XVII
SI POR AQUELLOS DÍAS alguien se hubiese dirigido a Andrés para preguntarle si se sentía satisfecho de su vida, éste no habría vacilado en responder afirmativamente. ¿Acaso no estaba en plena juventud, gozando de salud envidiable? ¿No eran confortables aquellas dos habitaciones que tenía alquiladas en el lujoso piso de Enrique Granados? Por otra parte, saltaba a la vista que el trabajo de correr los hierros del señor Terol no le agobiaba en absoluto; incluso, tal como se lo había organizado últimamente, la tarea resultaba entretenida. Sólo tenía que pasarse de vez en cuando por el almacén de Gran Vía, a fin de informarse de las últimas partidas recibidas, y mantener la oportuna comunicación —casi siempre telefónica— con su fiel clientela, para que todo se deslizase sobre ruedas y poder embolsarse magníficas comisiones, que cubrían sobradamente todas sus necesidades y caprichos. Aún más; de estos últimos, el que indudablemente podría haberle resultado más caro —las mujeres— a él nada le costaba, porque siempre disponía de alguna sugestiva candidata dispuesta a ofrendarle sus favores sin el menor ánimo de lucro. ¿A qué más podía aspirar, entonces?
Es verdad que, cuando volvía la vista atrás, los días consumidos se le representaban como grises fantasmas, en inacabable y monótona procesión, y que el apetito carnal, una vez satisfecho, dejaba tras de sí una estela de tedio, pero ¿acaso se le podían pedir a la vida auténticas alegrías, sin que la tirana presentase su inevitable contrapartida de desengaños y sufrimientos, transformando al hombre en un juguete en sus manos? Andrés ya tenía experiencia de aquel juego tan poco compensador y sabía a qué atenerse.
Cierto también, que las existencias como la suya parecían carecer de sentido, sin un pasado entrañable que, como arco tenso, disparase la flecha de una noble ambición dirigida al porvenir. ¡Espejismos! ¿Es que no era la vida en sí misma, al margen de las absurdas aspiraciones humanas, la que precisamente carecía de sentido? El hombre, un pájaro bobo en la jaula del tiempo, se empeñaba en mezclar con sus alas aires ilusorios de un pretérito y de un futuro fantasmales, y permanecía ciego a la vida, a la auténtica vida, que discurría en presente alocado y arbitrario. Había, pues, que hundirse en aquel caprichoso torbellino y gozar despreocupadamente del efímero placer que nos proporcionan los sentidos y de la momentánea satisfacción de nuestros apremiantes apetitos. Por fortuna, habían cicatrizado sus viejas heridas, el doloroso pasado estaba definitivamente enterrado y, ahora, ya era pez avisado que no volvería a caer en las mismas redes.
Así pensaba y así se veía Andrés, entonces. El imprevisto encuentro de aquella tarde con Elena, en pleno Paseo de Gracia, le desconcertó terriblemente, creando en su ánimo una indescriptible confusión. Habían pasado nueve años de completo olvido, una eternidad, más bien, que separaba aquel mundo lejanísimo y ya fenecido de este otro suyo actual, único. Esto exactamente habría pensado segundos antes del encuentro. Y, de pronto, ante la inesperada presencia de Elena, como por arte de magia, su corazón tendía a recobrar el viejo y ya olvidado latido, y el muerto se alzaba como Lázaro de su tumba.
Andrés, que acababa de entrevistarse con un cliente en su despacho de Valencia, aguardaba, al borde del paseo, a que cruzase un taxi para dirigirse al Luxor, en donde solía dejarse caer por aquellas horas todas las tardes. Por fin, divisó uno libre y alzó la mano para que parase. Fue en el preciso instante de poner los pies en el estribo, cuando la voz de ella sonó a sus espaldas.
—¡Andrés!
Apenas pudo volverse, y ya Elena estaba abrazada a él. Tan imprevista fue la sorpresa que, por breves segundos, quedó alelado. Finalmente, salió del estupor. Algunos transeúntes se paraban con curiosidad. Se daba cuenta de que su hermana, perdido el dominio de los nervios, sólo sabía repetir una y otra vez su nombre, abrazada a su cuello, llorando perdidamente. La puerta del taxi seguía abierta y el chófer los miraba, vuelta la cabeza.
Se deshizo del abrazo y la empujó hacia el interior del vehículo.
—¡Sube!
—Sí, Andrés, sí…
Ascendía tras ella y ya iba a cerrar la portezuela, cuando Elena reaccionaba, incorporándose.
—¿Y Pablo? ¿Dónde se ha quedado Pablo?
—¿Quién?
—¡Pues el niño! Venía conmigo y…
—¡Espera!
Un muchacho de unos once años se mantenía de pie, muy serio, a unos tres metros del taxi. No le recordaba, pero, sin duda, aquél era su sobrino.
—¡Ven, Pablo!
El chico le daba la mano y ascendía al taxi sin despegar los labios. La madre le hizo un hueco en el extremo opuesto.
—¡Llévenos paseando hacia Pedralbes! —le ordenó al chófer.
Cerró la puerta de golpe y se acomodó junto a Elena, que inmediatamente se echaba sobre él, asiéndole del brazo con ambas manos y estallando de nuevo en sollozos.
—¡Ay, Andrés!… ¡Andrés!…
—¡Bueno, cálmate! Creo que ya está bien.
Trataba de recobrarse, y se dirigía a ella en un tono que quería ser normal, sin conciencia exacta de sus palabras.
—Pero ¿es que no lo comprendes? Yo…
Rompía a hablar ahogadamente tratando de explicarle lo que ya era consabido, de rigor: Su inaudita sorpresa al verle al cabo de aquellos nueve años de separación, después de haber estado convencida de que había ocurrido lo peor. Sí, porque la madre y ella ya habían llorado por él; lo creían muerto. Recibieron una comunicación oficial en la que daban a Andrés por desaparecido. Pero ellas hicieron averiguaciones sin el menor resultado al principio, hasta que, al final, un soldado de su compañía les informaba del fallecimiento. Había visto caer a Andrés destrozado por un obús… Por eso, ahora, al encontrárselo de súbito…
Andrés, sin la menor conciencia de su acto, le había pasado el brazo izquierdo por el hombro y se mantenía rígido, con los labios apretados, mientras Elena proseguía en su balbuceante monólogo, el rostro hundido en su pecho. Le soliviantaba la presencia del sobrino. El muchacho se había refugiado en su rincón y no decía nada. Sólo, de vez en cuando, alzaba los ojos para observarle, pero cuando sus miradas se cruzaban rehuía el encuentro, y trataba de disimular. No conseguía identificarlo con el Pablito que recordaba de tiempos atrás. Claro que, entonces, su sobrino apenas contaría unos dos años y… Había cambiado mucho. No obstante, algo en aquel rostro le era muy familiar, aunque no conseguía concretarlo… Pero ¿qué decía Elena? ¿Que una muchacha les había visitado en Madrid para preguntar por él, cuando ya le creían muerto?… ¡Ah, sí! ¡Libertad!… ¿Por qué le miraría otra vez el chico de aquella forma?… Ya caía: le recordaba a su cuñado, al padre. Tenía sus mismos ojos; mejor dicho, aquella peculiar expresión tan humana de sus ojos. ¡Exacto!
—¿Sabes quién soy?
—Sí; el tío Andrés.
—¿Y te acuerdas todavía de mí?
—No.
—¡Claro que te recuerda! —intervenía la madre incorporándose, mientras abría su bolso para sacar un pañuelo—. ¿No ves como te ha reconocido?
Mientras la madre se secaba las lágrimas, el muchacho explicó con seriedad:
—Lo he reconocido por el retrato que hay en la casa, pero yo no me acuerdo de él.
—Era muy pequeño —le disculpó Andrés.
Elena volvía a guardase el pañuelo y ordenaba a Pablito que besase a su tío. Andrés, percatándose de lo violenta que para el chico parecía ser la situación, se le adelantaba, y su sobrino correspondía formulariamente, rozándole la mejilla con la boca.
En aquel instante, el coche irrumpía en la plaza de Calvo Sotelo. Andrés ya se sentía dueño de sí. También Elena daba la impresión de haberse recobrado algo.
—¿Adónde ibais cuando me viste?
—A comprarle unos zapatos al niño.
—Bueno, os acompañaré. Todavía hay tiempo.
—¡No, no, qué tontería! Los zapatos no corren prisa. Ahora…
—¡Cálmate! —le atajó Andrés mirándola significativamente—. Hay tiempo para todo. Iremos a comprarle esos zapatos a Pablo, y ya hablaremos más adelante. Éste no es el momento oportuno.
Se incorporó y descorrió el cristal para indicarle al chófer la nueva dirección. Después, volvió a dejarse caer sobre el asiento.
Lo había decidido en el último segundo y el pensamiento terminó de serenarle. No procedía actuar a la ligera, dejándose llevar de sus momentáneos impulsos. Tenía que reflexionar. ¿Qué mejor conducta, entonces, que eludir en aquel momento las explicaciones y dejarlo todo en el aire durante un día o dos para, entretanto, tratar de ver claro en su interior? ¡Había sido el encuentro tan inesperado! Además, no procedía remover viejas historias en presencia de aquel chico que…
—¿Vivís, ahora, en Barcelona?
—Hace ya tiempo. Al terminar la guerra, en Madrid, se pasaba muy mal y, entonces, decidimos trasladarnos aquí. Tenemos el piso en la Vía Layetana.
—¡Ya!
—¿Y tú? ¿Es que estabas de paso?
—No, no. Resido también aquí, desde hace ya unos años.
—¿En qué calle?
—En Enrique Granados, esquina Mallorca. Tengo alquiladas dos habitaciones.
—¡Tanto tiempo sin vernos, viviendo en el mismo sitio!
—Barcelona no es ningún pueblo…
—Sí, claro…
La escena había cambiado sensiblemente. Pasada la ofuscación de los primeros instantes, el choque que en su ánimo debió provocar la súbita presencia de Andrés, Elena había reaccionado, tranquilizándose en cierto modo. Pero no daba la impresión de conducirse con la espontaneidad que la situación parecía requerir. Quizá porque Andrés, dueño ya de sí, le hablaba en aquel tono objetivo, mientras la estudiaba detenidamente con ojos críticos.
Su hermana vestía un elegante traje de calle gris, que se intuía confeccionado por un buen modisto. El impecable zapato negro acentuaba la esbeltez de la pierna, enfundada en la transparente media de nylon. Su rostro, maquillado indudablemente —las lágrimas habían deteriorado algo el discreto y hábil trabajo— se ofrecía atrayente, con los labios avivados de rojo y las mejillas blancas y tersas en contraste con los negros ojos, enmarcados por el airoso peinado, que recogía el cabello, dándole libertad a las graciosas orejas. Por cierto que éstas lucían pendientes de broche muy costosos, a juzgar por los limpios destellos de la piedra hundida en el lóbulo: un excelente brillante, sin duda. ¡Caramba!, también el brazalete era digno de la más alta estimación. No bajaría de las treinta mil…
En aquel instante, Elena parecía tener conciencia de la dirección de su mirada y escondía el brazo. La joya desapareció de su campo visual.
—¿Y cómo te han ido las cosas, Andrés?
—Perfectamente. No puedo quejarme. ¿Y a ti?
—Pues… nosotros estamos bien —y añadía, aprisa—: Los niños estudian. El mayor ya está en el segundo de Bachillerato y Pablo en el primero. Van a un colegio. Pablo es muy trabajador y los profesores están muy contentos con él. Aseguran que es muy inteligente, pero es que tiene mucho amor propio. Nunca hay que decirle que estudie y muchas noches tengo que quitarle los libros para que se vaya a acostar —ensayó una risa—: Él dice que quiere ser ingeniero.
—¡Caramba! ¿Y quién te ha metido ya esa idea en la cabeza, Pablo?
—Nadie. Yo solo.
Paró el taxi y descendieron, penetrando en la zapatería. Pablo se probó unos cuantos pares y, finalmente, Elena se decidió por uno de ellos, sin que el chico opusiese la menor resistencia. Andrés se adelantó a su hermana y abonó el importe en la caja.
El coche les aguardaba, al borde de la acera.
—¿Adónde queréis que os lleve?
—No íbamos a ningún sitio más —le dijo Elena, mirándole a los ojos, expectante.
—Os dejaré, entonces, en casa. ¡Subid!
Su hermana dio la dirección y, hasta que el coche se detuvo frente al portal del número de Layetana en donde vivían, Andrés llevó el timón de la charla, abordando diversos temas, pero sin permitir, en ningún momento, que Elena pudiese deslizar preguntas o alusiones que indudablemente habrían estado más de acuerdo con la situación. Un juego deliberado que, como es lógico, acentuó el desconcierto de ella.
Cuando pisaron la acera, Andrés pagó el taxi y besó a su sobrino. Después, se dirigió a Elena, que le miraba pálida, angustiada.
—¡Andrés!
—Ya hablaremos otro día extensamente.
—¿Por qué no subes ahora? Mamá…
—¡Te repito que ya tendremos ocasión de explicarnos! ¡Adiós, Elena!
—¡Andrés!…
Echó a andar de prisa, a grandes zancadas, por entre los transeúntes, sin volver la cabeza.
* * *
¡Qué fabulosas proporciones suelen cobrar en nuestro ánimo ciertos acontecimientos al evocarlos! Aquella noche, a solas en su dormitorio, Andrés volvió a vivir la escena de la tarde: su encuentro con Elena y el chico, el paseo en taxi hasta Calvo Sotelo y la vuelta, con la parada en la zapatería, para finalmente dejarlos de nuevo frente al portal de la Vía Layetana. Algo que, en realidad, había durado media hora o una a lo sumo, y que allí, en la soledad de la alcoba, se dilataba hasta un límite absurdo. Quizá porque al rememorar los hechos, éstos cobraban su significación más honda, hundiendo sus raíces en el pasado, un pasado que pugnaba por hacerse presente, que reclamaba su justa dimensión temporal.
El breve paseo en taxi se revelaba ahora inacabable, poblado por todo un mundo de seres y circunstancias, a que hacían precisa alusión sus múltiples y mínimas incidencias. Toda su historia —vieja y nueva— estaba en aquel corto recorrido en taxi por la ciudad; un viaje indeterminable, de pesadilla y discontinuo, con sus imprevistos avances y retrocesos y aquellas pausas en espera del viajero, Andrés, que, a veces, se perdía en paisajes pretéritos o en nebulosos horizontes todavía no hollados.
Parecían ser tres los que iban en el taxi: Elena, el chico y él, pero eran más. Ahora, por ejemplo, su sobrino le había mirado y el marido de Elena se incorporaba a la expedición. Era Pablo, su cuñado, quien le contemplaba en aquel instante con ojos severos, cargados de mudos reproches. Y Andrés tenía que explicarse, hacerle comprender… Entonces le señalaba a Elena, para que se fijase bien en su elegante vestido, en los impecables zapatos negros, en las costosas medias de nylon y en aquellas valiosas piedras que lucía en las orejas y en el brazo. ¿No veía cómo ella rehuía las explicaciones, cómo hurtaba el brazalete de las miradas fiscalizadoras? ¿Qué más pruebas justificativas podía exigirle de su conducta?… Todavía más: lo llevaría aquella noche, en el piso de Alcántara. Ya estaban allí. Podía contemplar el revuelto lecho de los amantes, percatarse de que su retrato ya no se encontraba sobre la mesilla de noche y que las cunas de los niños las habían sacado de la alcoba. ¿Se daba cuenta? ¿Por qué, entonces, tenía que mirarlo así? Además, el chico… Él apreciaba al muchacho. Lo besaba ahora, inclinándose sobre el asiento, y, ahora, otra vez, en la acera frente al portal. Había dicho: «Sí; es el tío Andrés». Después, en la tienda, él le pagaba los zapatos. No se trataba de la materialidad de aquel dinero —¡una miseria!—, sino de la clara significación del gesto impremeditado, completamente espontáneo que… Por lo demás, Andrés nada podía hacer. ¿Acaso era culpable de algo y no la víctima más agraviada de todas?
Elena sollozaba colgada a su cuello: «¡Andrés!… ¡Andrés!… ¡Andrés!…». Y, por unos instantes, era su hermana, la muchacha que de niño despertaba su orgullo y a la que él le decía: «Estaremos siempre juntos y yo te defenderé», la misma que, al morir el padre, quedaba bajo su custodia. Y Andrés tenía que deshacerse de sus brazos y decirle: «¡Sube!», porque no podía ser ella, so pena de que… Además, tenía que evitar que el padre se agregase a la expedición, instalándose en el taxi. Por eso se mantenía rígido en el asiento, sin despegar los labios, mientras aquella Elena balbuceaba no sabía qué.
Su padre había muerto definitivamente. Ellas, las mujeres, le habían echado tierra y más tierra encima, hasta sepultarlo en el olvido. No se acordaba ya de lo que dijo; tal vez no mereciese la pena recordarlo. De todas formas, convenía mantenerse acorazado de insensibilidad, alerta al posible peligro que representaría un imprevisto ataque que…
Las entrecortadas frases de Elena resbalaban por aquella fría corteza, pero, de pronto, encontraban un resquicio inesperado y se infiltraban, clavándose en la carne: «… y le dijimos lo que nosotras creíamos; que habías caído en el frente… Bueno; que oficialmente te daban por desaparecido, pero que habíamos hecho indagaciones y… ¿Quién era aquella chica?». «No sé». ¡Era Libertad! Un nuevo motivo de agravio, un nuevo dolor que añadir a la larga lista. Ellas le habían separado de Libertad, de la Libertad que él amaba entonces. Un entrañable fantasma juvenil, que ahora les acompañaba en el viaje. No tenía que disculparse con él; sólo gozar de su presencia evocadora. ¡Qué idilio tan maravilloso y… absurdo! Como un cuento de hadas. Andrés no conocía, entonces, a las mujeres, y se había forjado un mito de la muchacha. Por eso era única, inefable. Presidía su mundo de entonces: La cocina de la guardería… el puente de San Pablo, solitario en medio de la noche… aquellos paseos por la ribera del Huécar… la excursión a la «Torca de la Novia»… Libertad extendía su dedo. —«¡Mira!»— para enseñarle aquella caprichosa roca que remedaba la vaga silueta de un encapuchado, recortada contra el cielo azul, aquel mismo cielo que él veía, después, reflejado en sus ojos… Pero era ayer, ayer, un ayer remoto, fenecido. Y Andrés seguía en el taxi, junto a Elena, rígido, con los labios apretados. También aquella Libertad la habían enterrado ellas. La que viviría en algún lugar ignorado mientras el taxi rodaba, ya sería otra, ya era otra. Las mujeres olvidan pronto, tienen escasa memoria y siempre están dispuestas a admitir que nada irreparable ha pasado. Como esta Elena, frente al portal de Layetana, que le decía: «¿Por qué no subes ahora? Mamá…». ¿Quién? ¿Qué madre era aquélla? Él no la recordaba, no quería recordarla. ¿Sería posible que aún se atreviese ella a pensar en Andrés? Algo inconcebible y, sin embargo… «¡Hijo!». «¡Hijo!…». Un sentimentalismo desvergonzado, canallesco, porque había prostituido a Elena y, ahora, ahora mismo, vivía regaladamente en el confortable piso de Vía Layetana que costearía el rico amante que le había comprado a la hija los pendientes y el brazalete. ¿Sería todavía el canalla de Sellés? No. El Sellés aquél era un pobre diablo, aupado por las anómalas circunstancias de la guerra, y éste de ahora parecía ser un tipo de cuartos. «Es muy bueno; quiere mucho a mi hija y nos tiene muy bien instaladas», diría la madre con el léxico ya consabido, clásico. Después, lloraría un poquito y suspiraría pensando en su Andrés, aquel ingrato a quien ella no conseguía olvidar. ¡Vergüenza! ¡Vergüenza…! No, él no quería saber nada de las dos mujeres; no las conocía. En realidad, Andrés ya era otro muy distinto. Sus vidas discurrían por cauces completamente aparte y nada podía ligarles en el futuro, porque las viejas ataduras habían quedado rotas para siempre. Bueno, quizás… ¡Otra vez el chico! Se fijaba bien en él y le parecía conocerlo de toda la vida. Sí, aquél era su sobrino, el pequeño. Pero el muchacho ya no se acordaba del tío Andrés. Tal vez tuviese que verlo de nuevo; en todo caso, para evitar que pudiera seguir mirándole de aquel modo. Como ahora, al dirigirse a él, desde su rincón del coche, para decirle: «Nadie. Yo solo». El chico estaba solo y Andrés…
Fue después de las tres de la madrugada, cuando, finalmente, el taxi se adentró por los caminos del sueño.