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A COMIENZOS DE JULIO se planteó la batalla de Brunete, concretamente el día seis. El cinco, el batallón mandado por Castro y otro de la misma brigada, concentrados fechas antes en Aranjuez, atacaron las posiciones nacionales de Cuesta de la Reina.
El combate, iniciado antes del amanecer, duró hasta el mediodía sin que, a pesar de las numerosas bajas, se pudiesen lograr objetivos apreciables.
Cuando, al día siguiente, se supo que los «Ejércitos de la República» habían emprendido una victoriosa ofensiva, a fin de librar definitivamente a Madrid del cerco «fascista», todo el mundo comprendió la significación del ataque a la Cuesta de la Reina. Se les había empleado como cebo para que el enemigo concentrase sus fuerzas en aquel sector.
Después de la caída de Brunete y Quijorna, el frente se estacionó, comenzando la batalla de desgaste. A las impresiones francamente optimistas de los primeros días, sucedieron otras no tan risueñas y, finalmente, las pesimistas de los que preveían una inminente victoria de los nacionales con el completo fracaso de la ofensiva. Todo esto, naturalmente, se comentaba entre bastidores, mientras el Gobierno seguía hinchando el perro de la euforia, a través de los partes oficiales.
El dieciocho de julio el batallón se trasladó a El Escorial, en donde ya estaban concentradas otras unidades de reserva. Las noticias que venían del frente de batalla no eran muy alegres. Ahora eran los «fascistas» los que llevaban la iniciativa, apoyados por una potente masa artillera y por la aviación que, según se decía, dominaba completamente el aire. Las «fuerzas del pueblo» se limitaban a resistir. Los heridos que ingresaban en los hospitales describían un panorama infernal.
El veintitrés vino aviso de que el batallón estuviese preparado y, al ponerse el sol, partieron, en marcha nocturna, hasta alcanzar las inmediaciones de Villanueva de la Cañada, en donde acamparon, al amparo de un encinar.
El pueblo, medio destruido, era un hervidero de tropas en continuo trasiego de una a otra parte. El constante peligro de los aviones obligaba a los innumerables vehículos a tratar de no encender sus luces, originándose frecuentes atascos y colisiones.
Aquella madrugada, desde el encinar, la batalla atronaba, con terrible violencia. El enemigo, después de debilitar los flancos, se decidía por el ataque frontal a Brunete.
A las once de la mañana se supo que la resistencia había cedido ante el empuje de dos tabores de regulares, que se habían adueñado del pueblo, pero que los de Líster se habían hecho fuertes en el Cementerio, frenando en seco el avance enemigo.
La batalla se encendió nuevamente hacia las tres de la tarde, a iniciativa de los nacionales, mientras su artillería trataba de batir las concentraciones de tropa que se divisaban a unos tres kilómetros, al este del encinar. Por lo visto, se preparaba un fuerte contraataque.
Castro se desesperaba. Ignoraba cuándo y con qué misión entraría en lucha el batallón, y cuantas veces se ponía en contacto con la División, se le decía que aguardase allí pacientemente.
A las seis de la tarde, hicieron su aparición los «katiuskas», escoltados por una docena de «chatos». ¡Por fin se decidía a reaparecer la «gloriosa aviación del pueblo»! Los bimotores dejaron caer unas cuantas bombas en la cercana retaguardia enemiga y, después, regresaron, mientras los «chatos» trababan corto combate con nueve cazas nacionales. Entretanto, tronaba sin cesar la artillería ligera, que concentraba sus fuegos sobre Brunete, mientras las baterías de grueso calibre de Valdemorillo batían más a retaguardia. Los obuses del 12/40 pasaban silbando incesantemente sobre el encinar, para romper, con estruendo, la tormenta, en la lejanía. Un cielo sofocante de calina cubría, como un gris sudario, las tierras yermas.
Con las primeras luces del crepúsculo, se inició el violento contraataque. Se rumoreaba que corría a cargo de quince batallones, apoyados por unos cuarenta carros. Las noticias eran contradictorias. Finalmente, se supo que la desesperada tentativa había fracasado.
Serían las once de la noche cuando, por fin, vino la orden. Se les destinaba para relevar a uno de los batallones de Líster, que defendía las posiciones a la izquierda del Cementerio.
En el curso del relevo, se planteó otro combate que dificultó la maniobra. Castro estaba fuera de sí, porque la iniciativa no había partido del enemigo. Resultó que dos batallones de refresco atacaron desde el Cementerio, sin que, al parecer, se tuviese en cuenta las dificultades que en aquellos momentos podían crear a su izquierda. Afortunadamente, la llama no se corrió y, a lo último, el relevo pudo llevarse a cabo sin grandes dificultades.
Frustrada aquella inútil y postrera tentativa, sobrevino la calma. Andrés acompañó a Castro que estuvo recorriendo las líneas e inspeccionando el emplazamiento de las máquinas. A las tres y media, se reintegraban al puesto de mando, una «chabola» situada al final de una especie de vaguada, que dominaba la entrada al pueblo por la carretera que venía de Villanueva de la Cañada. Castro informó por teléfono al Estado Mayor de la División. Después estuvieron fumando y charlando por última vez, sin que la conversación tuviese el menor matiz privado. Castro se dedicó a explicarle que la contraofensiva fascista había fracasado en aquel punto, al no haberse podido adueñar del Cementerio, la posición clave, a su juicio, sin cuya posesión no podrían proseguir el avance. Es más, en aquellas condiciones, la situación de los que ocupaban el pueblo resultaba bastante precaria, expuestos, como estaban, a imprevistos ataques desde posiciones dominantes.
Apoyó su teoría con argumentaciones de orden técnico, bastante lógicas, al parecer, que Andrés no entendía muy bien. Castro había asistido, como alumno, a un cursillo de capacitación para oficiales y se había tragado una considerable cantidad de literatura militar.
—¿Y si cae el Cementerio?
—Entonces, la situación se tornará muy delicada. Pero no caerá. El Estado Mayor sabe muy bien lo que esto significaría, y lo defenderá con uñas y dientes.
Aquellas palabras, oídas al descuido, se grabarían más tarde en su cabeza. Castro estaba en lo cierto. Lo comprendió después. También comprendió, entonces, otras cosas: que su amigo sacrificó su vida de un modo consciente, con altruismo insensato y sobrecogedor, y que no quiso que Andrés pudiese correr su misma suerte.
* * *
Un intenso cañoneo, antes de despuntar el alba, anunció el comienzo de la batalla que había de ser decisiva. Batía a retaguardia. Después, otras baterías concentraron sus fuerzas contra el Cementerio, mientras los morteros mezclaban su sordo estruendo entre el torrente de la fusilería que se desbordaba alocadamente a lo largo de las líneas, por ambas alas. Pero el temido ataque no se presentó por donde el enemigo parecía amagar, sino que, inopinadamente, partió del mismo pueblo, con rapidez de centella, hacia el propio Cementerio, que la artillería seguía machacando. Fue al cesar súbitamente ésta, cuando se calibró certeramente el peligro. Pero el enemigo ya estaba sobre su presa y la lucha tendría que ventilarse cuerpo a cuerpo. De todas formas, el combate por la posesión del Cementerio se decidió con inusitada rapidez. Algo debió fallar, y el pánico se adueñó de los defensores.
A las seis de la mañana, la situación era crítica. Desbordado el Cementerio, un tabor atacaba de flanco las posiciones defendidas por el batallón de Castro. El comisario Salueña no veía otra salida que retirarse precipitadamente. Castro se opuso. Según él, en aquellas circunstancias, la retirada no sería tal, sino un «sálvese quien pueda» de desastrosas consecuencias. Además, por el boquete irrumpiría el grueso de las masas enemigas, comprometiendo gravísimamente toda la línea oriental del frente. Se puso a la cabeza de la 2.a Compañía y, cuando la sección de ametralladoras pudo cambiar el emplazamiento de sus máquinas, cesaron las embestidas. Un alivio momentáneo y un simple compás de espera, como se comprobó en seguida, porque, al desistir de su empeño, el enemigo inició el avance en profundidad, sin encontrar la menor resistencia. Salueña se manifestaba profunda mente desmoralizado. Quiso comunicar con la División, pero el teléfono ya no funcionaba. Se llevó las manos a la cabeza.
—¡Pronto estaremos copados! —se lamentó con desaliento.
Castro se abalanzó hacia él. Le cogió por las solapas de la guerrera y lo zarandeó violentamente.
—¡Esas palabras te las vas a tragar, por lo menos fuera de aquí, si no quieres que te deje seco de un balazo! ¿Has oído, camarada?
Salueña no era cobarde. Andrés le había visto conducirse bravamente en otras ocasiones. Reaccionó, mirándole a los ojos, con el cuerpo súbitamente tenso.
—¡Quita! ¿Crees que tengo miedo?
—Ahora, ya no —le dijo Castro, soltándole.
De aquella escena sólo fue testigo Andrés. Cuando marchó el Comisario, Castro dio órdenes de que la 2.a Compañía entrase de nuevo en acción. Trataba, sin duda, de retardar la infiltración adversaria; cuando menos, tantear su capacidad ofensiva.
El contraataque rindió frutos momentáneos, y el enemigo fijó posiciones, cesando en su avance. Pero entonces se desencadenó la ofensiva en masa del adversario, dispuesto, por lo visto, a sacar la máxima ventaja del éxito inicial, atacando a todo lo largo del frente, especialmente contra las posiciones defendidas por el batallón de Castro. La artillería concentró sobre ellas un fuego terrorífico y, seguidamente, la infantería se lanzó al asalto. Por tres veces fue rechazada, pero la situación se perfilaba desesperada, sin solución posible. De hecho, se encontraban aislados. El enemigo había reanudado su avance desde el Cementerio y pronto lo tendrían también a retaguardia. Castro hacía gala de una serenidad pasmosa, animando a sus hombres. Si alguien flaqueaba, se le imponía con súbita furia, pistola en mano. La aviación nacional volaba sobre el campo de batalla a escasa altura y los cazas hacían continuos vuelos rasantes, disparando sus ametralladoras.
La última vez que Andrés lo vio, Castro traía el brazo izquierdo vendado apresuradamente con un pañuelo. La sangre fluía a través de la tela.
—¿Te han herido?
—Sólo superficialmente. No es nada. —Y jugó el brazo con desenvoltura.
Despachó con uno de los enlaces y, cuando éste partió, fijó sus ojos en Andrés de un modo extraño, como si lo viese por primera vez.
—¿Qué haces tú aquí?
—¿Cómo…? —se asombró Andrés.
Castro requirió la libreta y escribió algo con apresuramiento. Después, arrancó la hoja, la dobló y se la entregó, diciéndole:
—Tienes que llevar inmediatamente esto al comandante Sáenz. Se lo entregas en persona. Vas al 4.° Batallón, y allí te indicarán su puesto de mando.
—Bueno, pero ¿por qué no va un enlace? Yo…
—¡No admito discusiones! ¡Eres tú quien lo ha de llevar!
—Pero, oye, Castro.
—¡No hay Castro que valga! —volvió a interrumpirle destempladamente—. ¡Ahora sólo soy tu jefe y obedeces sin rechistar o, como hay Dios, que te liquido!
Había montado nerviosamente la pistola y lo tenía encañonado. Andrés le miraba inmovilizado por el pasmo.
—Si te das prisa, todos podremos salvarnos —le decía ahora, en tono grave y bajo, mientras clavaba sus severos ojos en él—. ¿Te decides o disparo?
Andrés dio súbitamente la vuelta y echó a correr a gatas, con el cerebro completamente vacío. Oyó por última vez la voz de Castro:
—¡Sepárate de la carretera!
Del largo período de tiempo que siguió hasta que, por fin, se vio en las cercanías de Valdemorillo, apenas le quedaban recuerdos conscientes. Sólo del principio guardaba ordenada memoria. ¡Qué pánico al salvar aquella especie de barranco por donde ya se filtraba el enemigo y qué modo más suicida de correr, pendiente arriba, a cuerpo descubierto, perseguido por las balas que buscaban su carne! ¡Un milagro que salvara el pellejo! Después, sólo impresiones físicas, algunas, eso sí, de una claridad cegadora, pero barajadas a puro capricho, sin el menor orden ni concierto, como escenas inconexas de alguna experiencia ajena, entrevistas en el curso de una especie de sueño alucinatorio. Faltaba el hilo que las ligase espacial y cronológicamente.
De lo último que guardaba clara conciencia, era de que, al ganar la loma, la desbandada ya se había generalizado. Gritaba un teniente, pistola en mano, y alguien le disparaba un tiro en la cabeza, derribándolo como si fuese un muñeco. Después…
¡Curiosa capacidad de automatismo la del hombre! A partir de entonces, Andrés actuó irreflexivamente, sin el menor dominio voluntario sobre sus reacciones. ¿Cómo pudo, entonces, soslayar todos los peligros y salir, finalmente, indemne de aquella ratonera del infierno? Misterio. Alguien, ajeno a su pura individualidad, le arrastró, mezclándole anónimamente entre los que huían. No es cierto que en parejas circunstancias, un pánico colectivo se apodere de las masas. Por lo menos, subjetivamente, Andrés no poseía conciencia de haber experimentado a partir de aquellos momentos tal cosa. Ni pánico ni otra sensación que no fuese una especie de ansia o tensión constante, sin el menor matiz afectivo, que agudiza anormalmente sus impresiones sensoriales. Percibía el silbido de la bala que podía herirle, el zumbido del caza a punto de descender, en vuelo rasante, a sus espaldas, los gritos que denunciaban el peligro cierto y que, automáticamente, desviaban sus pasos; veía, instantáneamente, el hoyo natural o abierto por un proyectil, que podía librarle del obús que estallaría un segundo después a corta distancia. Sobrevenía la explosión y la metralla se abría en mortal abanico, pero ya los dedos se le clavaban en la tierra de aquella dulce depresión, en un abrazo de gozo, la boca jadeante sobre el polvo, y en los ojos la imagen de aquella fabulosa hormiga roja que trepaba por una brizna seca. Visión momentánea e incomprensible, pero viva; mucho más intensa que las sombras que le acompañaban en la huida y que, a veces, se desplomaban súbitamente o de un modo grotesco, trastrabillando como borrachos.
Admirable refugio aquella roca con su sólida cueva bien resguardada, al abrigo de las bombas que en aquellos momentos dejaban caer los «Saboyas». Pero ya tenía inquilino. Inofensivo. Lo miraba acezante tumbado en el suelo, con la espalda apoyada en un saliente. Grandes ojos muy claros y barba revuelta de días. La pierna derecha rígida, con una mancha de sangre sobre el pantalón, un poco más arriba de la rodilla. Las explosiones ponían temblores en el suelo y la tierra adherida a la roca llovía del techo.
Se alejaban los aviones y Andrés se incorporaba para ganar la salida.
—Soy de la trece. ¿De dónde eres tú?… El comisario de mi batallón pudo escapar y se voló los sesos. Lo vi yo. Pero fue de puro «canguelo». ¿Puedes creerlo? ¡Pero, demonio, espérate! ¡Si aquí estamos seguros! ¡Escucha, camarada!…
Andrés no le hacía el menor caso y el de la trece se quedaba allí blasfemando. Tal vez estuviese herido. La sangre del pantalón… Pero ¿por qué no se lo había dicho? Él no estaba obligado a preguntárselo. ¿O es que…?
Tropezaba de improviso y daba con el cuerpo en tierra, lastimándose vivamente el codo derecho. Se había caído por distraerse como un imbécil pensando en el de la trece. Y se desahogaba cumplidamente a su costa, dándole gusto a la lengua. Cuando reemprendía la marcha el vago problema de conciencia ya estaba liquidado. Aún le dolía el codo. «¡Cabrón!».
Ahora, se adentraba por entre los escombros de una casa de labor destruida por la artillería. Los cascotes de muros y paredes se amontonaban dentro del recinto y sólo uno de los tabiques se mantenía erguido de puro milagro. Colgado estratégicamente de él, un apabullante retrato, con marco y cristal impecables. Algo absurdo en aquel ambiente de completa destrucción, no tanto por el hecho en sí, como por el motivo de que informaba la fotografía: un caballero de cuidada barba, muy digno y compuesto, apoyaba el brazo derecho en un alto testero, mientras, con refinada elegancia anacrónica, cruzaba su pierna izquierda sobre la otra, que, rígida, aguantaba el peso del cuerpo, apoyándose ligeramente en el suelo con la puntera de la brillante bota. Imagen digna de algún celuloide rancio, de una insolencia insufrible, que le sacaba de quicio. ¿Quién habría sido el majadero…? Y, por otra parte, ¿se podía tolerar que aquel cretino hubiese perdido su tiempo…? Volvía furioso sobre sus pasos, y, de una patada, tiraba el tabique, que, al derrumbarse, sepultaba entre los escombros al odioso retrato. Entonces, escupía y resoplaba satisfecho.
Recuerdos todos barajados a capricho, sin hilván alguno que los uniese. Más tarde, sí. Al cesar el peligro, la conciencia volvía por sus fueros y los sucesos ya encajaban en el tiempo y en el espacio. Pero, entonces, la vibrante tensión cedía también, y un cansancio profundo iba apoderándose de sus miembros.
Marchaba sucio y derrotado, a campo traviesa, en compañía de otros tres desharrapados como él. Habían rebasado Villanueva de la Cañada y dejado atrás la carretera que lleva a Villanueva del Pardillo. Por allí ya no caían los obuses ni los aviones hostigaban. A sus espaldas, el retumbar de las explosiones subrayaba, por contraste, el silencio y la calma que brindaba a los ojos un paisaje pardo y gris, bajo un sol implacable, animado únicamente por las verdes banderas de unos cuantos álamos ribereños. Sólo allá, por la carretera que venía de Valdemorillo, rompía la calma el lejano torbellino —polvo y ruido— de una posible columna de socorro.
—¡Daros prisa que vais a llegar tarde a la fiesta! —voceó alguien.
Pero nadie le rió la gracia. Después, el pelirrojo de la 36 habló sensatamente:
—Si seguimos juntos terminarán por echarnos el gancho. Lo mejor será que cada uno se vaya por su lado. Por mi parte, pienso largarme a Madrid y pasarme unos días de buten con la parienta. Ya lo hice otra vez, cuando lo de Talavera. Para presentarse hay tiempo.
—Pero te la puedes cargar.
—¡Te la cargarás tú, voceras! Yo sé hacerlo muy bien.
Andrés marchó con el pelirrojo. Cuando llegaron al riachuelo, estuvieron bebiendo agua y refrescándose. Después, Andrés le entregó cuatro pitillos a cambio de una informe onza de chocolate. El pelirrojo pensaba llegarse andando hasta El Escorial y aquella misma noche —«¡Pupila!»— ya se las arreglaría para subir a un camión que lo dejase en Madrid. Andrés no aspiraba a otra cosa que a tumbarse. Llevaba más de veinticuatro horas sin dormir y el cuerpo le pesaba como si fuese de plomo.
Se despidieron, y marchó el pelirrojo. A solas ya, Andrés se comió el chocolate. Olía a sudor, pero el sabor era excelente, muy azucarado. Los paladeó con morosa delectación y volvió a beber agua. Por último, se tumbó, al resguardo del sol, sobre la fina arena que formaba el lecho de aquella oquedad, que se abría en el ribazo, perfectamente oculta tras un frondoso tamariz. Refugio pintiparado para la alimaña que buscase chasquear a sus perseguidores. Tal vez eso fuese él: una exhausta alimaña que, libre por fin del acoso, se disponía a reparar fuerzas. Claro que… ¡Al diablo! No quería pensar y cerró los ojos. Pero, entonces, se le alertaron los oídos, ávidos de ruidos, que él se entretuvo en seleccionar, aislándolos con el pensamiento.
Las lejanas y sordas explosiones componían una grave música de fondo, que hablaba de riesgos pasados, de algo terrible, pero remoto, inexistente, que ya no podía volver. ¡Qué agradable escucharla en aquel instante!… El canto de la cigarra, no. Aislado, se agudizaba insoportablemente su agria estridencia. Además, ¿por qué se le ocurría cantar allí a aquel bicho demonio? ¿Representaba allí algo una cigarra? ¿Qué misión…? El viento ya era otra cosa. ¡Había movido las ramas del tamariz de un modo tan delicado, con aquel rumor silente, apenas perceptible…! Otra vez. El viento siempre se sabía el papel; nunca desentonaba. El viento y aquel tronar de tormenta en la lejanía.
El cielo tenía aguadores, ángeles que transportaban en grandes carros el agua. Pero venían de muy lejos y se aburrían ya. Entonces, se pusieron a jugar y dejaron de vigilar a los mulos, que no sabían bien el camino y que se caían con los carros por un precipicio muy grande, rompiéndose todas las cubas. Por eso se formaba todo aquel estruendo y llovía después. Se lo había explicado así su abuela paterna, cuando Andrés era muy chico y vivía con sus padres en el pueblo. Él siempre quería estar con su abuela. Ahora también llovería. Le bastaría prestar la debida atención, para que, al cabo de unos instantes, el rumor de las primeras gotas se deslizase hasta sus oídos.
El pensamiento, medio adormilado ya, guardó un silencio expectante y, entonces, el chirrido de la cigarra irrumpió inesperadamente, con estrépito, como las trompetas del Juicio Final. Voló espantado el pájaro de la duermevela y todo su ser experimentó un súbito estremecimiento, a tiempo que la conciencia se le hacia luz viva y deslumbrante. Se agitó y apretó crispadamente los párpados, tratando en vano de volver a hundirse en la soñolencia.
¡Qué compleja y laberíntica el alma humana! ¡De qué subterfugios se valía a veces para velar la culpa, escamoteándola como un ladronzuelo, en defensa de la carne cobarde! Como entonces. Pero de nada le habían valido sus viejos trucos, porque los clarividentes ojos de su conciencia, abiertos ya, habían dado con el cubil de la alimaña, que ahora surgía al aire libre, en toda su acusadora fealdad: HABÍA ABANDONADO A CASTRO DE UN MODO DELIBERADO, COBARDE. ¡Así!
Cuando su amigo le encañonaba con la pistola y le decía: «Si te das prisa todos podremos salvarnos», el tono de su voz y la grave expresión de sus ojos manifestaban otra cosa. Le decían: «Yo me quedo, pero quiero que te salves tú. ¡Huye!». Pudo muy bien haberle respondido: «No, Castro, no iré. Yo también me quedo aquí contigo». Y su amigo no habría disparado. ¡Seguro! Incluso, posiblemente se hubiera echado a reír. Pero el pánico le vació el cerebro y la conciencia y salió corriendo. Por eso no dudó después en unirse a los que escapaban, desentendido por completo de la falsa misión, aquel fantástico parte que debía entregar en persona al comandante Sáenz.
¡Dios mío!, ¿qué diría el papel? Lo había guardado en el bolsillo izquierdo de su camisa. Allí estaría aún. ¿Qué habría escrito Castro en él? ¿Una comunicación urgente, informando de la crítica situación y solicitando ayuda? No; seguramente algo mucho peor: unas cuantas palabras —¡las últimas!— dirigidas a él, que confirmarían plenamente… No podría leerlas, no se sentiría con fuerzas… ¡Qué infiernos de remordimientos si…! Una solución: Ahora, con los ojos cerrados como estaba, ¿quién le impedía sacar el papel, romperlo sin mirarlo y enterrar los trozos, hondo, muy hondo, bajo la arena? De esta forma… Un puerco pensamiento que desechó al instante. ¡TENÍA QUE LEERLO!
Abría los ojos y se incorporaba, sentándose en la arena. El corazón le latía con violencia, allí, justamente bajo el bolsillo en donde guardaba el papel. Humillaba la mirada y su mano derecha palpaba sobre la tela. ¡El bolsillo estaba completamente vacío!
Se rebuscaba nerviosamente por los demás bolsillos… ¡Tampoco! Por último, miraba en torno de él, por el suelo, con ansia temerosa… ¡Ni rastro del papel! Y, entonces, volvía a echarse de bruces, los brazos extendidos y la mejilla sobre la arena, mientras sus labios musitaban: «¡Gracias, Dios mío!… ¡Gracias, Dios mío!…», porque sabía que el papel no se había perdido caprichosamente.
Una dulce laxitud le envolvía después con sus gasas. No sentía el peso del cuerpo. Y seguía disculpándose, humildemente, y decía: «Yo no soy como él, Señor; soy cobarde y el pánico se adueñó de todo mi ser… No supe lo que hacía… ¡Esta guerra!… Además, tengo que cuidar de los míos, velar por ellos. Tú bien sabes que ésa es mi verdadera misión…, siempre me esforcé por cumplirla, y nunca reparé en sacrificios… Yo quería a Libertad, Señor. Y renuncié a ella. Yo…»
El pensamiento se le desvanecía y, en brazos del sueño, caía en un mundo irreal que mezclaba pasado y presente, vivos y muertos, que metamorfoseaba unas figuras en otras y que confundía situaciones, y fechas y circunstancias, creando fantasmas caprichosos y entrañables.
Ahora, hablaba con su padre, que le preguntaba por los niños; y él pasaba por momentos de verdadera angustia, tratando de ocultarle que los había abandonado incomprensiblemente no sabía dónde. Y marchaba por la ciudad, entre el gentío, buscando a sus sobrinos, sin poder hallarlos por parte alguna, hasta que le decían que Castro se los había llevado, con el coche, al frente. Algo absurdo y disparatado, muy característico, por otra parte, de Castro, que le llenaba de desesperación.
Más tarde, huyendo de no sabía qué, corría por la calle del pueblo en donde vivía su abuela. Cuando llegaba a la casa, tenía que subir un escalón muy raro, altísimo. Al fin, con mil apuros, conseguía salvarlo a gatas, pero se le había roto el bolsillo de la blusa, y su abuela le regañaba. Después, se lo cosía y, de la mano, lo llevaba a la sala de abajo, en donde le llenaba el bolsillo de anises, que guardaba en el arca. De pronto, se daba cuenta de que su abuela no era su abuela, sino Libertad, que le hablaba, explicándole algo muy conmovedor. Y él lloraba. Pero las lágrimas eran dulces, de liberación.