LAS GUERRAS DE LAS FRONTERAS

Dado que la producción de desviaciones de género y de sexo acontece en múltiples lugares (el despacho del médico, la sala de operaciones, el club de sexo, el dormitorio, el baño) y dado que los discursos vinculados a la desviación de género y de sexo también emergen en muy diferentes contextos (tratados de medicina, revistas queer, columnas de anuncios, películas y vídeos, autobiografías), las categorías de transexual, transgénero y butch están continuamente en construcción. Sin embargo, en las guerras de las fronteras entre butches y hombres transexuales, los transexuales son, a menudo, considerados como los que cruzan las fronteras (de sexo, de género, de coherencia corporal) y las butches aparecen como las que se quedan en un mismo sitio, quizás en un espacio límite de no identidad. La terminología de «guerras de las fronteras» es útil y, a la vez, problemática por esta razón. Por una parte, la idea de una guerra de fronteras plantea cierta noción de territorio que debe ser defendido, una tierra que se va a conservar o perder, una permeabilidad contra la que hay que defenderse. Por otra parte, una guerra de fronteras sugiere que el límite es al menos móvil y permeable. Como comenté anteriormente, en «No Place like Home». Prosser critica la teoría queer por centrarse en «el cruce que hacen los transgénero con el fin de desnaturalizar el género». (484), y afirma que ese cruce de fronteras queer se posiciona a sí mismo contra «ese sentirse en casa de las políticas de la identidad». (486). Para Prosser, este movimiento deja al hombre transexual sin un lugar adonde ir, y la deja colgado en el «espacio inhabitable, las fronteras de en medio, donde pasar por un género o por el otro puede ser todo un desafío». (488-89). Aunque los queer pueden querer celebrar el espacio intermedio, Prosser sugiere que los transexuales tienden a encontrar un espacio más allá, «la promesa de un hogar que se encuentra en el otro lado». (489). «El hogar», como podemos imaginar siguiendo el modelo de Prosser, viene representado por ese lugar donde uno finalmente se asienta en la comodidad del género auténtico y verdadero de uno mismo.

Prosser cree que la teoría queer (en realidad, más en concreto, mi anterior ensayo «F2M») celebra ese espacio intermedio como algo lleno de promesas y de «libertad y de movilidad para el sujeto». («No Place like Home», 499), mientras que la teoría transexual desea el lugar, la ubicación y la especificidad. La butch queer, en otras palabras, representa fluidez respecto a la estabilidad del hombre transexual, y estabilidad (quedándose en un cuerpo de mujer) respecto a la fluidez del hombre transexual (que cambia de género). Prosser apenas presta atención a los conflictos y problemas que debe enfrentar la butch que, por las razones que sean (miedos sobre la cirugía o las hormonas, escrúpulos feministas, deseos de permanecer en una comunidad lesbiana, falta de dinero, carencia de modelos de faloplastia satisfactorios) decide que su casa sea el cuerpo con el que nació. Y, lo que es más alarmante, apenas reconoce el hecho de que muchos FTM también viven y mueren en estos inhóspitos territorios intermedios. Es cierto que muchos transexuales hacen la transición para llegar a alguna parte, para ser algo y para abandonar esas geografías de ambigüedad. Sin embargo, muchas MTF operadas quedan en el medio porque no pueden pasar por mujeres; muchos FTM, que totalmente vestidos pasan por hombres, tienen cuerpos totalmente ambiguos; algunos transexuales no pueden permitirse pagar todas las operaciones necesarias para una reasignación de sexo completa (si tal cosa existe), y estas personas hacen de su casa el lugar en el que se encuentran; algunos amigos transexuales no definen su transexualidad en función de un gran deseo de penes ni de vaginas, y pueden sentir el deseo de ser trans o queer con más fuerza que el deseo de ser hombre o mujer.

Si las fronteras son imposibles de habitar para algunos transexuales que imaginan que el hogar está justo detrás del borde, imaginad qué desafío suponen para aquellos sujetos que no creen que tal hogar exista, ni metafórica ni literalmente. La cartografía del género de Prosser se basa en la creencia en los dos territorios del hombre y de la mujer, separados por un límite de carne y atravesados por la cirugía y la endocrinología. La cartografía queer que él rechaza prefiere el mapa de lo híbrido; la hibridación queer está muy lejos de esa mezcla lúdica y mareante que Prosser imagina, y está más cerca de un reconocimiento de los peligros que supone asumir nociones cómodas pero tendenciosas de hogar. Algunos cuerpos nunca se sienten en casa, algunos cuerpos no pueden simplemente cruzar de A a B, algunos cuerpos reconocen y viven la inestabilidad inherente de la identidad.

Hasta aquí he descrito cómo los hombres transexuales y las lesbianas butch se miran unos a otros con desconfianza, y cómo las dos categorías se confunden y se separan. He argumentado contra definiciones estables y coherentes de identidad sexual y he intentado sugerir de qué modo las líneas entre el transexual y la lesbiana con género desviado inevitablemente se entrecruzan, produciendo incluso una nueva categoría: transgénero. Ahora quiero volver a la retórica misma de los debates entre transexuales y butches para intentar identificar algunos de los peligros que supone demandar identidades sexuales y de género distintas y coherentes. Gran parte de la retórica que rodea la transexualidad juega con el sentido de transitividad y ve la transexualidad como un pasaje o un viaje. Previsiblemente, durante el camino se cruzan los límites, y uno deja un país extraño para volver, como vemos en el ensayo de Prosser, al hogar del verdadero cuerpo de uno.

Si volvemos por un momento a la serie de la BBC The Wrong Body, ésta ofrece un ejemplo interesante del poder de este tipo de retórica. En una asombrosa confrontación entre Fredd y su psiquiatra, el psiquiatra depliega una amplia sonrisa para expresar su comprensión de la relación entre las identidades de género de mujer y de hombre de Fredd. Y le dice: «Tú, Fredd, eres como alguien que ha aprendido a hablar francés perfectamente y que emigra a Francia y vive allí como un francés. Pero, aunque hables francés, y sepas imitar lo francés y vivas con franceses, sigues siendo inglés». Fredd la contradice: «No, no es que hable francés y me haya ido allí. SOY francés». En este intercambio, el médico desarrolla lo que se ha convertido en una metáfora para la transexualidad, como el cruce de fronteras nacionales de un lugar a otro, de un estado a otro, de un género a otro. Fredd rechaza esta estrategia retórica e insiste en que la expresión de su yo como chico no es una transición, sino la expresión de un yo en el que siempre ha habitado. El hecho de que Fredd sea joven —en realidad, preadolescente— le permite articular su transexualidad de forma muy diferente a como lo hacen muchos adultos transexuales. Está pasando a ser un hombre no de un cuerpo adulto a otro sino de un cuerpo casi pregénero a un cuerpo de hombre con un género totalmente desarrollado. La retórica del «pasar por hombre», de cruzar fronteras y de la transición tiene para él un uso sólo limitado.

Las metáforas del viaje y de cruzar fronteras son inevitables dentro del discurso de la transexualidad. Pero también están llenas de historias de otras negociaciones de la identidad y arrastran la carga de historias discursivas nacionales y coloniales. ¿Qué significa, entonces, debatir la variación de género y la transitividad de género como un viaje de un país a otro o de un país extranjero al hogar, o de un estatus ilegal a uno de ciudadanía naturalizada? ¿Hasta qué punto son útiles y hasta qué punto son limitadas las metáforas de la frontera, de cruce y de pertenencia en cuestiones de identidad de género? ¿De qué manera la transitividad de género se basa en la estabilidad de otros marcadores de la identidad?

Dentro de los debates de la posmodernidad, el cuerpo transexual, a menudo, ha representado la identidad contradictoria perse en el siglo XX, y ha sido debatido precisamente utilizando la retórica del colonialismo. Cuando Janice Raymond identificó en 1979 el cuerpo transexual como parte de un intento del patriarcado de colonizar los cuerpos de las mujeres y las almas feministas[261], Sandy Stone le contestó en su «Manifiesto postransexual» pidiendo al «imperio» que «contraatacara» y demandando un «contradiscurso» en el cual el transexual pudiera hablar como transexual. Cuando Bernice Hausman lee las autobiografías de los transexuales como la prueba de que hasta cierto punto «los transexuales son los ingenuos del género»[262], Jay Prosser ve estas historias personales como algo que «está motivado por el intento de realizar la fantasía de pertenecer al cuerpo sexuado y al mundo»[263]. Muchos debates contemporáneos sobre la cirugía plástica y la manipulación corporal, y muchas teorías de la subjetividad posmoderna entienden la fragmentación del cuerpo en términos de una transexualidad paradigmática. En otras palabras, la transexualidad parece estar cargada no sólo por un exceso de sentido sino también por el peso de discursos contradictorios y enfrentados. Si vemos estas contradicciones, vemos a los transexuales representados como «el imperio» y el subalterno, como ingenuos del género y como desviados del género, y como identidades consolidadas y como cuerpos fragmentados.

Jay Prosser, como hemos visto, critica la teoría queer posmoderna en especial por centrarse en «el cruce que hace el transgénero con el fin de desnaturalizar el género». («No Place like Home», 484), y denuncia que las afirmaciones queer sobre el «viaje trans» celebran «la oposición a unas historias que se centran en el hogar». (486). La teórica transexual mujer-a-hombre Henry Rubin plantea una polaridad aún mayor que la división que había planteado Prosser entre lo queer y lo transgénero. Para Rubin, la división más significativa se da entre transexuales y transgénero: «Aunque a menudo se asume que ‘transgénero’ es un término paraguas que se refiere a travestis, drag queens, bolleras butches, los que mezclan los géneros y transexuales, entre otros, existe una tensión entre transexuales y transgénero»[264]. Para Rubin, la tensión se sitúa entre la búsqueda de los transexuales de un «’hogar’, un lugar de pertenencia a un sexo o al otro» y la búsqueda de los transgénero de «un mundo sin género». (7). Según esta lógica, la persona transgénero simplemente está jugando con el género e intentando deconstruir la naturalidad del género, mientras que el transexual afirma valientemente la noción de un género estable y fortalece la realidad de la biología. Las personas que están bajo el «paraguas» de la definición transgénero representan, para Rubin, una búsqueda poco seria de la inestabilidad de género que se produce a expensas de la búsqueda de los transexuales de «un lugar de pertenencia». Para apoyar lo que podría ser una improbable división entre transgénero y transexual, Rubin basa sus argumentos en diversos debates sobre la identidad lesbiana. En la década de 1970, era algo bastante común que las mujeres se llamaran «lesbianas» como un signo de solidaridad más que como una declaración de práctica sexual, y Rubin sugiere que los transgénero son como lesbianas políticas. De nuevo, este argumento oculta las diferencias históricas entre los debates sobre sexo de las lesbianas y las luchas contemporáneas sobre la identidad, y presenta a los transgénero sólo como bienintencionados, y a los transexuales como lo verdadero.

Otro ensayo que ejemplifica esta preocupación sobre la realidad del género y los usos simbólicos de la transexualidad dentro de la posmodernidad es «Fin de Siecle, Fin de Sexe: Transexuality, Postmodernism, and the Death of History», de Rita Felski. Felski recoge la forma en que la transexualidad es invocada en este fin de siècle para «describir la disolución de polaridades entre hombre y mujer que antes eran estables»[265]. Pero ella nos advierte contra la consagración de la transexualidad como significante universal, porque se corre el riesgo de «homogeneizar las diferencias que importan políticamente: las diferencias entre hombres y mujeres, las diferencias entre aquellos que ocasionalmente juegan en el equipo de la transexualidad y aquellos para los que se trata de una cuestión de vida o muerte». (347). En otras palabras, si los teóricos queer utilizan la transexualidad como un equipo para desmontar la identidad, sin querer están produciendo una evacuación posmoderna del activismo político, al separar la transexualidad de los duros hechos del género y de la corporeidad. La advertencia de Felski es interesante, pero ¿a quién se dirige? En otras palabras, ¿quién juega ocasionalmente con la transexualidad en vez de tomársela seriamente? Felski considera este juego como algo peligroso, y siempre como un indicador de privilegio: «Después de todo, no todos los sujetos sociales tienen la misma libertad para jugar y subvertir las marcas del género, incluso muchos no perciben este juego como una condición necesaria para su libertad». (347). Felski identifica a Arthur y Marilouise Kroker y a Jean Baudrillard como los posmodernistas que juegan con la transexualidad y, por tanto, suponemos, son incapaces de tomarse en serio las diferencias entre hombres y mujeres, y las diferencias entre los que juegan con el género y los que se lo toman como algo real[266]. No tengo ningún interés en defender las vacuas visiones posmodernas de Baudrillard, o las nociones de los Kroker sobre el sexo posmoderno, pero quiero cuestionar esa imagen que se da de una especie de distrito electoral queer posmoderno que juega felizmente en ciertas fronteras del género, mientras que otros, serios y responsables, rechazan participar en esta celebración. ¿Qué o quiénes han desaparecido en esta foto tan seria del «fin de sexo» en el fin de siècle?

Las personas que presuntamente juegan con la transexualidad y subvierten alegremente las marcas del género son no-transexuales que «perciben este juego como una condición necesaria para su libertad». De hecho, son los transgénero del artículo de Henry Rubin y los queer de Jay Prosser. Me pregunto si soy la única a la que le choca que las mismas personas, gays y lesbianas y gente con géneros raros, que han sido históricamente identificados como las víctimas de la heteronormatividad, sean descritos aquí como diletantes y frívolos con el juego del género. De repente, el transexual ha sido reubicado como la figura central del género raro, el cuerpo que sufre, el único cuerpo que cree en el género y el antídoto contra la movilidad queer. Pero la butch transgénero en particular ha sido durante mucho tiempo un héroe trágico, literalmente, martirizado por el sentimiento de estar fuera de lugar. Ya sea Stephen Gordon en El pozo de la soledad, de Radclyffe Hall (1928), cuando descubre que «el lugar más solitario de la tierra es la tierra de nadie del sexo»[267], o la butch de la década de 1950 Jess Goldberg en la novela de Leslie Feinberg, Stone Butch Blues (1993), cuando se ve a sí misma como fuera de lugar y fuera del tiempo en el Nueva York lesbiano contemporáneo, las historias personales de los transgénero o de las butches invertidas han estado marcadas por la pérdida, la soledad y el aislamiento[268]. Las butches de estas historias difícilmente son hedonistas juguetones del género, en realidad comparten con muchos FTM una búsqueda muy seria de un lugar y de una pertenencia. En la novela de Rose Tremain Sacred Country (1992), el personaje transexual mujer-a-hombre, Marty, contradice la afirmación de su abuelo, de que «todo lo importante en la vida es dual, como ser y no ser, hombre y mujer, y no hay ningún país en medio». Marty piensa de sí mismo/a: «Cord está equivocado, hay un país en medio, un país que nadie siembra, y yo estoy en él»[269]. Las historias literarias de la transitividad de género y de la disforia de género, como vemos, han entendido la experiencia del «cuerpo equivocado» en términos de una compleja retórica de no pertenencia y de no identidad. Como respuesta a este sentimiento fundamental de estar fuera de lugar, el hombre transexual de Tremain, la invertida de Hall y la butch transgénero de Feinberg invocan imágenes de tierras imaginarias, de países intermedios y de los mundos fronterizos de los desposeídos.

La transición y la movilidad han sido durante mucho tiempo la coartada de muchas mujeres que se vestían de hombre: durante los últimos trescientos años, mujeres aventureras y cazadoras de fortunas se han vestido con ropa de hombre, muy a menudo ropa militar, y han vivido en el mundo yendo y viniendo por lugares y géneros. Algunas mujeres que pasaban por hombres en los siglos XVIII y XIX partieron a la mar y vivieron como piratas; otras se alistaron en el ejército y vivieron como hombres entre otros hombres; y otras utilizaron esos disfraces para trabajar en profesiones masculinas, tener amantes femeninas o viajar por el mundo[270]. En otras palabras, vestirse con la ropa del otro género, pasar por hombre y participar de la transitividad de género son actividades que funcionan por medio de otras formas de movilidad: una mujer que accede a la movilidad al vestirse de hombre puede, sin duda, desestabilizar la economía de la masculinidad, pero, a su vez, puede reforzar ciertas formas de racismo o ciertos antagonismos de clase. Para dar sólo un ejemplo de este nido de cruces contradictorios, podemos recordar las numerosas mujeres aristocráticas de comienzos del siglo XX que se vestían como hombres y se identificaban como hombres, y que apoyaron activamente la causa fascista, como analicé en el capítulo 3.

Las contradicciones de la identificación con el otro género y sus movilidades están muy bien ejemplificadas en el texto de una autobiografía transexual de fama mundial, Conundrum, de Jan Morris. Jan Morris fue conocida en una época como James Morris, un escritor viajero, y en la década de 1950 fue corresponsal en el extranjero del London Times. Morris utiliza sus conocimientos como escritora de viajes para llevar la metáfora del viaje y la migración a su fin lógico en relación con las cuestiones de transición de género. Describe cada aspecto de su transición de hombre a mujer como un viaje, y no sólo caracteriza en términos de países la identidad de género, sino que también caracteriza las identidades nacionales en términos de género. «Yo era hija de una época imperial», escribe Morris en un momento dado, para explicar sus impresiones sobre «el África negra» como «todo lo que no me gustaría ser»[271]. Mientras que ciudades como Venecia representan lo femenino (y, por tanto, un yo femenino deseable), para el pre-transexual James Morris el África negra representa una masculinidad que da miedo, porque es «extraña» y «viciosa». En esta autobiografía transexual el espacio entre hombre y mujer viene representado como lo monstruoso. Jan Morris se describe a sí misma entre los géneros como «una especie de no humana, un duende o un monstruo». (114), y el espacio del género es descrito como «la identidad misma».

Morris, viajera del mundo y escritora de viajes, entiende la identidad nacional de igual modo que la identidad de género; las identidades nacionales son estables, reconocibles, y están establecidas según una conciencia normativa de imperio. De igual modo, compara las diferentes reacciones a su género ambiguo según los países: «Los americanos —nos dice— por lo general asumen que soy una mujer». (111). Sin embargo, de un modo que nos recuerda toda la tradición de las historias coloniales de viajes, Morris nos comenta de manera informal: «Entre las personas sinceras, el problema era mínimo. Simplemente me preguntaban. Tras un vuelo de Darjeeling a Calcuta, por ejemplo, durante el cual disfruté de la compañía de una familia india, la hija se acercó a mí en la sala de equipajes y me preguntó… ‘si yo era un chico o una chica’». (111). En su ensayo sobre la transexualidad, Sandy Stone menciona el aspecto «oriental» de las historias de viajes de Morris y Marjorie Garber pone de relieve esta apreciación de «orientalista» en su análisis de la descripción que hace Morris de su cambio de sexo en Casablanca. Sin embargo, en general se ha estudiado poco esta autobiografía transexual como artefacto colonial, es decir, como el registro de un viaje que no cuestiona ni las convenciones de género ni los tópicos sobre las narraciones de viajes[272]. Por último, Conundrum es más bien una historia modernista tópica sobre la lucha por mantener la identidad ante un imperio en decadencia. Paradójicamente, es una historia de cambio que lucha por mantener el status quo. Quiero destacar que la historia de Morris de ninguna manera representa «la autobiografía transexual». Muchas otras ficciones y autobiografías transexuales contradicen las historias de viajes de Morris, y muchas de estas otras historias combinan un profundo sentimiento de dislocación con un valiente intento de enfrentarse al estatus de no pertenencia. Además, la historia del transexual mujer-a-hombre difiere de forma muy significativa —y de ninguna manera es un espejo— de la historia de la persona mujer-a-hombre. El libro de Morris no sirve tanto como una historia de vida representativa, sino como una advertencia contra el peligro de separar las metáforas del viaje, del hogar y de la migración de las experiencias actuales de la inmigración en un mundo lleno de fronteras.

En realidad, deberíamos plantearnos serias dudas sobre estas políticas unidireccionales del hogar y sobre estas divisiones entre minorías sexuales. Tal y como muestra la historia de Fredd, la transexualidad requiere a menudo largos periodos de transición, periodos en los que uno puede vivir entre géneros. El lugar donde acaba el transgénero y donde empieza el transexual no está tan claro como lo plantean el texto de Morris o el ensayo de Rubin, y los espacios entre géneros, que algunos teóricos queer reivindican, no representan alegres zonas de movilidad y libertad sino que representan vidas cercanas a los géneros queer y cuerpos comprometidos con formas de corporeidad esencialmente no normativas. Aunque el lenguaje del hogar y del lugar en los ensayos de Prosser y Henry Rubin parece irreprochable, como en el texto de Morris, no se recoge aquí nada sobre el peligro de transponer marcos conceptuales que ya están cargados de sentido —lugar, viaje, ubicación, hogar, fronteras— a otro lugar problemático. En Conundrum, la equivalencia de la transexualidad con el viaje, y del género con el lugar, produce una historia colonial en la que la identidad de género y la identidad nacional se presentan como inmutables y esenciales. Sobre el hombre, Morris escribe: «Es este sentimiento de control sin fluctuaciones, creo, que las mujeres no pueden compartir, y que surge no del intelecto o de la personalidad… sino específicamente del cuerpo». (82). Sobre el hecho de convertirse en mujer, comenta: «Mi cuerpo, entonces, estaba hecho para empujar y emprender, ahora está hecho para producir y aceptar, y este cambio externo ha tenido consecuencias internas». (153). Las políticas del hogar, para Morris, son simplemente las políticas del colonialismo, y el riesgo de esencialismo que corre al cambiar de sexo resulta no ser un riesgo en absoluto. El lenguaje que Prosser y Rubin utilizan para defender su particular proyecto transexual de las apropiaciones queer corre el riesgo de ser no sólo esencialista o incluso colonialista, sino, en su caso, el riesgo de usar un lenguaje cargado de ideas de migración y de vuelta a casa, para ratificar nuevos modelos no queer y diferenciados de «hombre».

Lo que estoy planteando es que los análisis de la subjetividad transexual de críticos como Prosser y Rubin están afectados por el marco colonial que organiza la concepción de Morris de la transexualidad, como se ve en el hecho de que no mencionan los debates sobre las fronteras y las migraciones que han surgido en otros espacios teóricos. En los estudios chicanos y poscoloniales en particular, la política de la inmigración ha sido debatida con dureza, y lo que ha surgido de ahí es un rechazo cuidadoso de la dialéctica del hogar y de la frontera. Mientras que el hogar ha representado la comodidad del lugar y la política de la ubicación y la estabilidad del pertenecer, dentro de esta dialéctica, la frontera ha insistido en la política del desplazamiento, la hibridación de la identidad y la economía del trabajo de los indocumentados. Poco podemos ganar teóricamente o materialmente al identificar el hogar o la frontera como el verdadero lugar de resistencia. En el contexto de un debate sobre teatro asiático-americano, Dorinne Kondo apunta que «el hogar, para muchas personas que están en los márgenes, es lo que no podemos no querer»[273]. En este contexto, el hogar representa la construcción tardía de un puerto seguro en la ausencia de tal lugar en el presente o en el pasado. El hogar se convierte en un lugar mítico, un lugar donde anclar alguna identidad racial o étnica, incluso aunque estas identidades estén sacadas de su contexto o estén presionadas para su asimilación. Pero, para el sujeto queer, o lo que Gloria Anzaldúa llama el ciudadano de la frontera, el hogar es lo que la persona que vive en los márgenes no puede desear: «Ella abandona el suelo seguro y familiar del hogar y se aventura hacia terrenos desconocidos y probablemente peligrosos. Ésta es su casa / este fino borde /de alambre de espino»[274]. Está claro que el hogar puede ser un espacio de fantasía, un lugar recordado de origen estable y un sueño nostálgico de comunidad; e igual de fácilmente puede ser un espacio de exclusión cuya comodidad misma depende del trabajo invisible de esos ciudadanos de la frontera migrantes. Volviendo al debate sobre los transexuales y los queer, el viaje a casa del transexual puede hacerse a expensas del reconocimiento de otros que están permanentemente deslocalizados.

Cuando Fredd, con sus nueve años, rechaza la sonrisa de su médico, que intenta dar una ciudadanía naturalizada a su condición de transexual, de hecho rechaza la historia de la contención retórica de la transexualidad dentro de las taxonomías médicas tradicionales, y también rechaza ese intento reciente de traducir la retórica de la transexualidad en el lenguaje del hogar y de la pertenencia. Sin embargo, Fredd no rechaza la formulación popular de ser un «chico atrapado en un cuerpo de chica» y mantiene su fantasía de ser un hombre adulto, incluso cuando su cuerpo empieza a traicionarlo. Haríamos bien en trabajar en otras formulaciones de género y de cuerpo, de cuerpo correcto y de género correcto, para facilitar a chicos como Fredd, niños queer identificados con el otro género, futuros y cuerpos que sean habitables. Obviamente, la metáfora del cruce y de emigrar hacia el cuerpo correcto desde el cuerpo equivocado se limita meramente a dejar intacta la política de las identidades de género estables y, por ende, las jerarquías de género estables. El programa de la BBC obviaba preguntas más generales que se plantean sobre el tema de la transexualidad, al enfatizar las necesidades individuales de Fredd y su urgente deseo de ser un hombre. Cuando Fredd aparece conversando con otros hombres transexuales, el grupo en su conjunto expresa su deseo de ser simplemente chicos y hombres «normales», y de vivir como los demás sujetos varones. Ningún miembro del grupo expresó deseos homosexuales; todos esperaban vivir «vidas normales» en el futuro, una vez que estuviera completada su operación de reasignación de sexo.

En la actualidad, la transexualidad representa una red enormemente complicada de identificaciones y corporeidades y de fenómenos relativos al género, y no puede reducirse al testimonio de la angustia preadolescente de Fredd, o a la historia de la melancolía colonial de Jan Morris. Sin embargo, ahora que «lo transgénero» se ha convertido en un término reconocido popularmente para la identificación con el otro género, la política sexual del transgenerismo y del transexualismo debe ser considerada con mucho cuidado. Dado que la mayor parte de los debates que circulan actualmente son sobre la experiencia de la transexualidad de hombre a mujer, debemos considerar también la política del género de la transición de mujer a hombre. En este capítulo he intentado exponer que una adopción total de la retórica del hogar y de la migración de cierta práctica estética transexual, junto con el rechazo de una política queer de la frontera puede producir el extraño efecto de utilizar la retórica poscolonial para rescatar textos coloniales (como el de Morris) o de utilizar formulaciones de hogar y de esencia utilizadas por las feministas de color para reforzar la posición de los hombres transexuales blancos. Esta retórica asume, además, que la solución correcta para ese «cuerpo equivocado y doloroso». (Prosser) es deplazarse al cuerpo correcto, donde «lo correcto» puede fácilmente depender de ser blanco o de privilegios de clase, o del hecho de tener un nuevo género. Podríamos preguntarnos quién puede permitirse soñar con un cuerpo correcto. ¿Quién cree que tal cuerpo existe? Por último, mientras la migración, las fronteras y el hogar se sigan utilizando como figuras metafóricas en este discurso, las personas transexuales y transgénero que realmente sean ciudadanos de la frontera, o que realmente sean trabajadores sin papeles, o que realmente hayan emigrado de sus lugares de origen para nunca más volver permanecerán siempre fuera del discurso, invisibles y sin reconocimiento, habitando siempre el cuerpo equivocado.