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ASCENDIÓ AL TRANVÍA y, después de abonar el importe del recorrido, se refugió en el rincón de la plataforma, frente al cobrador.
Aún no hacía todavía diez minutos que Manuel se encontraba en el Ateneo, sentado ante un pupitre, tomando notas del libro de Paul Hazard. Tipo curioso este Paul Hazard. Había conseguido reunir un considerable y valioso material informativo, casi todo él de primera mano. Una penosa tarea destinada a realizar algo que, una vez concluido, no compensaba el esfuerzo. Sí, porque el libro se revelaba obra de pura artesanía; faltaba el soplo inspirador y la tesis que machaconamente se esforzaba en defender sólo era un tópico, una evidencia tan de clavo pasado ya que… De todas formas, desde un punto de vista utilitario, la obra, cuajada de citas y referencias, poseía para Manuel un valor inapreciable. Ya había llenado tres cuartillas de notas, cuando uno de los empleados se le acercó para decirle que la señorita Olga le llamaba al teléfono. Una vez en la cabina, cogió el auricular en la creencia de que la chica sólo pretendería informarse de algo sin importancia. Por desgracia, no fue así. Después de saludarle, la muchacha que, por cierto, parecía sentirse nerviosa, expuso su deseo de verse con él inmediatamente. Manuel le dijo que en aquel momento estaba trabajando y que ya se pasaría por el «Luxor» a otra hora.
—Es que se trata de algo muy importante —respondió Olga.
—¿De qué?
—Ya te lo explicaré. Yo estoy en el «Bagatela» de la Diagonal. Te agradecería mucho que vinieses en seguida.
Manuel se vio cogido entre la espada y la pared.
—Está bien —consintió—. Dentro de unos minutos estaré ahí.
Abandonó el libro y las cuartillas sobre el pupitre y se encaminó hacia la Plaza de Cataluña, en donde cogió el tranvía.
Bien; procuraría abreviar, en lo posible, la entrevista y tal vez a eso de las doce y media ya estuviese de vuelta. ¿Por qué diablos no le habría dicho de un modo tajante que le sería imposible verla aquella mañana? Nada le ligaba ya a aquella Olga ni a sus tontos problemas y resultaba estúpido perder así el tiempo cuando… Pero era fatal; jamás sabría renunciar a desempeñar esos ficticios papeles que el hombre suele asumir, a veces, impulsado por las circunstancias. Manuel era oficialmente el amigo desinteresado y comprensivo a quien Olga podía recurrir, con entera libertad, a fin de hacerle partícipe de sus cuitas y recabar su valioso consejo y, como en aquella ocasión la muchacha reclamaba su preciosa presencia, él se apresuraba a acudir en su socorro. ¡Tonterías! Y, no obstante, tal conducta respondía a algo irremediable, temperamental. No entraba en su carácter zafarse, como otros, sin contemplaciones de las situaciones enojosas, y sólo sabía librarse de ellas dando rodeos, hasta tropezar con la línea de menor resistencia, No se trataba, desde luego, de que Manuel fuese un individuo sugestionable o de vacilante voluntad. El problema era muy otro y, posiblemente, su actitud le sería dictada por un sentimiento de delicadeza hacia el semejante que… ¿O, tal vez, aquella postura suya surgiese de un fondo de egoísmo, de feroz egoísmo? Quizá. Lo había pensado ya en más de una ocasión. De esta forma, se creaba un mundo externo sin conflictos, laxo y cómodo, a la medida exacta de sus deseos, pintiparado para lo que se revelaba su máxima afición: dedicarse a sus tareas literarias sin más consideraciones adjetivas. Posiblemente por eso procuraba eludir toda tirantez en sus relaciones sociales y, así, al no intervenir él decisivamente en las vidas ajenas ni éstas afectarle para nada… Un juego lógico, impuesto por la diametral divergencia de aspiraciones. Sólo que aquellos absurdos y esporádicos enamoramientos le desviaban, de tarde en tarde, de su ruta. Como en esta última ocasión con Olga. Por fortuna, ahora se trataba de soltar las últimas amarras y hacerse de nuevo a la mar, cara a la sugestiva aventura que le brindaba la futura tarea, perfilada ya en sus ideas directrices; contemporáneo en todas sus manifestaciones. Precisamente, aquella mañana misma había iniciado la labor preparatoria de acumular los materiales necesarios que, después, distribuiría sabiamente hasta alzar el edificio, según el maravilloso proyecto que guardaba en su cabeza. Afortunadamente, la oferta de Planas le permitiría, ahora, trabajar sin agobios económicos ni de tiempo. ¡Algo magnífico! Por fin, haría «su» obra.
Cuando el tranvía llegó a la Diagonal, descendió de él y encaminó sus pasos por la acera. Marchaba aprisa y pronto alcanzó la esquina en donde se emplazaba el bar. La hora era algo intempestiva y, salvo Olga que aguardaba sentada ante una de las mesas, ningún otro cliente aparecía en la terraza.
Al percatarse de su presencia, Olga arrojó el cigarrillo que estaba fumando y se inmovilizó, mientras Manuel avanzaba hacia la mesa con la mano derecha extendida.
—¡Hola! ¿Qué tal?
—Te agradezco mucho que hayas venido. ¡Siéntate!
Mientras Manuel se acomodaba frente a la muchacha, ésta se humedecía nerviosamente los labios, sin dejar de mirarle. Una actitud que ponía de manifiesto el vivo interés que, al parecer, había despertado en su ánimo el ignorado asunto.
—¿Qué te ha pasado?
—A mí nada. Es que, verás, esta mañana…
Se interrumpió de súbito, ante la presencia del camarero. Manuel pidió una cerveza y cuando el camarero se alejó Olga continuó:
—Iba a decirte que esta mañana ha aparecido el cadáver de una mujer en el piso de la casa frente a la mía. La policía asegura que la mataron anoche y, por lo visto, es «Nena Clavel».
Olga guardó silencio y se inmovilizó de cara a su amigo para apreciar debidamente el efecto que la noticia produciría en su ánimo. Naturalmente, la declaración sólo consiguió irritar íntimamente a Manuel. ¿Para informarle de aquella estupidez le había hecho venir? Trató de disimular y esbozó una sonrisa.
—¿Y es eso lo que te solivianta? ¿Quién es esa «Nena Clavel»? ¿Una conocida tuya?
—¡No! Es la amiga del mayor de los Núñez, esos fabricantes tan ricos de Sabadell. ¿No has oído hablar nunca de ella?
—Ésta es la primera vez. Lo que no comprendo es en lo que te pueda afectar a ti…
—¡Claro que me afecta! —atajó Olga—. Esta mañana se me ocurrió decir en la portería que anoche, cuando llegaba a mi casa, vi salir de la de enfrente a un desconocido y la policía estuvo interrogándome.
—¿Y, acaso, mentiste? —aventuró Manuel.
—¡Qué tontería! ¿No recuerdas ya que anoche…?
—¡Diablo! —exclamó Manuel, cayendo por fin en la cuenta—. ¿Te refieres a Lozano? ¿Ha ocurrido el asesinato en la casa de donde salía anoche?
—En esa misma. Pero yo ya no estoy segura de que fuese Lozano el hombre que, en aquel momento, cerraba el portal. Anoche lo dije a bulto y, como comprenderás, no está bien comprometer a los conocidos. Por eso sólo informé a la policía de lo que podía estar segura; de que un individuo salió de la casa a esa hora, y respondí a las preguntas que me hicieron tratando de que se lo describiese, pero sin hablarles para nada de Lozano. Pensándolo bien, ahora me doy cuenta de que no debía de ser él.
—Pues, lo era —afirmó Manuel—. Cuando me despedí de ti y bajaba en el taxi, me asomé a la ventanilla y lo reconocí perfectamente a la luz de un farol.
—¿Estás seguro?
—Completamente.
En aquel momento, el camarero se acercaba de nuevo y los dos guardaron silencio. Cuando marchó, después de depositar la cerveza sobre la mesa, Olga, que fijaba en Manuel sus ojos, reaccionó nerviosamente.
—¿Y qué piensas hacer?
—¿Yo? —se extraño Manuel—. ¡Nada!
—¿No piensas, entonces, denunciarlo?
Al percatarse de la ansiedad con que la chica había formulado la pregunta, sintió que la irritación se infiltraba de nuevo en su ánimo. Por lo visto, el suceso le había conmovido profundamente, despertando en su pecho esa malsana curiosidad que la mayoría de las gentes experimentan ante los delitos de sangre, y esperaba como algo lógico que Manuel compartiese sus vulgares preferencias, dedicándose con ella a un apasionante cambio de impresiones. ¡Al diablo!
—No, no pienso preocuparme de nada de eso —respondió—. Es exclusivamente la policía a quien le incumbe averiguar estas cosas. Por otra parte, que Lozano saliese anoche de aquella casa no quiere decir necesariamente que haya sido él el autor de lo ocurrido.
—¡Claro que no! —admitió Olga—. Es lo mismo que pienso yo. Pero si te interroga la policía, ¿qué vas a decir?
—Para eso hace falta que yo me presente a declarar y no pienso hacerlo. Tengo cosas más importantes que hacer.
—Bueno, pero es que yo tuve que decirles que anoche me acompañabas en el taxi y, a lo mejor, te buscan para hablar contigo.
¡Lo que faltaba! Aquella charlatana se había ido de la lengua y, ahora, se vería envuelto en aquel asunto que maldito si le importaba, creándole toda una serie de contratiempos con la consiguiente pérdida de horas. ¡Dios mío, y pensar que ayer mismo suspiraba por aquella Olga que tan neciamente se conducía! Trató de encubrir su profundo enojo y preguntó:
—¿Les informaste de que yo vi salir a Lozano?
—Yo no dije que fuese Lozano, sino un desconocido.
—Bueno, es lo mismo: ¿que vi salir a un desconocido?
—Tampoco. Sólo que me acompañabas, pero que, según me había parecido, ni te diste cuenta de su presencia.
—¡Menos mal! Detesto intervenir para nada en estos líos que ni me van ni me vienen. Si la policía me busca para interrogarme, confirmaré tus palabras, declarando que no vi a nadie. Pero ¿estás segura de que les dijiste eso de mí?
—¡Claro! No tuve más remedio que informarles de que tú me acompañabas, porque me preguntaron de dónde venía y en dónde había estado, pero sin decirles que yo te llamé la atención sobre el hombre que cerraba la puerta. Sólo declaré eso: que me parecía que fui yo únicamente la que se dio cuenta de que salía aquel individuo de la casa, porque tú ni te habías bajado siquiera del taxi.
—Te lo agradezco. ¿Les diste alguna dirección mía?
—Ninguna. Dije que eras amigo mío, que te había conocido en el «Luxor», pero que ignoraba dónde vivías.
—¡Perfectamente! No creo que les interese mucho aclarar ese dato, y me dejarán tranquilo. Te lo agradezco. Precisamente, estos días voy a estar muy ocupado. Cuando me llamaste, estaba trabajando en algo que me urge mucho y que tengo que entregar esta misma tarde. Por eso, si no me necesitas para algo más, podríamos dejar la charla para otro día. Me disculparás, ¿verdad?
—¡Claro que sí! ¿Quedamos, entonces, en que tú no dirás nada? Lo digo, porque yo declaré que tú no lo viste y si después…
—No te preocupes. Si llega el caso, confirmaré tu declaración. Que saliese anoche Lozano de allí, sería mera coincidencia.
Se despidió de Olga y, al llegar al cruce con Balmes, subió a un taxi.
Minutos más tarde, ya se encontraba de vuelta en el Ateneo. Pensaba en lo redondo que le quedaría aquel capítulo sobre el romanticismo. Una interpretación muy ingeniosa que ponía de relieve la íntima ligazón que guardaba el movimiento romántico en las partes, caótico en apariencia, con el típico fondo racionalista de la época. Algo que, hasta entonces, nadie había sabido subrayar debidamente.