IV
LA DESMEMORIA HISTÓRICA
La Ley de Memoria Histórica
No estaba en el programa electoral del PSOE de 2004. En el debate de investidura no dijo ni una palabra. Pero estuvo en su mente desde el primer momento. Su propia vivencia personal —un abuelo fusilado al que no conoció— prevaleció sobre el interés general de los españoles. Y no dudó en remover otro de los pilares de la Transición: la reconciliación de los españoles y el inicio de un nuevo periodo de paz y convivencia verdaderas. Tal vez le convenía generar tensión.
Pertenezco a una generación que nació después de la Guerra Civil. Por eso suelo decir que no tengo que reconciliarme por nada ni con nadie. Pero en el momento en que pronuncié mi primer discurso político, en la primavera de 1976, afirmé:
Nuestra acción ha de ser democrática. Democracia es convivencia, diálogo, respeto mutuo, participación popular, elecciones, sufragio universal. No es violencia, coacción, insulto. En un clima de terror, de amenazas, de miedo no es posible concebir la democracia. Democracia es aceptar el resultado de las urnas, aunque se pierda. Y admitir al perdedor la libre expresión de sus ideas, aunque se corra con ello el riesgo de que el poder vaya a sus manos, si así lo quiere el pueblo en la siguiente consulta popular. Para que la democracia en España sea factible es preciso restañar definitivamente las heridas de la Guerra Civil. Yo tengo un profundo respeto hacia cuantos de buena fe en uno u otro bando creyeron luchar por un futuro mejor. Pero a la vista de los horrores de aquella lucha entre hermanos el corazón se estremece y solo quisiera que esa triste página de nuestra historia nunca hubiera tenido lugar. La amnistía debe ser el último acto de la gran tragedia.
La democracia ha de venir a España de la mayoría del pueblo español que no tiene que reconciliarse con nada ni con nadie. Estoy seguro de que cuando de verdad hablen las urnas, se demostrará que el país rechaza a cuantos pretenden conducirle por el camino de la violencia y la anarquía. Se probará entonces que el pueblo desea paz, orden, trabajo y libertad. Y nacerá entonces una clase política responsable ante el pueblo y dispuesta a conducirlo por la senda de la democracia, la justicia, la solidaridad, la igualdad y la libertad. Esta es precisamente nuestra exigencia, nuestro reto, el mejor legado que podemos dejar a nuestros hijos.
Sin duda fui optimista en exceso al pronosticar que el régimen democrático traería una nueva clase política ejemplar. Pero lo que desde luego no podía imaginar es que al año siguiente, por voluntad del pueblo navarro, contribuiría con mi voto a la aprobación de la Ley de Amnistía, una de las primeras actuaciones del gobierno de Adolfo Suárez. Nunca olvidaré la emoción que a todos nos embargó. Así se forjó, con una formidable voluntad de concordia y entendimiento, el espíritu de la Transición. La amnistía ponía punto final a las dos Españas cainitas. A partir de entonces, borrón y cuenta nueva, aunque ello no supuso, sino al contrario, olvidarse de las víctimas.129
La ley promovida por el presidente Zapatero en 2007 no tenía otro objeto que reabrir las heridas de la Guerra Civil. Porque cuatro años antes, en la Comisión Constitucional del Congreso, durante la segunda legislatura del gobierno de José María Aznar, contando por tanto el Partido Popular con mayoría absoluta, se aprobó por consenso de todos los grupos parlamentarios una moción de extraordinaria importancia política y que mantenía íntegramente el espíritu de la Transición en lo relativo a la Guerra Civil.
La vicepresidenta María Teresa Fernández de la Vega, coordinadora de los trabajos que condujeron a la ley de 2007, reveló —a pesar de que el tono de su discurso fue aparentemente conciliador—, cuáles eran las verdaderas intenciones del gobierno:
Esta ley señalará el día en el que los españoles decidieron solemnemente, a través de sus legítimos representantes, rendir homenaje a cuantos fallecieron o sufrieron violencia y exilio por defender los valores de la justicia y el pluralismo, de la libertad y de la igualdad, los mismos valores que hoy fundamentan el orden constitucional que rige nuestra convivencia. Ese es su único sentido. Ellos y todas las personas condenadas al olvido merecen nuestra gratitud porque por su sacrificio estamos hoy aquí y tenemos lo que tenemos. Se lo debíamos, nos lo debíamos.
Es decir, en un bando estaban los liberticidas y en el otro quienes fallecieron o sufrieron violencia por defender la justicia, la igualdad, el pluralismo y la libertad. Doy por sentado que quienes fueron asesinados o fueron víctimas de una represión indiscriminada e injusta merecen todo nuestro respeto, sea cual fuere la ideología que profesaran. Pero convertir a los maquis o a los brigadistas internacionales en campeones de la democracia, de la libertad y del respeto a los derechos humanos es una gigantesca falsificación de la historia. Sin olvidar que entre esos supuestos demócratas a los que hemos de rendir homenaje se encuentran los responsables del genocidio religioso o de otros crímenes espantosos como las matanzas de Paracuellos. Los mismos que elevan a los altares cívicos a muchos que no se merecen ningún homenaje, protestan airadamente cuando la Iglesia —sin el menor rencor y con un espíritu de cristiana y auténtica reconciliación— beatifica o canoniza a quienes murieron porque no quisieron renegar de su fe.
Eduardo Zaplana, en nombre del Grupo Popular, en uno de sus mejores discursos parlamentarios, dejó claras las cosas:
En primer lugar, nos oponemos a este proyecto de ley en su conjunto porque rompe la herencia de consenso con la que se construyó la Transición democrática. Este proyecto de ley rompe el primero de los consensos en que se basó la Transición de la concordia y la reconciliación entre españoles: el acuerdo de mirar hacia adelante y no recurrir jamás a la peor de nuestras tragedias colectivas. El recuerdo de la Guerra Civil solo nos podía servir, según acordamos, para evitar entre todos los factores que la hicieron posible…
La segunda de las razones de nuestra oposición está estrechamente ligada a la primera. Nos oponemos a esta ley —se ha dicho también esta mañana— porque es innecesaria para los efectos que declara perseguir y claramente perjudicial para la convivencia nacional…
Aquí está la tercera razón de nuestra oposición a este proyecto de ley. Porque lo que ustedes persiguen realmente, estoy convencido de ello, es la quiebra de un proceso político en el que la inmensa mayoría de los españoles nos reconocemos, que es el surgido en la Transición. Ya lo han venido haciendo en toda la legislatura al acabar con la política de consensos desde el principio. Ustedes pretenden hacer borrón y cuenta nueva de la superación de nuestro pasado más conflictivo, del gran éxito de la Transición. Lo que persiguen es precisamente eso: deslegitimar nada más y nada menos que el pacto de la Transición; eso es lo que hay detrás de todo esto.
Aquel día Zapatero no acudió al Congreso. Quizás para no tener que responder al reproche que a su olvidadiza memoria le hizo el portavoz popular al recordarle su intervención en un debate celebrado en 1999 sobre una ley del gobierno de José María Aznar que establecía medidas de reparación para los militares leales a la República. Resulta que el presidente no solo había votado a favor de la referida ley, como no podía ser de otra manera, sino que intervino para proclamar —y los términos son suyos— que era una norma «de último paso, de último resquicio e incluso de punto final en el proceso de restitución moral de las víctimas de un bando de la Guerra Civil». Y he aquí, concluyó Zaplana, que «el mismo que daba por culminado el proceso de reconciliación cuando estaba en la oposición decide reabrirlo y de la peor manera posible, cuando es presidente del Gobierno».
La verdadera moción de punto final
Vuelvo la memoria al año 2002. Siendo presidente de la Comisión Constitucional del Congreso tuve la oportunidad de redactar una moción sobre la Guerra Civil que sería unánimemente aprobada el 20 de noviembre del citado año, justo en el vigesimoséptimo aniversario de la muerte de Franco. En dicha moción, todos los grupos de la cámara, incluido el Grupo Popular, declararon, de forma unívoca e inequívoca, que «nadie puede sentirse legitimado, como ocurrió en el pasado, para utilizar la violencia con la finalidad de imponer sus convicciones políticas y establecer regímenes totalitarios contrarios a la libertad y a la dignidad de todos los ciudadanos, lo que merece la condena y repulsa de nuestra sociedad democrática».130
La mera lectura de la moción aprobada por la Comisión Constitucional del Congreso, demuestra por sí sola cómo la Ley de Memoria Histórica promovida por el presidente Zapatero se aparta radicalmente del espíritu de la moción y supone una nueva carga de profundidad contra el núcleo esencial del pacto político de la Transición española.
Por este motivo, para que juzguen los lectores por sí mismos, transcribo el contenido íntegro de la moción aprobada:
La Constitución de 1978, llamada por todos con indudable acierto como la Constitución de la concordia, intentó poner punto final a un trágico pasado de enfrentamiento civil entre los españoles. Guerras civiles, pronunciamientos revolucionarios, dictaduras, en suma, regímenes políticos o sistemas basados en la imposición violenta de ideologías o formas de gobierno, habían sido hasta entonces el negro balance padecido por la inmensa mayoría del pueblo español, como si nuestro sino histórico fuera el del fracaso colectivo. Aquel triste lamento del poeta Machado —«Españolito que vienes al mundo, te guarde Dios. Una de las dos Españas ha de helarte el corazón»— es fiel reflejo de esta dramática realidad existencial de la nación española.
Pero, por fortuna, en 1978 una generación de españoles, recordando el lamento de aquel otro gran español, Manuel Azaña, cuando abrumado por la magnitud de la tragedia civil pronunció aquellas dramáticas palabras desgraciadamente caídas en el olvido de «paz, piedad, perdón», decidió no volver a cometer los viejos errores, mirar hacia delante y apostar, con un generoso impulso de reconciliación, por un nuevo sistema democrático para que nunca más hubiera dos Españas irreductiblemente enfrentadas.
Los portavoces de los principales grupos políticos dejaron en las Cortes constituyentes testimonios concluyentes de este espíritu de concordia nacional, que no es ocioso recordar en este momento.
La actual Constitución Española está impregnada de esa voluntad de convivencia. Todos los constituyentes, en aras de aquel consenso básico orientado al establecimiento de un marco democrático duradero, hicieron importantes renuncias, incluso de posturas largamente defendidas a lo largo de la historia, para buscar puntos de encuentro capaces de superar viejos y endémicos conflictos.
Pues bien, fue a los pocos meses de las primeras elecciones democráticas, con motivo de la aprobación de la amnistía que puso fin a las responsabilidades penales de ambos bandos derivadas de la Guerra Civil y de la posterior represión franquista, cuando se puso de manifiesto esta voluntad de entendimiento basado en el perdón y el olvido. De entre los muchos testimonios podemos destacar los siguientes:
«Para nosotros, tanto como reparación de injusticias cometidas a lo largo de estos cuarenta años de dictadura, la amnistía es una política nacional y democrática, la única consecuente que puede cerrar ese pasado de guerras civiles y de cruzadas. Queremos abrir la vía a la paz y a la libertad. Queremos cerrar una etapa; queremos abrir otra. Nosotros, precisamente, los comunistas, que tantas heridas tenemos, que tanto hemos sufrido, hemos enterrado nuestros muertos y nuestros rencores. Nosotros estamos resueltos a marchar hacia delante en esa vía de la libertad, en esa vía de la paz y del progreso» (diputado Camacho Abad, portavoz del Grupo Comunista.)
«[La amnistía es fruto de] la voluntad de enterrar un pasado triste para la historia de España y de construir otro diferente sobre presupuestos distintos, superando la división que ha sufrido el pueblo español en los últimos cuarenta años» (diputado Benegas, portavoz del PSOE).
«[La amnistía] es simplemente un olvido... una amnistía para todos, un olvido de todos para todos... No vale en este momento aducir hechos de sangre, porque hechos de sangre ha habido por ambas partes, también por el poder y algunos bien tristes, bien alevosos... La amnistía es un camino de reconciliación, pero también de credibilidad y de cambio de proceder» (diputado Arzallus, portavoz del PNV.)
«La amnistía es el presupuesto ético-político de la democracia, de aquella democracia a la que aspiramos que, por ser auténtica, no mira hacia atrás, sino que, fervientemente, quiere superar y trascender las divisiones que nos separaron y enfrentaron en el pasado» (diputado Arias Salgado, portavoz de UCD.)
El voto prácticamente unánime dado por las Cortes a la Ley de Amnistía de 1977 fue un acontecimiento histórico, pues puso fin al enfrentamiento de las dos Españas, enterradas allí para siempre. Es cierto que algunos no quisieron sumarse a este espíritu de reconciliación y trataron por todos los medios a su alcance de impedir, mediante la violencia o el terror, que la voluntad de concordia nacional germinara en frutos de paz y libertad para todos. No lo han conseguido ni lo conseguirán nunca más.
España ha cumplido en este año el vigésimo quinto aniversario de la recuperación de las libertades democráticas y el próximo podrá conmemorar el primer cuarto de siglo de vigencia de la Constitución de 1978. Han transcurrido 66 años desde el comienzo de la Guerra Civil de 1936. Apenas quedan supervivientes de la gran tragedia. Y, por supuesto, nada queda en la sociedad española del endémico enfrentamiento civil porque, consciente y deliberadamente, se quiso pasar página para no revivir viejos rencores, resucitar odios o alentar deseos de revancha.
Por otra parte, en estos 25 años se han dictado numerosas disposiciones, tanto por parte de la Administración General del Estado como por parte de las comunidades autónomas, dirigidas a reparar, en la medida de lo posible, la dignidad de las personas que padecieron persecución durante el régimen franquista y a proporcionarles los recursos necesarios.
Dentro de este grupo de personas que padecieron las terribles consecuencias de la guerra se encuentran los exiliados... En la diáspora del exilio lo perdieron todo y el dolor del éxodo nunca se ha podido superar, porque el forzado apartamiento de la patria es uno de los mayores padecimientos. La reconciliación no se compadece, en esta ocasión, con el olvido de este grupo de personas muchas de las cuales cuando pudieron regresar a España no lo hicieron porque durante 60 años habían tejido sus relaciones personales y familiares en las tierras de acogida...
Por todo lo anterior, el Congreso de los Diputados ACUERDA:
Primero. El Congreso de los Diputados, en este vigésimo quinto aniversario de las primeras elecciones libres de nuestra actual democracia, reitera que nadie puede sentirse legitimado, como ocurrió en el pasado, para utilizar la violencia con la finalidad de imponer sus convicciones políticas y establecer regímenes totalitarios contrarios a la libertad y a la dignidad de todos los ciudadanos, lo que merece la condena y repulsa de nuestra sociedad democrática.
Segundo. El Congreso de los Diputados reitera que resulta conveniente para nuestra convivencia democrática mantener el espíritu de concordia y de reconciliación que presidió la elaboración de la Constitución de 1978 y que facilitó el tránsito pacífico de la dictadura a la democracia.
Tercero. El Congreso de los Diputados reafirma, una vez más, el deber de nuestra sociedad democrática de proceder al reconocimiento moral de todos los hombres y mujeres que fueron víctimas de la Guerra Civil española, así como de cuantos padecieron más tarde la represión de la dictadura franquista. Cualquier iniciativa promovida por las familias de los afectados que se lleve a cabo en tal sentido, sobre todo en el ámbito local, deberá evitar que sirva para reavivar viejas heridas o remover el rescoldo de la confrontación civil.
Cuarto. El Congreso de los Diputados insta al gobierno para que desarrolle, de manera urgente, una política integral de reconocimiento y de acción protectora económica y social de los exiliados de la Guerra Civil que incluya:
- La recuperación, en su caso, de la nacionalidad española y su extensión a sus descendientes directos, con reconocimiento del derecho de voto.
- La protección económica mediante un convenio especial con la Seguridad Social, que garantice a las personas exiliadas y a sus viudos o viudas la percepción de la cuantía mínima de las pensiones de jubilación y de viudedad en su modalidad contributiva en España.
- Cobertura de la asistencia sanitaria mediante la ampliación del Plan de Salud.
- Concesión de ayudas para el retorno de los exiliados que lo deseen, mediante un plan concertado con las Administraciones General del Estado, Autonómica y Local.
- Ayudas a las asociaciones e instituciones dedicadas al exilio, orientadas a recuperar los archivos y documentos que permitan el conocimiento histórico del exilio.
- Consideración expresa de los llamados «niños de la guerra» como exiliados políticos, a efectos de la posible aplicación a los mismos de las medidas de ayuda que se establezcan en el caso de que opten por la recuperación de la nacionalidad española.
He resaltado en cursiva los puntos del acuerdo del Congreso que me parecen más relevantes. En primer lugar destaca la condena del recurso a la fuerza como método para imponer las propias convicciones políticas y establecer regímenes totalitarios de cualquier signo, «como ocurrió en el pasado». Hay en este punto una reafirmación de las convicciones democráticas y un rotundo rechazo a todos los actos de violencia política habidos en la España contemporánea. La condena, por tanto, no se reduce solo a la Guerra Civil de 1936, sino a otros movimientos insurreccionales, como el protagonizado por el Partido Socialista en octubre 1934 —la mal llamada Revolución de Asturias— y la sublevación de la Generalidad de Cataluña, presidida por Esquerra Republicana de Cataluña, contra el orden constitucional al proclamar, en coincidencia con la insurrección socialista, el Estado Catalán. El Grupo Popular —PP y UPN— promovió y votó a favor del acuerdo, por lo que es falso que no hayan condenado la Guerra Civil.
En segundo lugar, se proclama como valor fundamental el mantenimiento del espíritu de concordia y de reconciliación que presidió la elaboración de la Constitución.
Por último, el acuerdo del Congreso no hace distinción entre las víctimas y a todas expresa su reconocimiento moral, sea cual fuere el bando en el que murieron.
La desmemoria revanchista
Por desgracia, lo ocurrido después dio al traste con este pronunciamiento del Congreso. La campaña llevada a cabo por el gobierno del presidente José Luis Rodríguez Zapatero en pro de la «recuperación de la memoria histórica» ha generado un clima revanchista incompatible con el espíritu de la Transición a la democracia, al tratar de presentar la Guerra Civil como un trágico episodio en el que los «buenos» fueron derrotados por los «malos», con la particularidad de que casi ochenta años después se pretende hacer creer a la ciudadanía que en la arena política se enfrentan hoy los partidos de izquierda y nacionalistas, que padecieron persecución por defender la libertad y la democracia, con los herederos del franquismo, fascistas puros y duros, que anidan en los bancos del Grupo Popular. En el colmo del despropósito, y sumándose a este coro de descalificación democrática de «la derecha», el presidente de un poderoso grupo mediático progresista poco antes de morir llegó a acusar al Partido Popular de llevar a España de nuevo a la guerra civil.
Hay incluso una creciente sospecha de que, en último término, la recuperación de la memoria histórica no es más que la tapadera para otra operación política de gran calado: la recuperación de la legalidad republicana. El argumento subliminal es bien claro. Si los fascistas de la derecha derribaron la República, todo cuanto vino después está viciado de raíz, incluida la restauración de la monarquía. Y si hasta ahora se respeta la figura de don Juan Carlos —un rey bastante republicano, según expresión del propio Zapatero, y a pesar de los abucheos que se produjeron en la última convención socialista celebrada en noviembre de 2013—, es porque impulsó el tránsito a la democracia e impidió en 1981 el triunfo del golpe de Estado del 23-F. Pero después ya veremos.
Ocurre que el gobierno de Zapatero, so pretexto de impulsar la «recuperación de la memoria histórica», ha vuelto a abrir el telón de la gran tragedia, que no parece haber tenido otro objeto que mostrar los horrores protagonizados por el bando victorioso, enterrando en el olvido los de la zona republicana.
El hispanista Ian Gibson, en una entrevista publicada en el diario El País (22 de septiembre de 2005), decía: «Las heridas de la Guerra Civil solo se curarán definitivamente cuando ambos bandos acepten la verdad de lo que pasó en sus respectivas retaguardias durante la contienda fratricida».
Parece una reflexión razonable. Pero esta reflexión de Gibson parte de un supuesto equivocado, como es el de la existencia y permanencia en la España de hoy de los dos bandos enfrentados en la Guerra Civil. Y eso no es así, en primer lugar, porque la casi totalidad de los protagonistas de la gran tragedia han desaparecido y, en segundo lugar, porque la inmensa mayoría de los españoles creyó, con todo fundamento, que la Constitución de 1978 cerraba el paso definitivamente a las dos Españas. A partir de su promulgación solo habría ciudadanos españoles libres e iguales.
Es evidente que la llamada recuperación de la memoria histórica no pretende conocer con objetividad el pasado sino resucitar a uno de los bandos, el vencido en la Guerra Civil, presentándolo como protagonista de una titánica lucha frente al fascismo totalitario en pro de la democracia, de los derechos humanos y de un sistema político, social y económico justo y benéfico. Los valores cívicos y morales de la Segunda República habrían sido aplastados por los sublevados de 1936, porque, dicen sus detractores, no podían soportar un régimen político donde la libertad, la igualdad y la solidaridad constituían el eje fundamental de la acción de los poderes públicos. Los vencidos renacen, pues, de sus cenizas, a través de sus naturales continuadores políticos en la España de hoy, para vindicar su memoria y, de paso, para denunciar la ferocidad genocida del bando vencedor. De ahí, insisto, a sentenciar la ilegitimidad de todo lo actuado en la Transición, bajo la tutela de los supuestos poderes fácticos del franquismo y de modo especial del Ejército, no hay más que un paso.
Hay además otro hecho indiscutible. El bando vencedor de la Guerra Civil carece, por fortuna, de continuidad política. Nadie reivindica hoy la dictadura como régimen político, ni trata de justificar los crímenes cometidos durante la guerra ni con ocasión de la represión posterior. Los partidos políticos que protagonizaron el alzamiento cívico-militar de 1936 o han desaparecido o no pasan de ser formaciones puramente testimoniales. A Franco no hay quien le defienda. Dicho de otra forma, las formaciones de centro-derecha, como el Partido Popular, nada tienen que ver con el franquismo. Nacieron y se desarrollaron tras la instauración de la democracia con el compromiso claro y nítido de defender el marco de convivencia de nuestra Constitución. La pretensión de que el Partido Popular —y UPN en Navarra—, pidan perdón por los crímenes cometidos en la retaguardia en la Guerra Civil y por la represión franquista de la posguerra no tiene ningún fundamento. Ni uno ni otro partido pertenece ni reivindica a ninguno de los bandos enfrentados.
Por el contrario, la izquierda española la integran los mismos partidos que tanto contribuyeron al fracaso de la República, como el PSOE, el Partido Comunista y Esquerra Republicana de Cataluña. Más aún, se da la circunstancia de que los partidos que gobernaban España cuando se tramitó la Ley de Memoria Histórica formaban el núcleo esencial del Frente Popular, que condujo a la Segunda República al precipicio.131 Aun con todo, esto no fue ningún obstáculo para lograr el consenso que permitió una Transición política ejemplar, pues los partidos metieron en el baúl de los recuerdos su pasado para mirar hacia delante. A nadie se le preguntaba de dónde venía, sino a dónde quería ir.
Esto de la memoria histórica puede tener otro efecto perverso si los partidos históricos insisten en convertir aquel funesto episodio en una historia maniquea, de buenos y malos, para que los malvados vencedores de ayer sean derrotados por los buenos de hoy. Los partidos históricos del actual sistema democrático cuando reivindican con orgullo su pasado están en su derecho, pero no lo están tanto cuando omiten cualquier referencia a sus propias responsabilidades durante la República y la Guerra Civil. O cuando transmiten la idea de que el Partido Popular y UPN son los herederos ideológicos de quienes se consideraron legitimados en 1936 para derribar por la fuerza el poder establecido. Se intenta demonizar a la derecha para deslegitimarla como opción de gobierno. La misma política se practicó durante la Segunda República con la CEDA de Gil Robles y tuvo funestas consecuencias. Leyendo a los doctrinarios de la progresía se percibe la idea de que solo la izquierda tiene derecho a ejercer el poder, porque la derecha es puro fascismo. ¿Qué puede ocurrir si se sigue por este camino? Pues que, finalmente, acaben por reabrirse las heridas de la Guerra Civil que creíamos totalmente cicatrizadas y eso sí que es un esperpento o un desatino en pleno siglo XXI, cuando han transcurrido casi ochenta años.
Al comentar la frase del hispanista Gibson dije que su proposición era imposible de llevar a cabo porque el bando vencedor ya no existe y es imposible que pida perdón. Por otra parte, la izquierda histórica tampoco parece estar dispuesta a hacerlo y no hay por qué exigírselo. ¿Entonces? La solución sería dejar hablar a la historia, con objetividad, sin apasionamiento ni espíritu revanchista. Y la historia no es cosa de los políticos, sino de los historiadores. En cualquier caso seamos conscientes de que obligar a los nietos o biznietos de la generación del 36 a tener que alinearse con una de aquellas dos Españas enfrentadas es volver a sembrar odio, resentimiento, confrontación civil. Reivindiquemos, pues, el espíritu de la Transición. Rechacemos toda suerte de extremismos. Tendamos la mano y no cerremos el puño. Somos ciudadanos de un país democrático y libre, cuyo nivel de bienestar social —a pesar de la crisis económica— es por fortuna radicalmente diferente al de la República.
Por último, no puedo dejar de señalar el esperpéntico proceder del mundo abertzale en mi tierra navarra. Mientras reclaman que nos olvidemos de los crímenes de ETA, defiende una paz sin vencedores ni vencidos y reciben como héroes a los gudaris de su banda asesina, se sitúan a la cabeza de la reivindicación permanente de aquel trágico episodio de nuestro ya lejano pasado, porque —dicen— aún están entre nosotros los «herederos biológicos e ideológicos de los conspiradores del 36», que además «todavía siguen en el poder».
Aprendamos las lecciones de la historia y por eso neguémonos a repetirla.