ESPAÑA

En el contexto español, «masculinidad femenina» tiene un significado particular. Aunque hablo sólo desde una limitada experiencia sobre la cultura queer española, es evidente que la «masculinidad femenina» es algo muy presente en las comunidades queer españolas y, al mismo tiempo, una fuente de mucha vergüenza y confusión. Al igual que en muchos contextos de Europa y de América, la cultura española permite que aparezcan ciertos modelos de lesbianismo en los medios de comunicación y en la cultura popular, pero se sigue demonizando la masculinidad de las mujeres allí donde aparece (Platero, 2007). Por ejemplo, como Raquel Platero comenta, una mujer masculina (como Raquel Morillas en Gran Hermano) ha tenido visibilidad en la televisión española en los últimos años, pero sólo como una curiosidad para debates morbosos sobre las formas aceptables e inaceptables de la identificación lesbiana.

El trabajo de las artistas visuales de vanguardia y queer Cabello y Carceller quizá representa mejor los debates sobre la masculinidad en el contexto lesbiano español. Estas dos artistas, que trabajan en colaboración, realizan complejas fotografías sobre la masculinidad, los reflejos en espejos, el compartir, la unión y el ser. La imagen de Cabello y Carceller de una figura con dos cuerpos de mujer unidos, uno como el falo del otro, representa también los dos cuerpos vinculados por dispositivos fálicos protésicos. Esta es una complicada presentación de la masculinidad, no como algo singular sino en espejo, no orgánica sino manipulada política y estéticamente. Autorretrato como fin de fiesta (ver imagen 0) por ejemplo, una hermosa imagen de dos cabezas inclinadas hacia delante, chorreando agua que les cae con fuerza desde arriba, aporta una reflexión personal sobre la naturaleza construida de la masculinidad. Colocadas sobre un bello fondo naranja que se refleja en las camisetas color mandarina que viste cada uno de los torsos de las fotografías, las dos cabezas mojadas captan lo resbaladizo de la masculinidad. La tensión de la masculinidad entre movimiento y reposo circula entre los dos cuerpos y también sobre la superficie de cada cuerpo individual. Cabello y Carceller muestran repetidas veces la masculinidad como este reflejo de lo mismo como diferencia, a menudo colocan dos cuerpos uno junto a otro hacienda la misma actividad, pero haciéndola de forma ligeramente distinta. En Autorretrato como fin de fiesta las dos figuras van vestidas igual, las dos cabezas están empapadas de agua, pero la cabeza de la izquierda está más inclinada hacia abajo, de modo que sólo vemos su pelo y la parte alta de la cabeza. La figura de la derecha está inclinada en un ángulo ligeramente distinto, de modo que vemos parte de su cara y el agua fluyendo sobre ella. En ambas imágenes la identidad se plantea como un problema que debe interpretarse entre los cuerpos: nuestros ojos van y vienen entre ambas imágenes, intentando comprobar que cada cuerpo es singular y que seguirá siendo singular, pero, a la vez, comprendemos que las dos imágenes no pueden separarse. La masculinidad, en este proceso, es un procedimiento de disolución y también de construcción: la masculinidad salta de un lado a otro entre las dos imágenes como un género ambiguo que busca una fijación fotográfica.

Figura 1. Autorretrato como fin de fiesta, Cabello/Carceller. VEGAP ©

La obra de Cabello y Carceller y las investigaciones teóricas de Raquel Platero y de otras personas prueban que la masculinidad en el contexto queer español es algo controvertido, una negociación continua entre las presiones para asimilarla y los deseos de ciertas subculturas por crear géneros nuevos y diferentes. Otras investigadoras de la masculinidad femenina de diferentes contextos hispanohablantes (los trabajos de Deb Vargas, Licia Fiol-Matta, Juana María Rodríguez, José Esteban Muñoz y otras personas. Ver bibliografía de esta introducción) confirman la presencia de la masculinidad femenina como una variable constante en los siglos XX y XXI de identificación lesbiana, en muy diversos contextos hispanohablantes. A veces la masculinidad femenina puede ser descrita como un subapartado de las culturas «macho», a veces como una imitación de éstas y a veces como una variante potente con su propia lógica. En su trabajo sobre las culturas queer mexicanas y mexicano-estadounidenses, por ejemplo, Deb Vargas (Vargas, 2007) analiza la adaptación de los estilos «latino-macho» que hacen las lesbianas latinas. En su trabajo sobre la escritora chilena Gabriela Mistral, Licia Fiol-Matta comenta que la masculinidad de Mistral es, en realidad, lo que permite su construcción como un icono nacional (Fiol-Matta, 2002). Y el trabajo fascinante y original de Gabriela Cano sobre Amelio Robles, una soldado de la revolución mexicana que iba vestida de hombre, muestra que podemos encontrar la masculinidad femenina y la masculinidad transgénero no sólo en el corazón de la cultura masculina dominante, sino también como un elemento en las crisis políticas de comienzos del siglo XX.[6] Queda aún mucho trabajo por hacer sobre el impacto histórico y político que ha tenido la diversidad de género de las mujeres en el contexto español y en el de América Latina.

Mi libro, en realidad, es más bien una introducción a este tema, y es algo limitado, porque se centra en una sola cultura. Cuando estaba escribiendo mi libro, Masculinidad femenina, no suponía que la «masculinidad femenina» fuera un fenómeno exclusivamente euroamericano, pero tampoco tenía los recursos ni la capacidad para hacer un estudio intercultural. Además, era muy consciente de que es muy fácil hacer comparaciones chapuceras o, lo que es peor, arrogantes, entre culturas, especialmente cuando las hacen profesionales de los estudios culturales. Al mismo tiempo, tenía la corazonada de que la «masculinidad femenina», precisamente porque designa un modo de ser marcado por el género, más que una identidad, en realidad sí tiene aplicaciones interculturales. Como consecuencia de la publicación de mi libro visité Taiwán, Japón, Hawai, Europa Oriental y Australia, y entonces vi que el término, a pesar de lo impreciso que resulta en mi libro, puede encontrarse en otros contextos culturales donde los roles de género son un elemento de las comunidades eróticas del mismo sexo. La masculinidad femenina no puede «explicar» o categorizar a las T de Taiwan, las onnabe de Tokyo o la «marimacha» de América Latina, pero puede servir de categoría paraguas para describir una gran variedad de prácticas de cruce de géneros.

Como comento en el primer capítulo, en el contexto liberal de Estados Unidos y Europa, la historia moderna gay y lesbiana ha favorecido un discurso de progreso donde las parejas del mismo sexo han prosperado hacia su liberación a finales del siglo XX, derrocando la tiranía que existía contra la diversidad de género, cuestionando las identidades de género normativas y los papeles establecidos. Las concepciones de comienzos del siglo XX sobre el deseo entre personas del mismo sexo siempre representaban a los homosexuales y a sus compañeros «pseudo-homosexuales» como invertidos, y estas parejas siempre parecían destinadas a la soledad y a la desgracia. Cuando el discurso médico occidental, en la década de 1970, situó la variación de género como algo separado del homosexual, y reconoció una nueva posición subjetiva en la persona transexual, el vínculo que creaba una continuidad entre variación de género y homosexualidad fue considerado un anacronismo y algo prepolítico. Hoy en día, en Estados Unidos y en Europa, especialmente dentro de las comunidades de gays y lesbianas blancos, «el mismo sexo» es una descripción tranquilizadora de la estabilidad feliz del sistema sexo-género[7]. Y así, aunque los investigadores estadounidenses encuentran pruebas de homosexualidades con cruce de géneros por todas partes, tienden a interpretarlas como algo totalmente diferente de los modelos europeos y americanos, y como algo premoderno. Esto produce el extraño efecto de borrar de las homosexualidades occidentales la importancia central que tiene la identificación con el otro género, y de proyectarla en otras formaciones sexuales, como un fenómeno «prepolítico». De este modo, en Estados Unidos y en Europa, muy a menudo, la identificación con el otro género será considerada como el fracaso de uno para asimilar el género normativo y la moderna comunidad gay.

La persistencia de géneros queer, el par butch-femme por ejemplo, a veces se explica como un fenómeno de clases trabajadoras, o los analistas lo asocian con las mujeres de color, pero hay una enorme resistencia a aceptarlo entre las lesbianas blancas cultas y de clase media. El rechazo de los géneros queer entre las lesbianas blancas cultas de clase media es especialmente incomprensible después del amplio debate que ha habido en los últimos años en el mundo académico sobre la «performatividad», el constructivismo y las formas no naturales de corporeidad (Butler, 1990; 1993; 2004).[8] ¡Resulta que, en realidad, a menudo es la misma gente que está teorizando la construcción del género la que a la vez rechaza el uso de roles! En mi opinión, esto no tiene ningún sentido e indica que se sigue manteniendo una sospecha sobre la masculinidad en las mujeres, y que existe una confusión generalizada sobre el sentido de la rigidez y la flexibilidad del género.

Como los investigadores gays y lesbianos de Estados Unidos y de Europa desconfían de la identificación con el otro género en sus propias comunidades, se sienten bastante desconcertados cuando estudian identidades y deseos entre personas del mismo sexo o transgénero en otros contextos culturales, y hasta hace muy poco no han sido capaces de enfrentarse a estos desafíos. Algunos investigadores han explicado las identificaciones transgénero de mujer a hombre en otros lugares como algo debido a la ausencia de un contexto feminista (Blackwood y Wieringa, 1999); y otros han considerado el deseo entre personas del mismo sexo como algo completamente inexistente en contextos no occidentales. Yo creo que términos como «masculinidad femenina» podrían ser útiles en estos nuevos estudios, ya que no asumen el modelo euroamericano como el fundador de todos los otros sistemas eróticos. El modelo euroamericano es especialmente inapropiado para la comparación, ya que está sesgado por la creencia neoliberal en la capacidad de los individuos para determinar sus propias modalidades de género. Así, muchos jóvenes queer en contextos de Estados Unidos y Europa evitan términos como butch y femme porque creen que esas «etiquetas» son parte del problema, en vez de ser una forma de resolverlo. Esta creencia liberal en la capacidad individual para estar por encima de las tipologías sociales contribuye, en realidad, a que los investigadores europeos y americanos desconfíen sobre la existencia de roles de género en contextos queer en otros lugares.