LA MIRADA QUEER
En este capítulo exploraré la historia de las mujeres butch en el cine para reivindicar una tradición de masculinidad femenina cinematográfica que las lesbianas han tendido a rechazar como imágenes «positivas» o «negativas». Comenzaré con un análisis de las definiciones de la imagen lesbiana, y también intentaré presentar el mapa de los recientes debates dentro del cine queer sobre imágenes positivas y negativas, los espectadores y el papel de la teoría psicoanalítica del cine feminista. El resto del capítulo lo dedicaré a un estudio de las imágenes butch del cine independiente y del cine mayoritario, y propondré reconsiderar qué significa «tener pinta» de butch, mirar a las butches, e incluso adoptar una mirada «butch».
El número de agosto de 1993 de Vanity Fair presentaba una foto de portada muy llamativa de la cantante lesbiana k. d. lang, sentada en un sillón de barbero, vistiendo un traje y con crema de afeitar en la cara. La supermodelo Cindy Crawford estaba de pie detrás de lang, en posición de ir a hacerle «un afeitado»[277]. Esta imagen es maravillosamente provocadora por numerosas razones. En primer lugar, coloca a una tradicional pinup heterosexual como el objeto de deseo de la lesbiana butch; la foto-fantasía establece un lazo diabólico entre la mirada del hombre y una mirada mucho más queer y butch. En segundo lugar, la fotografía muestra claramente los estereotipos y, al hacerlo, explora la tensión entre la representación queer y la homófoba. Por último, demanda de los espectadores muy diferentes estrategias de identificación: un hombre heterosexual sólo puede acceder a su deseo hacia Crawford por medio de la masculinidad de una lesbiana; una mujer hetero podría identificarse con Crawford y desear a lang; un espectador queer vería que el deseo bollero aquí es móvil y puede adoptar posiciones de espectador butch, femme, masculino o femenino.
El aspecto que quiero destacar al fijarme en esta portada queer son las amplias posibilidades que se le ofrecen al espectador para que produzca conceptos sobre imágenes lesbianas y, a partir de ahí, sobre el cine lesbiano, que cada vez son más difíciles de definir. La butch de la portada del Vanity Fair puede interpretarse inmediatamente como una imagen lesbiana, aunque sólo sea por la especial visibilidad de k. d. lang como bollera; la femme, representada aquí por Cindy Crawford, es interpretada como lesbiana sólo porque está junto a la butch y, por tanto, ocupa una relación sólo temporal y contingente con la imaginería lesbiana. Si la femme se ve como lesbiana sólo en presencia de una pareja butch, entonces la femme se convierte en una categoría totalmente dependiente, que toma prestada su aura de autenticidad de la mujer masculina. A su vez, la masculinidad de la butch puede convertirse en una trampa para la imaginería lesbiana, porque depende de construcciones estereotipadas homofóbicas de eso que Esther Newton ha denominado «la mítica lesbiana hombruna»[278]. Pero, aunque tenga sus defectos, como cualquier otra imagen, en última instancia la portada de Vanity Fair trata sobre flujos de deseo no convencionales o perversos. En otras palabras, a veces accedemos al placer precisamente por medio del estereotipo; la yuxtaposición de dos imágenes estereotipadas —la butch vestida de chico y la femme con una ropa hiper-femenina— remite a una historia queer particular de la representación y de forma simultánea, invierte la escena convencional de la heteronormatividad que la imagen imita. La foto de k. d. lang y de Cindy Crawford puede interpretarse como una imagen lesbiana, pero también como una imagen que excede los imperativos de la representación lesbiana (por ejemplo, hacer visible el lesbianismo, hacerlo deseable o hacerlo poderoso).
Muchos escritores han comentado recientemente el daño que se produce al etiquetar diversas formas de producción cultural y de representación como «lesbianas» o «gays». Gloria Anzaldúa, por ejemplo, pregunta: «¿Qué es una escritora lesbiana?»[279]. Ella sugiere que lo implícito en esta pregunta es la asunción de que una escritora «lesbiana» es una escritora blanca. Una escritora lesbiana de color automáticamente necesitará más etiquetas de identificación. En vez de preguntar, afirma: «¿Cuál es el poder y cuál es el peligro de escribir y de leer como una “lesbiana” o como un “queer”?». (252). En un estudio teórico sobre el mismo problema de la nominación, Judith Butler escribe: «Estoy en un conflicto permanente con las categorías de identidad, las considero un obstáculo permanente, y las entiendo, incluso las promuevo, como lugares de problematización necesarios»[280]. La identidad, por lo que parece, como estrategia de representación, produce poder y a la vez es peligrosa; supone un obstáculo a la identificación y un lugar de «problematización necesario». Así, el estereotipo, la imagen que anuncia una identidad excesiva, es necesariamente problemática para la articulación de una identidad lesbiana, pero también es fundacional; el estereotipo butch, además, hace que el lesbianismo sea visible, pero, al mismo tiempo, lo hace visible en términos no lesbianos: es decir, la butch hace que el lesbianismo se lea en el registro de la masculinidad y, en realidad, colabora con la noción mayoritaria de que las lesbianas no pueden ser femeninas.
He comenzado mi análisis sobre la imaginería butch poniendo el énfasis en la recepción y en la función del estereotipo, porque la historia del cine gay y lesbiano está ligada a la supresión institucionalizada de imágenes no aceptables. De 1932 a 1962 el código Hays Hollywood Production prohibió la representación de «perversiones sexuales» e insistió en que «no se producirá ninguna imagen que rebaje los códigos morales de quienes la ven. Por lo tanto, no se promoverá la simpatía de la audiencia hacia el crimen, el delito, el mal o el pecado»[281]. Estas medidas de censura se aseguraron de que, entre 1934 y 1962, las representaciones de gays y lesbianas siempre aparecieran ocultas bajo códigos estrictos y casi impenetrables. Pero que fuera imposible producir representaciones explícitas no significó que las imágenes, los temas y las historias queer fueran completamente silenciados. Como apunta Chon Noriega en su artículo sobre las críticas de cine durante ese periodo, este tipo de censura no se aplicó a las obras impresas y, por ello, cuando una película era una adaptación de un libro o una obra teatral con una temática explícitamente homosexual, los críticos podían restaurar el contexto homosexual en las críticas que hacían de las películas[282].Para Noriega, la presencia de reseñas que hacían referencias explícitas a temas homosexuales reduce nuestra dependencia de hacer una lectura minuciosa de subtextos queer muy elaborados: «La cuestión, entonces, no es si ciertas películas tienen —retrospectivamente— personajes, subtextos, estrellas o directores gays y lesbianos como un analgésico contra la censura, sino cómo la homosexualidad se ‘puso en discurso’ y el papel que la censura representó durante la era del código Production». (21). Creo que el estudio de Noriega sobre el código Production es convincente, pero creo que no es necesario rechazar —como él lo hace— como algo inútil el hecho de interpretar «personajes, subtextos, estrellas o directores gays y lesbianos». Aunque haríamos bien en seguir el imperativo foucaltiano de analizar cómo la homosexualidad fue puesta en discurso en vez de concentrarnos en su represión, podemos reconocer al mismo tiempo que la represión, de hecho una represión legal, era precisamente lo que el código ordenaba. Por último, ninguna estrategia por sí sola puede agotar las posibilidades de la recepción queer y, cuando construimos historias atípicas de la imaginería queer, debemos desplegar muchas estrategias, métodos y tecnologías sobre la mirada del espectador.
Las teorías feministas y queer sobre la mirada del espectador pueden trabajar con datos históricos sobre actrices, estudios, directores y productores, o pueden concentrarse en el mundo de las estrellas o en material biográfico sobre algunas estrellas en particular. Algunos estudios intentarán analizar la respuesta de la audiencia a ciertas películas, y otras analizarán los mecanismos de la mirada sobre todo por medio de teorías psicoanalíticas del placer visual. En un ejemplo de un caso especialmente exitoso de potenciar la noción de «espectadora lesbiana», Valerie Traub reivindica con entusiasmo una estrategia de apropiación en «The Ambiguities of ‘Lesbian’ Viewing Pleasure»[283]. En este ensayo interpreta una película heterosexual comercial, Black Widow (1987), como un lugar potencial de placer sexual si prestamos atención por igual a «los poderes significantes del texto» y «las intervenciones interpretativas y las apropiaciones del espectador de la película». (309). Aunque es consciente del contexto heterosexual de la película, Traub sugiere que Black Widow representa el deseo lesbiano entre sus dos protagonistas y que «demanda una mirada ‘lesbiana’ al mismo tiempo que invita al disfrute del hombre heterosexual». (308). Al hacer visible la ambigüedad que estructura el placer visual y el placer narrativo en esta película, Traub es capaz de imaginar el acceso a una multitud de posiciones de espectador, en vez de un código binario de la mirada. Por último propone que identifiquemos «lesbiana, no tanto como una persona sino como una actividad, no tanto una actividad como una modalidad de placer, una posición adoptada en relación con el deseo». (324).
Considero esta propuesta de Traub —que usemos palabras como «lesbiana» o «heterosexual» más como adjetivos que como nombres— como un desafío valioso al binarismo de los códigos del placer sexual que propone la teoría psicoanalítica del cine. No tiene sentido volver a citar aquí los numerosos debates sobre la mirada que han surgido en la crítica de cine feminista desde la década de 1970; sin embargo, existe una amplia respuesta de esta crítica al ensayo de Laura Mulvey, «Visual Pleasure and Narrative Cinema»[284]. En este ensayo Mulvey afirmaba que el cine de Hollywood ha codificado el placer erótico dentro de formas inmutables sexistas y patriarcales, y por ello ella demanda un «nuevo lenguaje del deseo» que cuestione el placer de una mirada de hombre dirigida a la mujer como objeto (59). Ha habido muchas críticas a esta formulación demasiado tajante de Mulvey, dado el floreciente y confuso mundo de los negocios de la identificación erótica, incluida la reformulación que hace Mulvey de su propia argumentación[285]. Sin embargo, la mayoría de los comentarios a esta formulación del placer visual explican que las formas de mirar son más heterogéneas de lo que permite el psicoanálisis y no están organizadas tan claramente alrededor de categorías de identidad. Como escribe Judith Mayne en Cinema and Spectatorship: «Una cosa es asumir que el cine es un discurso (o una variedad de discursos), asumir que las diversas instituciones del cine sí proyectan un espectador ideal, y otra cosa es asumir que esas proyecciones funcionan»[286].
Por todo ello, el significado de las reformulaciones del espectador que hacen críticas del cine queer como Traub o Mayne reside en su capacidad para multiplicar las posiciones de género que permite la mirada y en su capacidad para hacer un análisis histórico más específico de la audiencia. Una teoría del espectador menos marcada por el psicoanálisis estaría también menos segura del género de la mirada. De hecho, en recientes debates sobre el cine gay y lesbiano se asume que la mirada es «queer» o, al menos, multidimensional[287]. Creo que es importante encontrar relaciones queer en el placer del cine que no estén mediatizadas por el restrictivo lenguaje del fetichismo, la escoptofilia, la castración y la edipalización. En este momento histórico simplemente podemos evitar las formulaciones psicoanalíticas (en vez de negarlas por medio de una crítica metódica) para ir más allá y crear ese nuevo vocabulario sobre el cine que Mulvey parece estar reclamando, pero que no parece capaz de imaginar. El cine queer, con su invitación a jugar con numerosas identificaciones dentro de una sola sesión, crea un lugar para la reinvención creativa de las formas de ver.