REPUDIAR A LA STONE

La stone butch, como sabemos, a menudo se ha representado como lo abyecto dentro de la historia lesbiana. Para las feministas lesbianas que están en contra del juego de papeles butch-femme, y para otras que por sentido común rechazan ser sólo la que da o la que recibe, la stone butch representa un ejemplo de las trampas en que se puede caer por la rigidez de las categorías. Estas críticas afirman que la stone butch encarna la disfunción de la rigidez del género, al tomarse la masculinidad tan en serio que rechazan su cuerpo de mujer. Uno de los giros de la historia en Stone Butch Blues es la ruptura de Jess y su amante Theresa, que se debe en parte a la implicación de Theresa en el incipiente movimiento de mujeres. Es el año 1973 y es una época difícil para las personas transgénero. Jess decide que debe hacerse pasar por un hombre o corre el riesgo de sufrir agresiones violentas mortales, o incluso puede llegar a suicidarse. Theresa no puede acompañar a su butch en este viaje particular y lo expresa dolorosamente: «Soy una mujer, Jess. Te quiero porque tú también eres una mujer… Me gusta que seas butch. Simplemente no quiero ser la mujer de un hombre, aunque ese hombre sea una mujer». (148). Cuando Jess comienza su tratamiento hormonal, Theresa se identifica cada vez más como lesbiana, y la distancia entre ellas se hace cada vez mayor. La erótica del lesbianismo, como Theresa la describe, tiene que ver mucho con lo mutuo, la reciprocidad y la igualdad. Cuelga en la pared de su cocina un póster de dos mujeres desnudas, y queda claro para el lector que precisamente esta imagen excluye a Jess y a las de su estilo. Las «él/ella», mujeres que no son aceptadas en la sociedad simplemente como mujeres, no pueden, de pronto, sentirse a sí mismas como mujeres en sus encuentros sexuales y emocionales, privados y personales. El peso de ser butch se manifiesta como una confusión sexual que se resuelve con la asunción de una identidad sexual stone. Ser stone, por tanto, no es simplemente desconectar y cerrarse al contacto sexual «normal» entre mujeres; es una valiente e imaginativa forma de gestionar los impulsos y las demandas contradictorias de ser una butch en un cuerpo de mujer.

En Stone Butch Blues, las feministas lesbianas son presentadas como furiosas detractoras del par butch-femme, y en realidad no nos sorprende saber que la stone butch ha recibido críticas especialmente duras por parte de ramas separatistas del feminismo lesbiano. Sheila Jeffreys, en un ensayo sobre el retorno del par butch-femme en la década de 1990, opina que la identidad stone butch es «lesbofobia internalizada» y odio a una misma[210]. Jeffreys interpreta el juego de papeles como parte de una «prescripción sexológica». (163) para las relaciones sexuales lesbianas y explica que sexólogos como Havelock Ellis son los responsables de haber creado los estereotipos de la lesbiana hombruna y de la invertida femenina. La lógica de Jeffreys en este artículo es sorprendentemente rígida, ya que plantea un modelo de «o una cosa o la otra» sobre la respuesta sexual lesbiana: o bien las lesbianas erotizan la diferencia y entonces se implican en jugar con roles, en sadomasoquismo o en otras formas de dominación y sumisión, o bien las lesbianas erotizan lo similar y se implican en «el placer real de una relación sexual… llena de las sorpresas y heridas de toda su experiencia de mujer y de lesbiana». (184). Obviamente, en el modelo de Jeffreys el verdadero deseo lesbiano está más allá del juego de roles. Jeffreys además atribuye un enorme poder a los sexólogos y ningún poder a las autodefiniciones de las butches. Como intenté mostrar en el anterior capítulo, las teorías sexológicas de la inversión dependían totalmente e interactuaban con un complejo conjunto de autodefiniciones que circulaban dentro de las incipientes comunidades de invertidas y de sus amantes.

Otra feminista lesbiana cultural, Julia Penelope, miraba con horror el resurgimiento de los roles butch-femme en la década de 1980. Penelope ve este resurgir como una forma lesbiana de «retorno de la derecha contemporánea, animada además por una nostalgia de la década de 1950… y la ilusión y seguridad que nos da el retorno a lo que imaginamos que fueron mejores tiempos»[211]. Cuando recuerda sus propios días de juego de roles y los quince años que pasó como stone butch, Penelope siente que esas normas y prescripciones de la comunidad butch-femme en lo referente a la actividad sexual la forzaron a poseer una identidad sexual y la mantuvieron esclavizada.

Durante 15 años, a pesar de que había deseado enormemente dejar que otra mujer me tocara, a pesar de que ansiaba muchísimo liberarme sexualmente, permanecí intocable, sin que nadie me tocara. Al no permitir a otras lesbianas que me dieran placer de ningún tipo, sentía en mi interior que así mantenía mi poder y mi autonomía. (27).

Penelope siente su actitud stone como una protección para «no perder el control» y como una forma de tener poder sexual sobre una femme, pero sentía que su imagen stone era una fachada que la protegía de «la fuerza de mi deseo sexual» y que sólo «le permitía alguna actividad ocasional en el tribadismo». (27-28). Para Penélope, el feminismo fue la forma de escapar de la prisión de la cultura stone butch. Sintió que una nueva conciencia feminista sobre el poder y el placer la conducía a un sentido más positivo y placentero de la identidad lesbiana. Una siente cierta empatía por la lucha particular de Penelope, y está claro que ella sentía que el juego de roles y la actitud stone butch eran una carga, porque eran algo impuesto por su comunidad sexual. Sin embargo, al igual que Jeffreys, Penelope ve a la stone butch como el epítome del odio a sí misma de la lesbiana y como un ejemplo de las perjudiciales asociaciones que se han hecho dentro de las identidades butch entre dureza y ausencia de emociones, tacto y vulnerabilidad, sexo y poder. Obviamente, en mi defensa de la stone butch no intento negar el sufrimiento que algunas mujeres como Penelope pueden haber experimentado por un juego de roles imperativo; sin embargo, estoy pidiendo que miremos de nuevo las supuestas conexiones intuitivas que algunas detractoras del par butch-femme hacen entre lo stone y la falta de intimidad o vulnerabilidad, lo stone y la disfunción sexual, y lo stone y el exceso de una masculinidad propia de hombres.

En un ejemplar del «periódico feminista/lesbiano». WICCE, Victoria Brownworth publicó un artículo titulado «Butch/femme. ¿Mito/realidad o más de lo mismo?». Este artículo articulaba muy claramente la idea de que el juego de roles lesbiano era una forma dañina de falsa conciencia, que no tenía nada que ver con el placer o con la libertad de expresión. Brownworth presentaba entrevistas con algunas parejas butch-femme y después exponía comentarios de mujeres que habían rechazado el juego de roles. El artículo situaba de forma inequívoca la opresión de la mujer en la asunción de roles y mostraba una total incomprensión hacia los testimonios de las butches que afirmaban que no querían que las tocaran sexualmente[212]. La intención de Brownworth en este artículo era alimentar el mito de que en la década de 1970, tras la «liberación gay» y la «liberación de las mujeres», las lesbianas ya no estaban interesadas «en el juego de roles». Ella confiesa lo siguiente: «Como lesbiana y como feminista también soy consciente de que para algunas la actitud butch-femme sigue formando parte del ambiente, como hace diez o viente años. Es menos evidente, más sutil, pero sin embargo existe». (7). En un intento por descubrir «qué lleva a las mujeres a utilizar roles», Brownworth entrevistó a algunas mujeres que utilizaban roles y a otras «que lo están probando o que ya lo han dejado». (7). Como era de esperar, las que usaban roles eran descritas como butches misóginas y femmes víctimas, y las que ya habían abandonado los roles eran presentadas como liberadas y revolucionarias. La última entrevistada, Patricia, nunca había utilizado roles; se veía a sí misma sin problemas como mujer y veía los roles butch-femme como algo limitado y aburrido. Sus palabras cerraban el artículo. Brownworth la anima a responder a la siguiente pregunta: «¿Crees que el uso de roles seguirá existiendo o crees que las mujeres están dejándolo?». Patricia responde: «Creo en el poder, la amplitud y las posibilidades del movimiento de las mujeres. La única esperanza para la revolución y la verdadera humanización de la vida es que el movimiento continúe y que llegue a todas las mujeres». (10).

Los sentimientos expresados en este artículo son muy habituales. La mayor parte de la literatura de la década de 1970 muestra incredulidad ante la continuidad del uso de roles, y quienes usan roles son vistas como inseguras, inmaduras y anticuadas. Las feministas lesbianas de este tipo creían que, desterrando los roles, las mujeres se liberarían de la opresión del patriarcado y del capitalismo, y podrían encontrar el camino hacia formas de interacción social y sexual nuevas, liberadas y realmente humanas. Artículos como éste también usan a la stone butch como un ejemplo de lo absurdo de usar roles. Brownworth, por ejemplo, le pregunta a Mickey, una butch de veinticuatro años, qué hace con su novia en el plano sexual: «Yo controlo la situación», le contesta Mickey. «Hago lo que quiero con mi novia». Brownworth la presiona: «¿Ella hace lo que quiere contigo?». «No. Eso no está previsto. No creo que deba tocarme». Brownworth pregunta, entonces: «¿Cómo puedes obtener algún tipo de satisfacción sexual si ella nunca te toca?». Más adelante, Brownworth le pregunta a una femme si toca a su amante butch: «¿Tú le correspondes en la cama?». La femme contesta que no. Brownworth la cuestiona: «¿No tienes ningún deseo de tocar a la mujer que está contigo? ¿No crees que es egoísta no hacerlo?». (8). No hay una respuesta correcta para una pregunta así. Si la femme dice «No, no quiero tocar a mi amante porque eso le molesta» entonces es «egoísta», de modo que esta femme responde a la defensiva y dice que ella y muchas otras femmes querrían reciprocidad, pero que eso no les está permitido. Esta femme explica que se siente mal por esta falta de reciprocidad, pero también reconoce que su compañera siente placer sexual y que «disfruta estando conmigo». (8). Lo más destacable de este artículo de Brownworth es el intento de la autora de ridiculizar y patologizar a la stone butch, aunque ambas amantes reconocen obtener bastante satisfacción con su relación sexual.

La clásica biomitografía de Audre Lorde, Zami: A New Spelling of My Name, también describe el deseo de la stone butch como una combinación de abuso emocional y de egoísmo, pero dentro de un contexto muy diferente. En sus primeros encuentros sexuales, vemos a la protagonista autobiográfica de Lorde, Audre, asumiendo el papel de joven butch con sus amantes negras y blancas, y a menudo en la posición de la que hace el amor, en vez de ser objeto de la atención sexual de otra mujer. Cuando entra en relación con una mujer blanca más mayor, que se identifica específicamente como lesbiana más que como «chica gay», esta mujer muestra a Audre cómo puede permitirse que la toquen: «Cuando le dije a Eudora que no me gustaba que me hicieran el amor, alzó las cejas. ‘¿Cómo lo sabes?’, dijo sonriendo, mientras cogía nuestras tazas de café y las ponía sobre la mesa. ‘Eso es probablemente porque nadie te ha hecho nunca el amor de verdad’»[213]. Audre aprende cómo abandonar un papel que sentía que le había venido dado, que no había elegido activamente. Además, su incomodidad con el papel de stone butch tenía que ver con algunas de las dinámicas basadas en la raza que iban asociadas con el hecho de ser stone. En una relación anterior con una amante blanca, Audre muestra una gran insatisfacción con esa dinámica de no reciprocidad y con su papel de servidora de una mujer blanca que parece incapaz de sentirse satisfecha ni de ofrecer reciprocidad. En su relación con Bea, Audre describe su frustración mutua: «Así, semana tras semana…, dirigía mi boca anhelante y caliente hacia ella, que era como un montículo tallado en piedra lisa, hasta que, con los labios arañados y jadeando de frustración, me retiraba para descansar brevemente». (151). La compañera stone es aquí, por supuesto, ese cuerpo inerte de la amada, y no el cuerpo cerrado de la amante, pero es también la lisa blancura del cuerpo de piedra. La inactividad de su amante hace que la propia Audre se sienta como una stone.

En Zami, Lorde critica los bares por sus rígidos códigos butch-femme, que marginaban a las bolleras que no usaban roles a una especie de limbo sexual. Ir a los bares —escribe— «era como entrar en una extraña tierra sin mujeres. Yo no era lo bastante mona o pasiva como para ser una ‘femme’, pero tampoco lo bastante seca y dura para ser una ‘butch’». (224). Considera el uso de roles entre las mujeres negras como una «mascarada» del poder. Para Lorde, el uso de roles sólo alimenta y estabiliza las otras dinámicas de raza y de clase social que están ya funcionando en el complejo terreno social del bar queer. Aunque la vivencia de Audre Lorde sobre la tiranía del uso de roles no tiene por qué ser definitiva ni excepcional respecto a la actual situación del uso de roles butch-femme, sí sugiere cuáles pueden ser los peligros del uso de roles para las mujeres de color. Lo stone, en particular cuando se impone a una mujer negra en relación con una amante blanca, puede significar algo más que la simple elección de encarnar una forma particular de masculinidad. Puede también significar el sacrificio del deseo de la butch negra en favor del placer de la mujer blanca. Lo stone en Zami, al igual que Stone Butch Blues, a menudo significa una dureza exterior desarrollada como protección ante la opresión y las reiteradas humillaciones vividas. En su ensayo «Ojo por ojo: mujeres negras, odio e ira». Lorde expresa claramente este sentido de la stone: «Para aguantar el mal tiempo, tuvimos que hacernos de piedra»[214].

Está claro que feministas lesbianas de diverso tipo han tenido buenas y diversas razones para rechazar los codificados roles de la antigua cultura de los bares de lesbianas, pero hay una crítica en particular que las butches y las femmes hacen a estas versiones de la cultura sexual de las feministas lesbianas de clase media, y es que las corrientes dominantes —al menos, del feminismo lesbiano cultural— sólo lograron reeemplazar las prácticas y los códigos eróticos de la cultura de los bares butch-femme de la década de 1950 y de 1960 con recomendaciones negativas sobre el sexo. En su historia de la comunidad butch-femme, Kennedy y Davis ilustran y celebran la diversa cultura sexual que abrió el camino a posteriores comunidades de lesbianas. Aportan documentos y datos sobre las organizaciones sociales, rituales de ligue, divisiones de raza y clase social, y prácticas sexuales de un grupo de personas que se identificaban a sí mismas como butches y femmes. A pesar de sufrir graves formas de opresión, como la homofobia en el trabajo y en el hogar, estrecheces económicas y ostracismo social, este grupo de lesbianas fueron creativas y osadas en sus experimentos sexuales y sociales. Si las feministas lesbianas de la década de 1970 «definían a estas comunidades butch-femme como el anatema del feminismo», deberíamos suponer que las feministas lesbianas habrían inventado sistemas y códigos sociales y sexuales capaces de reemplazar aquello que ellas veían como formas de autopresentación anacrónicas e imitativas (Boots of Leather, II). Sin embargo, es interesante constatar que, como expondré después, en los diarios del feminismo lesbiano de finales de la década de 1970 y de comienzos de la década de 1980 se aprecia una carencia de lenguaje sexual para el lesbianismo.

En la actualidad, es muy común afirmar que hemos sido algo excesivas en la crítica a esta rama del feminismo lesbiano y que, en realidad, estas mujeres eran tan activas sexualmente en la década de 1970 y de 1980 como puedan serlo hoy. Biddy Martin, por ejemplo, opina: «Durante mucho tiempo me preocupaba la tendencia de algunas activistas y teóricas lesbianas, gays y bisexuales de construir “lo queer” como una posición de vanguardia, que basaba su novedad y su avance en oponerse a un feminismo anacrónico y desfasado, que hacía demasiado énfasis en el género»[215]. En este ensayo, Martin está justificadamente preocupada por lo que ella considera una celebración queer de la fluidez que reprocha la rigidez «del feminismo o del cuerpo de la mujer». (104). Martin considera que insistir en la naturaleza transgresora de las identificaciones cruzadas de género antinormativas oculta de nuevo las medidas punitivas que se aplican contra la femme y supone ignorar por completo las limitaciones que impone el género dominante. Es difícil responder a estas críticas, y aunque Martin utiliza a Eve Sedgwick y a Gayle Rubin como representantes de esta corriente antifeminista de la teoría queer, lo hace sin reconocer adecuadamente las razones por las cuales Sedgwick y Rubin separaron inicialmente el género del sexo. Además, no existe ningún dato histórico de que alguna corriente del pensamiento feminista haya prescrito nunca formas «correctas» de deseo sexual. Por último, aunque pueda ser cierto que la identificación de géneros cruzada haya sido descrita como transgresora dentro de los proyectos queer, esto no debe ocurrir a expensas de otras formas de disidencia comparables de géneros de lesbianas que no practican la identificación cruzada[216]. La transgresión de la stone butch, por ejemplo, adquiere significado sólo ante un telón de fondo de cierto dolor e incomodidad. Si la stone butch puede describirse como una subjetividad sexual transgresora, no es por ninguna idea de rebelión a la moda, sino porque existe un cierto grado de privación y de contradicción en el seno de su sexualidad.

Una rápida ojeada a cierta literatura de las décadas de 1970 y de 1980 muestra claramente el tipo de imperativos feministas que condujeron a la producción de una moralidad sexual feminista y muestra, también, que algunas feministas solían representar siempre sus prácticas sexuales —al menos en los encuentros de feministas lesbianas— como algo totalmente limpio, romántico, mutuo y amoroso. A riesgo de deificar una historia que, por supuesto, es compleja y tiene múltiples facetas, considero que esta corriente feminista cultural del lesbianismo no es un mito o un bulo interesado creado por los queers para hacer parecer más transgresoras sus propias propuestas políticas. El feminismo cultural, como han mostrado Alice Echols y otras historiadoras del feminismo, ha tenido un efecto muy duradero en la autodefinición lesbiana, y en la época de las guerras del sexo, las feministas culturales parecían ser mayoritarias[217]. Merece la pena examinar algo de la historia y algunos de los ideales dominantes del feminismo cultural, aunque sólo sea para mostrar hasta qué punto las comunidades de bolleras queer han rechazado por completo estos modelos de cultura sexual.

Algunas de las posiciones sobre la sexualidad dentro de los círculos del feminismo lesbiano en la década de 1970 tendían al esencialismo conservador. Incluso feministas radicales y marginales, como Valerie Solanas, solían asociar el sexo duro con los hombres, la feminidad con la intimidad en vez de con la sexualidad, y reivindicaban la pureza del sexo lesbiano como la expresión total del feminismo, del igualitarismo y del disfrute de un deseo mutuo no contaminado por las dinámicas de poder inherentes a la heterosexualidad patriarcal[218]. En un apartado sobre sexo del S.C.U.M. Manifesto, Solana escribe lo siguiente:

El sexo no interviene en una relación; por el contrario, se trata de una experiencia solitaria, no creativa, una absoluta pérdida de tiempo. La mujer, con gran facilidad —más de la que ella misma cree—, puede condicionar su impulso sexual, ser completamente fría y cerebral, y libre para perseguir relaciones y actividades más valiosas; pero el macho, que parece incitar sexualmente a las mujeres y que constantemente busca excitarlas, arrastra a la mujer hipersexual al frenesí de la lujuria, arrojándola a un abismo sexual del cual muy pocas mujeres logran escapar. El macho lascivo excita a la mujer lúbrica; tiene que hacerlo: cuando la mujer trascienda su cuerpo, se eleve por encima de la condición animal, el macho, cuyo ego consiste en su falo, desaparecerá. (18-19).

En otras palabras, el sexo es lo que los hombres hacen a las mujeres, y las mujeres que disfrutan del sexo de alguna manera han sucumbido al lavado de cerebro patriarcal y están atrapadas para siempre. Solana sugiere que el sexo post-revolución debe «inventar», basarse en una concepción más creativa de las relaciones entre mujeres, y no reducirse a la relación de poder del sexo.

El movimiento antipornografía consolidó la idea de que la sexualidad dentro del patriarcado aumenta la opresión de las mujeres[219]. Las feministas creían que la pornografía era una expresión de las actitudes patriarcales hacia las mujeres y hacia el cuerpo femenino, y que representaba y producía el sexismo o, peor aún, la violencia hacia las mujeres y la violación[220]. La antipornografía, en vez de reclamar más educación sexual o el fomento de la diversidad sexual (como hizo el trabajo de Carol Vance), en realidad alimentó miedos moralistas sobre la perversión y los esfuerzos religiosos de la derecha para legislar contra ciertas formas de expresión sexual[221]. Al igual que lo ocurrido a comienzos del siglo XX con el feminismo de la primera ola, la moralidad y la pureza sexual se convirtieron en un rasgo del feminismo lesbiano[222].

Por si los lectores piensan que esta idea de un deseo feminista puro es sólo una especulación, me gustaría exponer brevemente una historia sobre el deseo lesbiano que apareció en las páginas de una publicación feminista lesbiana muy conocida. No está claro hasta qué punto este ejemplo es representativo, pero sin duda merece la pena destacar lo empalagoso, estéril y en general poco atractivo que es una historia de lo que podríamos llamar «sexo feminista». En sus intentos por evitar el lenguaje pornográfico o sexista, algunas escritoras lesbianas feministas que querían describir escenas amorosas de sexo se limitaban a hablar de «vaginas» y de «manipulaciones digitales» en un tono que sonaba muy clínico. Este pasaje particularmente asexual de erótica lesbiana está tomado de Common Lives, Lesbian Lives (1983). En la narración «Making Adjustments», de Teresa Lilliandaughter, la narradora y su amante tienen dificultades para ponerse de acuerdo sobre cuándo tener sexo y cómo coordinar sus deseos con sus horarios. La amante tiene menos deseo que la narradora, de modo que ésta intenta encontrar soluciones creativas a ese dilema. Una de ellas consiste en hablar de ello e intentar saber por qué su amante no la desea. Le dice a su amante: «Creo que siento como si siempre debiéramos sentir lo mismo, que si yo estoy excitada tú deberías estarlo también»[223]. Otra solución que las amantes plantean es que la narradora debería masturbarse más, pero ésta dice que no quiere porque lo que realmente quiere es a su amante. La amante responde: «Quizá podríamos hacer un esfuerzo las dos… ¿Por qué no te masturbas mientras yo te acaricio, o algo así? (37). Finalmente, deciden hacerlo. A la amante no le importa, dice, “porque te corres rápido”». La escena de sexo:

Ella comienza a masajear mis pechos y a acariciar mi cuello. Después empieza a mordisquear y lamer el lóbulo de mi oreja. Yo empiezo a usar el vibrador. Ummmm. Sus manos me hacen sentirme tan bien.

—¿Puedes meter un dedito en mi vagina?

—¿Quieres un dedito? ¿Y qué tal un dedo de tamaño normal?

—Sí, mete un dedo de tamaño normal en la vagina. Para correrme.

Como cuando pides en un restaurante de comida rápida. (39).

Después de correrse, la narradora indica con satisfacción: «Duró unos pocos minutos, seis para ser exacta». La escena continúa en el mismo tono y ahora la amante usa un rato el vibrador. La narradora acaricia su cuello, mordisquea su oreja e inserta sus dedos en la vagina, cuidándose mucho de no dar nunca la impresión de follar, y sin perder nunca el control, para que la escena nunca degenere en algo pornográfico.

Esta escena de sexo tiene más que ver con un informe Kinsey que con un relato porno. Y esto es un ejemplo del tipo de sexo feminista que se supone que evitaba las trampas patriarcales de follar, mamar, frotar, morder, ponerse dildos o usar roles. La ausencia en esta escena de juegos sexuales o de género y la presuposición de lo igual como la base del deseo sólo puede producir este tipo de narrativa una y otra vez: en otras palabras, la narración de un deseo que se desvanece y los intentos de los participantes de revivir o de inspirar un nuevo despertar sexual. En realidad, la escena es asexual (si es que una escena sexual puede ser asexual) porque deserotiza el sexo y asume la equivalencia en los deseos. Además, la adaptación a la que se refiere el título implica adaptar las expectativas para acomodarse a la falta de deseo de la compañera. Hay un abrumador sentido de derrota sexual en la historia, y una siente que muchas lesbianas pagan un precio muy alto por este tipo de adaptación, y por la adaptación más general de una comunidad que usa roles, butch-femme, y de clase trabajadora a una comunidad de mujeres que aman a mujeres, y de una clase media politizada.

En la actualidad, se ha producido una especie de retorno de la cultura butch-femme, y muchas mujeres jóvenes se identifican afirmativamente con roles. Curiosamente, a pesar de este nuevo interés por la cultura butch-femme, seguimos encontrando una crítica generalizada o malentendidos sobre la stone butch como una representante de una especie de fracaso del deseo lesbiano, o del odio a una misma. En una antología reciente titulada Dagger, una colección de ensayos contemporáneos sobre el tema de lo butch y de la identidad lesbiana, muchas de las que escriben hacen una excepción con la noción de stone butch. Sorprendentemente, Susie Bright, famosa «sexperta», y Pat Califia, la puta macho, muestran su desacuerdo con la noción de butches que no follan: Susie Bright matiza que le molesta por una preferencia personal, pero aun así afirma que: «Si no consigo mi cuarto de hora en el que yo soy la que folla, quien le abre sus piernas, quien le hace inclinarse sobre mí de forma realmente agresiva, entonces me enfado enormemente»[224]. Pat Califia va incluso más lejos y acusa a la «Policía Stone Butch» de estigmatizar a las butches que quieren que las follen: «Si no pasas de follar y te acusan por ello, es muy probable que tu identidad butch sea anulada en cuanto la Policía Stone Butch se meta contigo»[225]. En realidad Califia está diciendo que el odio a una misma puede ser la razón por la que las butches son stone y, en este punto, coincide con Sheila Jeffreys, estableciendo una problemática alianza entre sexo radical y sexo conservador. Tanto Bright como Califia parecen suscribir la noción freudiana de perversidad polimorfa, que entiende el deseo como algo completamente fluido en su estado ideal, pero que se bloquea en sus manifestaciones físicas reales. Según Bright, la butch que no folla simplemente necesita contactar con su libertina interior, y según Califia, debe de despreciar a las mujeres en ciertos aspectos. Obviamente, lo que ambas teóricas del sexo olvidan es que, si la sexualidad es tan fluida, entonces no tiene sentido hablar de lesbianas y de heterosexuales.

Hasta cierto punto, la categoría de la stone butch se sitúa en el límite entre la lesbiana y la persona transgénero, un límite que analizo en más detalle en el próximo capítulo. La stone butch intenta crear un acceso directo a la masculinidad desde una corporeidad de mujer y, dado que existe una comunidad que facilita y valida su elección de prácticas sexuales y su rigidez de género, la stone butch puede prosperar dentro de una comunidad lesbiana queer. Sin embargo, tal y como muestra la novela de Feinberg, el predominio de los modelos del feminismo lesbiano sobre sexo mutuo, reciprocidad e intercambio hace de las stone butch unas parias. Prohibir formas funcionales de masculinidad lesbiana impide a algunas butches identificarse como lesbianas y produce un desplazamiento que puede, en parte, resolverse por medio de la categoría de transgénero. Sería impropio afirmar que todas las butches transgénero han sido antes lesbianas, pero sería igualmente absurdo afirmar que no existe ninguna relación entre algunas butches transgénero y una definición más amplia de lesbiana.