III
A FINALES DE AGOSTO, el Comité de la compañía de seguros, le anunció a Andrés que tendría que irse a trabajar al «Ateneo Libertario» del Paseo de las Delicias, de donde se le reclamaba. Se alegró. Estaba harto de «pasar lista» y permanecer todo el santo día con los brazos cruzados.
Se presentó a la mañana siguiente y el «responsable» le encargó el inventario de las existencias, integradas por donativos y requisas, que se amontonaban caprichosamente en una vasta estancia de los bajos, a fin de abrir una contabilidad, dando cuenta ordenada de entradas y salidas. El primer día que se puso a la tarea, le sorprendió la presencia de un personaje de pistolón y cazadora de cuero, seguido de otros dos tipos no menos espectaculares.
—¿Qué haces aquí, compañero?
Andrés se lo explicó, y el impresionante personaje se manifestó indignado. ¿Para aquello se hacía la revolución? ¿Es que no se había abolido ya la propiedad privada, pasando todos los bienes al peculio común, sin necesidad de contabilidades y demás zarandajas, necios resabios de la extinguida sociedad burguesa? Si algún compañero necesitaba algo, con cogerlo estaba al cabo de la calle, sin más formulismos ni papeleos. Su palabra y honradez de revolucionario deberían constituir sobradas garantías de la licitud de su acto, del que, como hombre libre, no tenía por qué rendir cuentas a nadie.
Andrés, sin osar contradecir aquel rosario de insensateces, respondió que él se limitaba a cumplir la orden que le habían dado.
—¿Dónde está el compañero responsable?
Andrés se lo indicó, y el personaje desapareció, seguido de sus dos fieles escoltas. A los pocos instantes, en una de las oficinas de arriba, se promovía un considerable escándalo de voces, gritos y puñetazos sobre las mesas. Andrés suspendió el trabajo hasta ver en qué terminaba todo aquel jaleo. Encalmados por fin los ánimos, reapareció el del pistolón con sus fieles seguidores.
—¡Se acabó! Ya no se contabiliza más.
—Muy bien —sonrió Andrés.
—¿Qué sabes hacer tú? Porque, supongo que sabrás algo más práctico. ¿Escribes a máquina?
—Pues, sí.
—¿De prisa?
—Bastante. —¿Con cuántos dedos?
—Con los cinco.
—¡Estupendo! Creo que servirás para secretario. ¡Vamos, compañero!
—Pero ¿adónde? —indagó Andrés todo absorto.
—¿Adónde va a ser? ¡A mi oficina!
—Pero es que yo trabajo aquí y no creo que pueda marcharme así como así.
—¡Pues, claro! Aquí ya nada tienes que hacer, y yo te necesito. Le diré al compañero «responsable», que me quedo contigo.
Andrés creía estar soñando. Por otra parte, no le entusiasmaba mucho la idea de irse con aquellos tres locos, de los que guardaba temores, bastante fundados a su juicio. Pero no hubo otro remedio. El «responsable» no opuso la menor resistencia a su partida. En realidad, el individuo del pistolón le expuso su deseo, dándolo ya como cosa hecha, y el otro, a quien indudablemente amilanaba la presencia de los tres personajes, consintió sin mucha dificultad.
—¡Está bien, compañero Roses!
A la puerta, aguardaba un automóvil descubierto. Andrés subió a él sin mucha alegría. Albergaba vivos recelos, pero no quería manifestarlo.
El coche partió como una exhalación rumbo a Atocha. Andrés se sentaba en medio del llamado Roses y de uno de los escoltas. El otro ocupaba el asiento delantero, junto al chófer.
—¿Cuántos días hace que estás en el Ateneo? —le preguntó Roses.
—Pues… dos días nada más.
—¿A cuál pertenecías antes?
—A ninguno.
—Tú no eras de los nuestros antes, ¿verdad?
—Ahora, sí —murmuró Andrés vivamente alarmado.
—¡Claro! —comentó el personaje de su derecha soltando la risa.
—¡Cierra el pico. Silva! —le atajó Roses, severamente. Después continuó, dirigiéndose a Andrés—: No te alarmes, muchacho. No me has dicho nada que no supiera y sólo trataba de comprobar si, como ya suponía, eras hombre franco. Me fío mucho más de las caras de las personas que de sus informes. ¿Por qué no pertenecías a nuestra organización?
—No pertenecía a ninguna. Hasta el 18 de julio sólo me preocupé de trabajar y de abrirme camino por mi propio esfuerzo.
—Muy bien. Ahora te probaré y si, como espero, sirves, te quedarás conmigo. Para mí sólo existen dos clases de personas: honradas y sinvergüenzas. Después de la revolución, fundaremos la nueva sociedad bajo el signo de la justicia y de la libertad y, entonces, todos los hombres honrados se sentirán felices y serán anarquistas de corazón, y los malos desaparecerán poco a poco, porque el hombre es bueno en el fondo y la maldad, producto exclusivo del capitalismo y de la burguesía. En una sociedad libre y justa, el hombre colocado por fin en su elemento, se convertirá también en un ser justo y bueno.
Andrés asintió como si las pueriles afirmaciones surgiesen de boca de un oráculo. En el fondo, se sentía mucho más tranquilo. Aquellas palabras y, sobre todo, el acento con que fueron pronunciadas, no podían esconder segundas y aviesas intenciones. Era su impresión.
El coche les dejó en el paseo de Rosales, frente a un hotel de tres plantas, con jardín, en cuya fachada campeaba una bandera roja y negra de la FAI y este gran rótulo: «GRUPO ANARQUISTA ROSES».
Dentro del edificio reinaba un completo desbarajuste y se cruzaron con numerosos personajes de ambos sexos, dedicados a los más variados oficios y menesteres. Saltaba a la vista que Roses era la cabeza visible de aquel conglomerado humano. Las continuas deferencias y muestras de camaradería que despertaba a su paso, lo proclamaban sobradamente.
Los escoltas quedaron en la planta baja y Roses y él ascendieron por la escalinata que, desde el vasto vestíbulo, conducía al primer piso. A su remate, se extendía una amplia antesala de suelo de mármol, iluminada vivamente por la luz solar que filtraba una gran claraboya abierta en el techo. Allí, sentado en la banqueta esmaltada de algún cuarto de baño, se veía a un estrafalario anciano comiéndose un plato de lentejas con una cuchara de madera. Unos pantalones sujetos a la cintura por una cuerda ordinaria de cáñamo y unas sandalias de cuero, constituían su única indumentaria. El torso desnudo mostraba la hirsuta y cenicienta pelambre del pecho y las costillas que resaltaban a través de la curtida y oscura piel.
Al ver a Roses, el viejo dejó de comer, depositando la cuchara sobre el plato.
—¿Cuándo demonios vamos a tener pan? —le preguntó con acritud.
—¿Es que no le han dado pan, abuelo?
—¡No quiero porquerías de ésas! —protestó a gritos—. El pan tiene que ser de centeno, molido con piedras y amasado por las manos de las mujeres. ¿No ha triunfado la revolución? ¿Por qué no hacen ya pan de verdad?
—¡No se sulfure usted, abuelo! Todavía estamos en plena lucha y no podemos ocuparnos de todas las cosas. Cuando al fin triunfemos, entonces haremos pan de verdad.
—Pero el centeno tienen que molerlo con piedras, si no no sirve —advirtió el viejo.
—¡Naturalmente! Y las mujeres lo amasarán.
—¡Eso mismo! Y ya no habrá más enfermedades, y todos estarán sanos. ¿No se te olvidará, Roses?
—¡Claro que no, abuelo! Esté tranquilo.
El anciano se calmó y cogió su cuchara de palo, reanudando la tarea, mientras Roses le dirigía a Andrés un guiño significativo.
—¡Vamos, compañero! —le dijo. Después, por el pasillo, comentó, sonriendo—: El viejo chochea.
—¿Quién es? —preguntó Andrés lleno de curiosidad.
—Tú no habrás oído hablar de Rosendo Ventura, ¿verdad?
—No.
—Eres muy joven. Hace treinta o cuarenta años, el abuelo Ventura era muy conocido en Barcelona y fuera de Barcelona. Mucha gente le temía, y con razón. Pero sus compañeros le adoraban. ¡Un hombre de verdad, un anarquista de los buenos!
Roses abrió una puerta y penetraron en una espaciosa estancia con dos balcones abiertos a la fachada principal. Una gran mesa emplazada entre los dos huecos exteriores, presidida por la bandera roja y negra adosada al papel, otras dos mesitas auxiliares, sofá y sillones de cuero y un gran armario encristalado, constituían el principal mobiliario del lujoso despacho de techo artesonado y paredes tapizadas de raso, con un gran zócalo de oscura madera hasta los dos tercios de su altura. Sobre la repisa de una chimenea francesa, se veía un antiguo reloj de sonería, rematado por dos figurillas de bronce inmovilizadas en alado paso de minué.
En el amplio sofá se sentaba una mujer, joven todavía, dándole de mamar a un crío de pocos meses. El infante hundía su diminuta mano en el henchido y blanco seno, mientras succionaba con avidez.
—¿Dónde esta tu compañero, Pilar? —le preguntó Roses.
—Salió con la camioneta.
—Sí —confirmó un segundo personaje, joven de rojiza cabellera, que permanecía de pie, cerca de uno de los balcones—. Hacía falta jabón y azúcar y le extendí los vales. Marcharon con él Rivera y Agustín.
—¿Y Libertad?
—Aquí estaba hará unos diez minutos. Debe andar por abajo. ¡Ah!, los del Centro han vuelto a telefonear. Insisten en que quieren hablar contigo, que vayas a verlos.
—¡Que vengan ellos a verme a mí! ¿O es que se sienten ya unos personajes importantes? Luchamos para abolir las diferencias y ya hay, entre nosotros, quien quiere establecer otras nuevas. Cuando yo deseo algo de alguien, voy a verle. Si quieren algo de mí, lo justo es que sean ellos los que vengan a verme. Ya saben muy bien dónde estoy… ¿Y la máquina de escribir, que no la veo, dónde la habéis puesto?
—¡Está ahí! —señaló el joven.
La máquina se encontraba en el suelo, arrinconada entre un costado del sofá y la pared. Roses mismo la alzó en vilo, depositándola sobre una de las mesitas. Después, le quitó la funda y se la mostró a Andrés.
—¿Qué te parece? ¿Es buena?
—Sí; es una Underwood de oficina. Ya conozco este tipo.
—Perfectamente. Siéntate que te dicte. ¡Y tú, Serrano, trae papel!
Una vez dispuesta la cuartilla en el rodillo, Roses empezó a dictar lentamente, mientras se paseaba de un lado a otro de la estancia con la cabeza baja, en la actitud del que medita bien cada palabra que pronuncia.
Andrés le seguía perfectamente a máquina; incluso, en varias ocasiones, dejó de teclear en espera de que Roses reanudara su discurso. La mujer, con su crío en los brazos, mantenía los ojos inmóviles, atenta al largo párrafo, cuajado de una retórica típica del más ilusorio anarquismo, que los ágiles dedos de Andrés trasladaban al papel con toda fidelidad.
Cuando terminó, Roses avanzó hacia la máquina y se hizo cargo de la cuartilla, que leyó en silencio, cuidadosamente.
—¡Estupendo! —alabó al final, con una sonrisa—. ¡Sirves, muchacho! El compañero Serrano te extenderá la tarjeta que yo te firmaré. Con ella podrás sacar del Economato todo lo que te haga falta. Aquí nadie cobra en dinero, porque los compañeros tienen cubiertas sus necesidades. De modo, que ganarás lo que todos. ¿Te parece bien?
—Sí. Pero yo tengo familia: mi madre y mi hermana.
—También podrás retirar del Economato las ropas y víveres que les hagan falta. Y si necesitan algo que no haya aquí, pídelo. Pero no se te ocurra abusar. Considero a todos los que me rodean personas honradas y confío plenamente en ellos. Pero cuando me convenzo de que alguien es un granuja, no le guardo muchos miramientos. ¿Entiendes?
—Sí. ¿Y cuál será mi trabajo?
—Escribir a máquina lo que yo te dicte. ¿Podrás trasladarte aquí o prefieres seguir viviendo con tu familia?
—Preferiría no separarme de ella. Nunca lo hice.
—Muy bien. Entonces estarás en el Grupo todo el día para cuando yo te necesite, y, después de cenar, podrás irte a dormir a tu casa. ¿De acuerdo?
—Sí.