principio, yo lo ignoraba. Fue durante nuestra guerra, a finales del treinta y ocho. Una época francamente desagradable. Cuando estalló el Movimiento, veraneaba en Sitges y tuve que venirme precipitadamente para Barcelona. A mi amigo le habían dado el «paseo», como se decía entonces, y yo estaba muy asustada. Por fortuna, pronto supe adaptarme a la nueva situación y cuando, finalmente, se me brindó la oportunidad de marcharme a Francia ya no me interesaba. Contaba con la decidida protección de un caballero muy influyente y lo pasaba bastante bien. Pero al final de la guerra, mi protector cayó en desgracia y empezaron de nuevo los apuros. Entonces, conocí al personaje de quien le he hablado. Sabía, como todo el mundo, que la guerra estaba dando sus últimas boqueadas y no vacilé en acogerme a su protección para salvar aquel último bache. Era un hombre vulgar, un oscuro dirigente obrero, convertido en personaje de la noche a la mañana, gracias a las anormales circunstancias de la guerra. A mí me hacía mucha gracia oírle decir pestes de la burguesía y del capitalismo sin que, al parecer, se diese cuenta de que el género de vida que llevaba no era precisamente el de un humilde proletario. Incluso podía permitirse el lujo de mantener a una amiguita, como cualquier odioso y opulento burgués. Pero así de consecuentes son los hombres. Mi amigo ocasional llevaba una existencia de nuevo rico y, al mismo tiempo, se consideraba un apóstol del obrerismo, o poco menos. Lo malo fue que la marcha de la guerra cada vez cobraba un matiz más sombrío para la «causa del pueblo», como decía él. Al final, no pudo engañarse más y llegó a la amarga convicción de que la guerra estaba perdida. Entonces, se llenó de pánico y, cuando se dormía, tenía pesadillas y soñaba en voz alta. Una noche me despertó. Gemía y hablaba muy agitado. Le oí decir: «¡Yo no fui! ¡Yo no fui!… ¡Yo no lo maté!…». Cuando lo desperté y le informé de lo que había oído, el hombre trató de convencerme de que se trataba de una pesadilla absurda, sin la menor relación con algún hecho de su vida real. Pero, al explicarse, su actitud no me convenció. Llevada de la curiosidad, le sonsaqué hábilmente y, al final, me lo confesó todo: en Madrid, donde le sorprendió el Movimiento, le había dado el «paseo» a su antiguo patrón.

—¿Y continuó usted haciendo vida íntima con semejante sujeto?

—No me quedó otro remedio. Pero fue por muy poco tiempo más: A los quince o veinte días se escapaba a Francia. Además, me dio lástima. Era un desdichado y, por lo visto, obró presionado por otra persona. Se llamaba Lorenzo Sellés.

«Nena Clavel» se incorporó para aplastar el menguado cigarrillo contra el cenicero que aparecía sobre la mesita. Cuando volvió a recobrar su primitiva posición, contempló sonriente a su interlocutor.

—Confieso que, a simple vista, tal vez juzgue censurable mi conducta, pero…

Se interrumpió al comprobar que su oyente no parecía prestarle atención. El rostro de Andrés, inmovilizado por el estupor, había empalidecido y los severos ojos se fijaban en un punto indefinible.

—¿Le pasa algo, señor Lozano?

—No, nada —reaccionó éste—. ¿Qué le contó?

—¿Quién?

—El tal Lorenzo Sellés.

—¡Ah!; una historia muy desagradable, pero bastante corriente en aquella época tan propicia al desahogo bestial de ciertas personas. Por lo visto, antes de la guerra, mi amigo trabajaba en una agencia de transportes madrileña y allí conoció a una chica bastante más joven que él. Se enamoraron. Lorenzo Sellés estaba casado y la muchacha se avino a ser su amante. Creo recordar que se llamaba Elena. Más tarde, la chica, que no debía tener un pelo de tonta, consiguió engatusar a su jefe y contrajo matrimonio con él, sin renunciar por ello a sus amoríos con Sellés. Cuando estalló la guerra, mi amigo por consideración a ella, influyó para que al marido no le pasase nada y les ayudó, pero, a los pocos meses, la tal Elenita se sentía harta del esposo y le insinuó al amante que aquélla era la ocasión propicia para deshacerse del odiado marido y…

—¡Miente usted! —interrumpió Andrés con el rostro descompuesto.

—¡Pero, señor Lozano…!

—¡Miente canallescamente! Usted es una mala víbora que me ha traído aquí esta noche para dar suelta al veneno que guarda dentro. Pero conmigo no se juega impunemente. ¡Déjese de comedias y hable claro!

Andrés se había alzado del sofá y, de pie, contemplaba amenazadoramente a la mujer, que, sentada, alzaba hacia él sus asombrados ojos.

—Me deja con la boca abierta. ¿Le afecta en algo personalmente la historia?

—¡Usted lo sabe muy bien, y esta respuesta se lo confirmará!

Andrés Lozano descargó brutalmente su mano derecha sobre el rostro de la desprevenida «Nena Clavel», que ahogó un grito a tiempo que se cubría la cara con ambas manos y bajaba la cabeza, en súbita crispación de todo el cuerpo. Así se mantuvo en silencio durante breves segundos. El echarpe se le había deslizado hasta la cintura y, en los desnudos hombros, la tensión de ánimo se manifestaba con ligeros estremecimientos de los vibrantes músculos bajo la blanca piel. De pronto, se alzó como un resorte y, rápidisima, se alejó de su agresor, amparándose tras el sofá. Andrés se limitó a avanzar hacia la puerta y detenerse junto a ella a fin de atajar su posible intención de ganar la salida. Desde allí la contempló.

—¡Se arrepentirá de esa canallada toda su vida!

—Muy bien. Lo malo es que no he terminado todavía y que tendré que arrepentirme de otras canalladas más si usted no habla claro. No le guardaré el menor miramiento, Isabel.

—¡Lo creo! —rió «Nena Clavel» sarcásticamente, con odio—. ¡Es usted todo un personaje!… ¡Hablaré!… ¿Me permite que coja el echarpe?

—Está usted en su casa.

—¡Gracias! «Nena Clavel» avanzó hacia el sofá y se hizo cargo de la prenda que dispuso sobre los hombros. Después, cogió un cigarrillo y lo encendió aspirando el humo ávidamente. Un temblor convulsivo agitaba su mano. Arrojó al suelo la cerilla y se apoyó de espaldas contra la repisa de la chimenea, alzando la cabeza para contemplar a Andrés que permanecía, de pie y en silencio, junto a la puerta. El golpe había dejado su rojiza huella en la mejilla derecha, que contrastaba con la palidez del resto de la cara, en donde la encendida boca y los centelleantes ojos destacaban con vida intensa y propia.

—¿Recuerda la respuesta que le dio a Concha cuando ésta le transmitió mi recado?

—¡No es ese tema que ahora me interesa!…

—¡A mí sí! —atajó «Nena Clavel» con desafiante energía—. ¡Pienso serle completamente sincera, pero me tendrá que oír!

—Abrevie.

—Me hizo mucho daño lo que dijo. Tal vez, otros hombres, que, por cierto, no rehusaron entrevistarse conmigo, hubiesen tenido derecho a expresarse de aquel modo tan despectivo. ¡Usted, no! Usted me recordaba a cierta persona y, cuando pretendí que viniese aquí, no me guiaba ningún propósito equívoco. Sólo deseaba hablar con usted, conocerle llevada de un ingenuo interés, de aquel mismo ingenuo interés que, tiempo atrás, hizo que me enamorase, por primera y única vez, de la persona a quien usted me recordaba. Le hablo de Jaime Solans, el hombre a quien quise cuando yo era una muchacha decente y que canallescamente me repudió, dejándome sola en la situación más triste de mi vida… La historia se repetía: usted también era otro Jaime Solans, el mismo Jaime Solans que volvía a apuñalarme por la espalda. Y le odié; le odié con toda mi alma… Me interesaba conocer su vida y me informaron de ella. Más tarde, un golpe de suerte completó la información. Concha tuvo la fortuna de trabar conocimiento con su familia. Cuando me dijo que aquellas dos mujeres que vivían en un confortable piso de la Vía Layetana a costa de un conocido abogado de esta ciudad, eran su madre y hermana experimenté una satisfacción muy legítima. Resultaba que el orgulloso personaje a quien yo no le interesaba era un estraperlista, hermano de una vulgar entretenida, cuya madre…

Se interrumpió al percatarse de que Andrés avanzaba sombríamente hacia ella.

—¡Mucho cuidado con lo que hace!

—No lo tendré si usted no me explica sin más rodeos lo único que me interesa saber.

—¡A eso precisamente voy! ¡Pero sujétese bien los nervios, señor Lozano!: A la verdad no se la destruye con procedimientos de chulo profesional, y la verdad escueta es que su hermana es la Elena de que habló mi antiguo amante Lorenzo Sellés. Él fue quien lo dispuso todo para darle el «paseo» a su cuñado, instigado por su hermanita. Las confidencias de Concha me proporcionaron la seguridad de que ella y la mujer de que me habló Sellés eran la misma persona y, entonces, fue cuando le cité aquí, para enterarle de la edificante noticia y hacerle saber que le tengo en mis manos. ¿Qué cree que pasará cuando mañana denuncie a su hermana como asesina de su propio marido? ¿Se da cuenta…?

—¡Miente, pécora! ¡Todo eso es un miserable infundio que usted…!

—¿Quiere más detalles? ¡Puedo dárselos, puedo…! ¡¡Déjeme!!

Andrés la había cogido crispadamente de un brazo y la zarandeaba sin contemplaciones.

—¡Dígame que miente, dígamelo o…!

—¡Es la verdad! ¡Es la verdad! —chilló histéricamente—. ¡Su hermana es una zorra, una asesina, y usted…!

Su mano libre se abatió sin piedad por tres veces sobre el rostro de la mujer, que gimió, cesando en sus gritos.

—¡Hable!… ¡Hable!

Cuando Andrés, que ahora la había cogido por los hombros, cesó de agitarla, «Nena Clavel» volcaba desmayadamente la cabeza hacia atrás. Un hilillo de sangre le corría desde el labio inferior, por la frágil barbilla.

—¡Hable! —repitió Andrés avanzando su rostro sobre el de ella hasta casi rozárselo—. ¡Hable, le digo!

—¡Canalla! —musitó «Nena Clavel» con el aliento, la temblorosa boca entreabierta y los turbios ojos entornados fijos en él.

Una súbita expresión de hembra rendida al empuje del varón, que le llenó de asco. Y, entonces, por puro movimiento reflejo, se desprendió violentamente de ella, arrojándola lejos de sí.

—¡Perra!

La vio caer aparatosamente de espaldas contra la chimenea, en donde chocó con sordo ruido para, al final, desplomarse sobre el suelo, como un pelele inanimado.

Silencio, un profundo silencio que le devolvió a la realidad. Aspiró aire hondamente y se pasó ambas manos por la cabeza. Después, la contempló. «Nena Clavel» aparecía, de costado, inmóvil sobre la alfombra, con el cuerpo algo encogido, el brazo derecho bajo él y el izquierdo en forzada postura. Se arrodilló a su lado. La mujer mantenía los párpados cerrados y respiraba con cierta agitación. Trató de incorporarla y comprobó que se había desmayado. Entonces, la alzó en sus brazos y la acostó en el sofá, disponiendo un cojín bajo su cabeza. Esperaba que volviese en sí y, durante un rato, se dedicó a contemplarla en silencio. Las venenosas palabras le habían vuelto loco. Convenía serenarse. ¡Dios mío!, ¿sería posible semejante monstruosidad? ¡No, no…! Claro que, en el fondo, algo habría de verdad en su acusación. ¿Cómo si no podría estar tan bien informada de ciertos detalles…? Además, el misterio de la muerte de Pablo quedaba explicado con la intervención de Sellés, un canalla, sin duda, que ya debió planear de antemano… ¿Cómo no se le habría ocurrido pensarlo antes? Pero lo de su hermana no podía ser, so pena de que Elena fuese un monstruo de maldad. ¡Tenía que aclararlo como fuese! ¿Por qué no volvía ya en sí aquella maldita? ¿Qué podría hacer él para…?

Una súbita idea le puso en movimiento. Salió del saloncito y, una vez en el pasillo, trató de localizar la cocina. Franqueó una puerta y encendió la luz. Una lujosa alcoba tapizada de raso celeste. El espacioso y bajo lecho con la colcha de seda, las mesillas, el armario… Tal vez hubiese por allí algún frasco de sales. Pero él no sabría distinguirlo. Le interesaba la cocina. Rociándole el rostro con agua…

Volvió al pasillo y franqueó dos puertas más, sin el menor resultado. Por último, al abrir una tercera y encender la luz, se tropezó con la ansiada cocina. Sobre una mesa esmaltada vio una botella de cristal llena de agua y dos vasos. ¡Lo que buscaba! Se hizo cargo de la botella y salió al pasillo, por donde caminó aprisa en dirección al saloncito.

Cuando dejó caer la cortina, miró a «Nena Clavel», que continuaba tumbada en el sofá. Todavía no se había recobrado. Se sacó el pañuelo y lo empapó de agua, volcando repetidamente la botella sobre él, que empleaba de tapón. Finalmente, abandonó la botella sobre la repisa de la chimenea y se aproximó, inclinándose sobre la mujer.

Fue en el preciso instante de presionar con el húmedo pañuelo sobre su sien derecha, cuando le asaltó la impresión de que «Nena Clavel» había muerto. Algo indefinible que sorprendió en aquel rostro, despertó de súbito en su ánimo el vivo recuerdo de la mujer que hacía muchos años, cuando él era estudiante de medicina, vio sobre una de las mesas de la sala de disección de la Facultad. ¡La misma hierática expresión de inmutable serenidad!

Contemplaba con estupor el rostro de boca ligeramente entreabierta y ojos cerrados, en donde la muerte pregonaba su perfecto equilibrio, estilizando, ennobleciendo los rasgos, en sabio juego de luz y de sombras inmóviles.

¡No podía ser! ¡No podía ser! Reaccionó y, nerviosamente, se arrodilló junto al sofá acercando su cara a la de ella para tratar de percibir su respiración… ¡Nada! Después, aplicó el oído contra su pecho, a la altura del corazón. Contenía el aliento con la boca cerrada y sólo conseguía captar el tenso y rítmico latido de su sangre en las sienes.

Se alzó como un resorte, curbriéndose la cara con ambas manos.

—¡Dios mío!