PRESENTISMO PERVERSO
Los estudios lésbicos, como explicaré con más detalle más adelante, por lo general han comprendido el deseo entre personas del mismo sexo, en el siglo XIX y a comienzos del siglo XX, bien con el modelo de la amistad romántica, o bien en la línea de la identificación con el hombre. Sin embargo, ahora nos parece bastante probable que existieran muchos otros modelos, además de la propuesta de una amistad asexual o una dinámica sexual de butch-femme. De hecho, antes de la emergencia de lo que ahora entendemos como identidades «lesbianas», el deseo entre personas del mismo sexo funcionaba a través de innumerables canales. Si resulta obvio e indudable que probablemente existían muchos modelos de deseo entre personas del mismo sexo, entonces ¿por qué no nos hemos dedicado nosotras mismas a imaginar esta variedad? Creo que muchas historiadoras lesbianas contemporáneas no han sido capaces de distanciarse de las concepciones contemporáneas de la identidad lesbiana lo suficiente como para interpretar los caprichos del deseo entre personas del mismo sexo. Por esta razón tenemos muchísimos análisis que afirman encontrar lesbianas o protolesbianas en muy diferentes periodos históricos, sin hacer una consideración adecuada de las modalidades sexuales y de género en cuestión[77].
A finales del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX una mujer viril que deseaba activamente a otras mujeres podía calificarse como «hermafrodita», una «tríbada» o una «marido mujer»[78], más que como «lesbiana», y ninguna de estas etiquetas añade nada, ni influye directamente en lo que ahora se entiende por orientación sexual lesbiana. La palabra «lesbiana» es el término que usamos para definir placenteras y complejas intersecciones de cuerpos, prácticas y roles que procesos históricos han reducido a la especificación precisa de una identidad. Michel Foucault ha denominado a este proceso la «implantación perversa» y ha descrito de qué forma las «sexualidades periféricas» fueron canalizadas hacia «una nueva especificación de los individuos»[79]. Aunque la historia de la sexualidad de Foucault parece mucho más pertinente para una historia de la sexualidad de los hombres que para una historia de los cuerpos deseantes de las mujeres, podemos muy bien tomar prestada su metodología para describir más en detalle las diversas formas que la masculinidad femenina adoptó desde 1800 hasta el presente. Según esta visión foucaultiana de la historia de la sexualidad, «lesbiana» constituye un término para calificar un deseo entre personas del mismo sexo, que se produjo entre mediados y finales del siglo XX dentro de un contexto muy politizado de auge del feminismo y de desarrollo de lo que Foucault llama un «discurso reverso» homosexual. Si esto es así, entonces «lesbiana» no puede ser la categoría transhistórica que define todas las actividades sexuales entre mujeres.
Algunas historiadoras aún tratan de mantener la categoría de «lesbiana» como forma de clasificación de un amplio abanico de prácticas sexuales entre mujeres anteriores al siglo XIX. Emma Donoghue, en Passions between Women, escribe: «Lesbiana no tiene las connotaciones específicas de términos como tríbada, hermafrodita, amiga romántica, sáfica y tommy, y por eso puede englobarlas a todas»[80]. Por supuesto, es verdad que ésta es la forma en que se ha utilizado a menudo «lesbiana», casi como un término paraguas para hacer referencia a todas las actividades sexuales llevadas a cabo entre mujeres; sin embargo, este uso del término «lesbiana» borra la especificidad del tribadismo, del hermafroditismo y del travestismo, y suele incluir el lesbianismo en la historia de la corriente llamada «mujeres identificadas con mujeres»[81]. Podemos intentar aplicar el término tommies, por ejemplo, a algunas historias de la mujer masculina (es decir, no identificada con la mujer)[82]. Reconocemos la palabra tommy en el uso actual de la palabra tomboy[83] y, en general, por su función para dar masculinidad a algo, como en la expresión tom cat[84]. Tom connota aspecto de chico en las mujeres, y una forma llamativa de masculinidad no convencional. Donoghue señala: «A mediados del siglo XIX ‘tom’ significaba ‘una mujer masculina de ciudad’ o una prostituta; en la década de 1880 se refería a una mujer ‘a quien sólo le interesa socializar con las personas de su propio sexo». (5). De hecho, la conexión entre la prostituta y la mujer masculina es bastante frecuente en el siglo XIX, y podemos interpretar esta sinonimia como un indicador de la tendencia que había a categorizar a las mujeres en función de su disponibilidad para el matrimonio. Tanto la prostituta como la mujer masculina —y posiblemente predadora— exhiben deseos extramaritales y tienen tendencias sexuales agresivas. Rastrear el uso del término popular tommy, en realidad, nos da acceso a una historia particular de la masculinidad femenina y de su relación con lo que aparece a finales del XIX como «lesbianismo» o mujer invertida. A finales del siglo XVIII tom designa una conducta sexual dudosa y una forma particular de inmoralidad asociada con las mujeres no unidas a los hombres en matrimonio (prostitutas). A finales del siglo XIX, la masculinidad de la mujer extramarital se ha convertido en sinónimo de lesbiana o invertida. Esbozar la historia del tommy como una narración donde se mezcla la masculinidad femenina y la prostitución de las mujeres nos permite ver que una historia de la sexualidad de las mujeres masculinas, en muchos momentos, diverge enormemente de lo que llaman historia lesbiana.
Este capítulo propone una metodología para el estudio del deseo entre personas del mismo sexo en el siglo XIX y a comienzos del XX. En realidad no estoy intentando exponer los detalles de la historia del deseo sexual entre mujeres anterior al siglo XX, sino más bien mostrar una metodología histórica por medio de una lectura atenta de dos casos bien conocidos de masculinidades femeninas del siglo XIX y por medio del desglose de diversas masculinidades femeninas del siglo XIX con sus categorías específicas de vivencia corporal. Reconozco que existen muchas representaciones de mujeres masculinas en el siglo XIX, pero yo analizo en detalle sólo dos: bajo el título «La tríbada», expongo un caso judicial de 1811 sobre dos maestras que intentaron demandar a una mujer que las acusaba de tribadismo. Bajo el título «El marido mujer», analizo los diarios personales de una señora de Halifax, Anne Lister. En estos diarios Lister habla con gran detalle de su propia masculinidad. También estudio brevemente la figura de la andrógina. Estoy segura de que, si se descubrieran otros casos judiciales y otras cartas y diarios, aportarían mucha información sobre mujeres identificadas con el género opuesto, desde las mujeres que se hacían pasar por hombres hasta mujeres que se vestían de soldados y de marineros. Todo ello merecería un análisis específico[85]. Lo que me propongo hacer en este capítulo no es entrar en los detalles de los datos históricos, o proporcionar nuevos datos para futuros investigadores, sino limitarme al proyecto mucho más modesto de construir un marco dentro del cual podamos estudiar mujeres identificadas con el sexo contrario, anteriores al siglo XX, sin interpretarlas siempre como lesbianas que carecían de un discurso de liberación o identitario. El otro objetivo de este capítulo es, por tanto, insistir en la variación histórica y destacar los obstáculos que encuentra esa tesis inflexible según la cual toda forma de masculinidad femenina significaba prelesbianismo.
Pretendo defender un modelo de presentismo perverso para el análisis histórico, en otras palabras, un modelo que evite la trampa de proyectar concepciones actuales hacia atrás en el tiempo, pero, a su vez, un modelo que nos permita aplicar reflexiones del presente a enigmas del pasado. En Vigilar y castigar, Foucault reivindica una «historia del presente» y propone escribir una historia de la prisión como una historia del presente, y no como «una historia del pasado en los términos del presente»[86]. La historia del presente significa, para Foucault, un rechazo de los modelos convencionales de la historia. Estos modelos, que él denomina presentistas, se basan en un discurso de progreso, según el cual todos los cambios sociales contribuyen a un mayor bienestar y desembocan en un presente casi utópico, donde las cosas son siempre mejores que nunca. Por otra parte, la historiografía de Foucault es capaz, como señala Mitchell Dean, «de realizar un análisis de aquellos objetos que se consideran componentes necesarios de nuestra realidad»[87]. Al denominar a mi propio modelo de historiografía presentismo perverso, usando la expresión de Sedgwick, estoy cuestionando la primera noción que creemos ya conocer, y después vuelvo a la pregunta de qué creemos que hemos encontrado cuando nos basamos en datos históricos del llamado deseo lesbiano. En Epistemología del armario, Eve Sedgwick propone como axioma 5, en su introducción axiomática, la idea de que «la búsqueda histórica de un gran cambio de paradigma puede oscurecer las condiciones actuales de la identidad sexual»[88]. Y amplifica este axioma proponiendo que la historia de la sexualidad de Foucault, tal y como ha sido utilizada por investigadores como David Halperin, coloca antiguos modelos de identidad sexual en oposición a los modelos que «conocemos hoy en día». Este movimiento produce el efecto de estabilizar lo que creemos que conocemos hoy en día y propone una historia de la homosexualidad como un «discurso de sustitución». (46), donde los modelos antiguos son totalmente reemplazados por nuevos modelos, sin superposiciones y sin contradicciones. De acuerdo con esto, un modelo de inversión de cambio de siglo es totalmente sustituido por un modelo moderno de intransitividad de género, y aquellos que siguen experimentando su homosexualidad como inversión son considerados algo marginal, incluso dentro de una comunidad homosexual. La alternativa de Sedgwick al discurso de la sustitución es una desnaturalización del presente, «para que esa presunta ‘homosexualidad tal y como la conocemos hoy en día’ sea menos destructiva». (46).
Basándome en el axioma de Sedgwick, propongo un presentismo perverso no sólo como desnaturalización del presente, sino también como una aplicación de lo que no conocemos actualmente a aquello que no podemos conocer sobre el pasado. No pretendo una aplicación general de este método de presentismo perverso, y lo utilizo aquí sólo porque creo que una intuición de hoy en día sobre la construcción de la masculinidad modifica la forma que tenemos de pensar sobre los datos del pasado referentes a las masculinidades femeninas. Entonces, ¿qué es exactamente lo que no sabemos sobre la masculinidad que podamos (y debamos) aplicar a lo que no podemos saber sobre el pasado? Si, tal y como sugiero en este libro, existen múltiples formas de masculinidad femenina en nuestra cultura actual (y sólo algunas de ellas están vinculadas indudablemente al lesbianismo), ¿no puede ocurrir que históricamente la masculinidad femenina aparezca también bajo una gran variedad de formas? Dicho de otro modo, lo que no conocemos con certeza hoy en día sobre la relación entre masculinidad y lesbianismo tampoco podemos conocerlo con certeza sobre las relaciones históricas entre el deseo de personas del mismo sexo y las masculinidades femeninas.
Algunas críticas rechazan totalmente el modelo de constructivismo sexual foucaultiano, que propone tomar la invención de la sexualidad a finales del siglo XIX como el punto de partida del comienzo de la identidad lesbiana, lo que limita la búsqueda del deseo «lesbiano» a los últimos cien años. Terry Castle, por citar una de ellas, considera que ese modelo es antintuitivo. Castle argumenta que la presencia de datos anteriores al siglo XX sobre vidas de personas con relaciones con el mismo sexo significa claramente que había relaciones de deseo entre mujeres, y relaciones completamente sexuales. Estos datos prueban, según ella, que las lesbianas existían mucho antes de que fueran inventadas como tales. De hecho, Castle afirma en The Apparitional Lesbian que la teoría queer ha convertido a «la lesbiana» en un significante mucho más inestable e incoherente de lo que realmente es: «Creo que vivimos en un mundo donde la palabra lesbiana aún tiene sentido y que es posible utilizar esa palabra frecuentemente, incluso poéticamente, y que es entendida»[89]. No creo que Castle encuentre a muchas personas que estén en contra de una propuesta tan razonable como ésa; en realidad, la palabra «lesbiana» hoy en día tiene un enorme poder de definición y de resonancia. Sin embargo, no era así a comienzos del siglo XIX, y lo que se pone en cuestión son esas versiones tempranas del deseo lesbiano. Como veremos, muchas mujeres del siglo XIX que podemos creer que se reconocían como lesbianas no se habrían reconocido como lesbianas ni como sáficas, ni como ninguno de los términos populares que pudiera haber en su época para definir el deseo entre mujeres. La razón por la que «lesbiana» nos suena como un término y como una categoría sexual es porque hemos llegado a ver el deseo sexual entre mujeres biológicas como un conjunto coherente de términos, pero, tal y como algunas teóricas —como Judith Butler— han argumentado sólidamente, «sigue estando poco claro lo que este signo significa»[90]. El presentismo perverso debe distinguirse cuidadosamente de aquellos modelos de presentismo atacados por críticas como la de Castle, que en realidad sólo quieren encontrar lo que creen que ya saben.
La masculinidad femenina en el siglo XIX funciona con un sistema diferente de sexualidades y de géneros. Randolph Trumbach sugiere que deberíamos pensar en términos de dos géneros y de tres cuerpos en el siglo XVIII, y escribe: «Sin embargo, la mujer que deseaba a otra mujer y acompañaba esta conducta con características abiertamente masculinas a menudo era considerada en el siglo XVIII lo que ahora llamamos una hermafrodita física». («London’s Sapphist», 117). La mujer hermafrodita se consideraba un monstruo de la naturaleza, con un clítoris grande que deseaba penetrar a otras mujeres seducidas por su ambigüedad. Al final del siglo XIX, esta explicación biológica de la agresión sexual de la mujer parece menos convincente, especialmente a la luz de la creciente visibilidad del travestismo entre las mujeres no hermafroditas. Aunque la investigación de Trumbach sobre las safistas de Londres es útil e importante para identificar la aparición de diferentes modelos de desviación de género en las mujeres, tiende a menospreciar la relación entre terceros géneros y actividad sexual. Por ejemplo, sugiere que algunas mujeres travestis de finales del siglo XVIII podrían haber utilizado dildos y algunas podrían haberse casado, pero «también es probable que muchas mujeres que se vestían y pasaban por hombres durante bastante tiempo no buscaran tener relaciones sexuales con mujeres; esto es probablemente cierto incluso en aquellas que se casaron con mujeres». (114). Es importante refutar esta idea con el argumento de que es mucho más fácil creer que las mujeres que vestían de mujer y se casaban con mujeres habrían tenido relaciones sexuales totalmente satisfactorias con sus esposas, y que no se gana nada o casi nada insistiendo en que estas relaciones probablemente no tenían un carácter sexual. Pasar por hombre y casarse con una mujer son formas muy extendidas de disimulo social, y debemos dar crédito a las mujeres que participaban de esas representaciones; podemos suponer que tendrían poderosas razones para vestirse de hombre y que los resultados serían muy satisfactorios.
Los debates entre historiadoras lesbianas sobre las raíces de las identidades lesbianas modernas también suelen centrarse en la ausencia o la presencia de actividad y deseo sexual entre aquellas mujeres que estaban implicadas en relaciones con personas de su mismo sexo, lo que a menudo se llamaba las amigas románticas, en los siglos XVIII y XIX. También estas historias tratan de valorar la importancia y el lugar histórico del llamado juego de roles lesbiano. Por ejemplo, Martha Vicinus afirma que «probablemente se ha invertido demasiada energía discutiendo sobre una preocupación muy americana: si la amistad romántica o las relaciones butch-femme son características del lesbianismo»[91]. Vicinus critica a las historiadoras del amor romántico, como Blanche Wiesen Cook y Lillian Faderman, por ignorar las variaciones de género entre mujeres y por asumir la naturaleza asexual de muchas relaciones entre mujeres, pero también reprocha a algunas historiadoras butch-femme su dependencia de las evidencias empíricas de actividad sexual, que quizá nunca aparecerán: «¿Cómo podemos saber con certeza lo que alguien nacido hace cien o doscientos años hacía en la cama? Y, tal y como ha señalado Cook, ¿es tan importante?». (472).
Podríamos responder a la desconfianza de Vicinus sobre la cuestión de la actividad sexual explicando que algunas mujeres dejaron datos sobre lo que hicieron sexualmente hace uno o dos siglos. Las prácticas sexuales de otras mujeres fueron registradas en libros de derecho, cuando ciertas mujeres fueron acusadas de conducta sexual impropia. Además, en respuesta a la provocadora pregunta de Vicinus de si realmente es importante saber lo que las mujeres hacían entre ellas en el plano sexual, yo creo que sí importa, aunque sólo sea porque el lesbianismo se ha asociado tradicionalmente a lo asexual, lo escondido, lo «fantasmal» y lo invisible. Hay muchas pruebas que contradicen esta tendencia a considerar el lesbianismo como algo que está siempre en proceso de desaparición. Por ejemplo, cuando tenemos en cuenta la historia de la mujer masculina en vez de la «lesbiana», vemos que aquélla está marcada por una especie de hipervisibilidad, en vez de tener una cualidad espectral. Los detalles sexuales son importantes para la historia que estoy intentando elaborar, porque el lesbianismo es, después de todo, una identidad «sexual». Una vez que hemos establecido que el tipo de deseos y actos sexuales que el término «lesbiana» dice representar son múltiples y variados, la categoría misma se ve sometida a una fuerte presión. Los instintos sexuales y los deseos de una mujer que se viste de hombre y es un «marido mujer» no son, en absoluto, iguales que los instintos sexuales y los deseos de la mujer que intenta seducir, y los actos sexuales y los deseos compartidos por las amigas románticas puede que sean muy diferentes de los actos sexuales y los deseos de las mujeres masculinas y sus amantes casadas. Si esto es así, ¿qué ganamos con organizar las categorías de identidad en torno a la noción de «deseo por personas del mismo sexo»? Tal y como muestro en capítulos posteriores, las identidades sexuales, allí donde aparecen como identidades, suelen ser demasiado específicas y a menudo se refieren a un rango muy limitado de placeres, y no a un amplio abanico de placeres que se puedan resumir en un término como «lesbiana». Alguien podría decir, en respuesta a mi tesis, que «lesbiana» describe un conjunto de relaciones sociales entre mujeres, algo más que un conjunto de prácticas sexuales. Aunque esto es cierto, muchas intelectuales feministas se han dedicado a distinguir entre relaciones sociales y sexuales entre mujeres, para señalar la especificidad de las dinámicas lesbianas y separarlas de cierta noción universalizadora de comunidad de mujeres. Además, dado que muchas mujeres que podemos situar bajo la categoría de «masculinidad femenina» se identifican sólo de forma parcial o problemática con la categoría «mujer», las relaciones entre mujeres y las relaciones entre personas del mismo sexo son términos muy limitados para describir las relaciones físicas entre las mujeres masculinas y sus amantes.
La discusión enormemente útil e influyente de Martha Vicinus sobre las variaciones de género en las mujeres en el siglo XIX aporta un desglose previo de las diferentes formas que puede adoptar esta variación. Sin embargo, Vicinus no logra separar la categoría de lesbiana de la de mujer masculina. Describe como «andróginas» a varias mujeres a las que constantemente tomaban por hombres, y tiende a mantener la categoría general de lesbiana en su descripción de relaciones entre mujeres conocidas en la historia[92]. Aunque mis argumentos sobre las formas tempranas de masculinidad femenina son claramente deudoras de las investigaciones y los trabajos pioneros de Vicinus y de otras personas, deseo ampliar las implicaciones de la historia radical de Vicinus: la andrógina, de acuerdo con esto, representa una forma diferente de variante de género que la de la mujer masculina, y, aunque la andrógina pueda haber padecido cierto tipo de oprobio social, éste probablemente no se produjo como respuesta a la confusión de género. La andrógina representa cierta versión de la mezcla de géneros, pero esto rara vez llega a la ambigüedad total. Cuando una mujer es confundida continuamente con un hombre creo que podemos decir que lo que marca su presentación de género no es la androginia, sino la masculinidad. Dicho de otro modo, propongo que consideremos las diferentes categorías de variación sexual en las mujeres como algo separado y distinto de la categoría moderna de lesbiana y que intentemos tener en cuenta las prácticas sexuales específicas asociadas a cada categoría, y las relaciones sociales particulares que puede haber mantenido cada categoría en su momento.
Por último, probablemente hay muchos ejemplos de mujeres masculinas en la historia que no tenían interés en mantener relaciones sexuales con personas de su mismo sexo. Aunque no entra en el objetivo de este libro recogerlos, probablemente queda por contar toda una historia de las vidas de mujeres heterosexuales masculinas, una historia que además habrá quedado enterrada por esa tendencia a incluir a todas las masculinidades femeninas en la identidad lesbiana. Al separar la noción moderna del lesbianismo de la historia de la masculinidad femenina, estoy intentando hacer dos cosas diferentes: primero, me gustaría recoger una muy específica corriente de variación de género sin asumir que corresponda claramente a formulaciones contemporáneas de la coincidencia de variación de sexo y de género; segundo, quiero dejar que surjan historias múltiples de sujetos no normativos. De acuerdo con esto, hay muchos ejemplos de masculinidad en las mujeres que se entremezclan con heterosexualidades complejas y que vienen de fuentes muy diversas. Por ejemplo, algunas mujeres rurales pueden ser consideradas masculinas según los criterios urbanos y su masculinidad quizá sólo tenga que ver con el hecho de que hacen más trabajos manuales que otras mujeres, o que viven en comunidades con criterios de género muy diferentes. La mujer masculina rural de hoy en día, que vive una vida heterosexual y cuya masculinidad es tanto un producto de su trabajo como de su deseo, puede relacionarse, en cierto modo, con las vaqueras del pasado, mujeres recias que trabajaban con caballos y ganado y competían en rodeos. Los trabajos sobre la historia de las vaqueras americanas sugieren que algunas de las vaqueras que competían en rodeos en América a comienzos del siglo XX pueden haber sido lesbianas, pero muchas otras no, y estas últimas no veían ninguna contradicción en el hecho de ser heterosexuales y, según ciertos criterios, masculinas. Podían justificar su conducta poco convencional remitiéndose a la naturaleza y a la salud. En un libro sobre vaqueras, citan las palabras de una dura jinete:
Una vaquera preferiría tomar veneno a llevar tacones de aguja, una faja ajustada o un sujetador apretado. No es que las vaqueras no queramos atraer la mirada de los ojos de los hombres, pero ya conocemos a los vaqueros. Les gustan delgadas, finas, con gracia, pero quieren que eso sea natural. Las mujeres con espaldas curvas y vientres fofos, con pocos músculos en sus brazos por la falta de ejercicio y de uso, que temen parir porque no han mantenidos sus cuerpos naturales, se preguntan por qué sus vidas no son ricas, plenas, vitales, y nunca piensan que la causa de todo la tiene la violación de las leyes de la salud natural[93].
Este testimonio de la naturalidad de la mujer fuerte equipara feminidad y artificialidad, y reivindica los cuerpos naturales y saludables en oposición a los cuerpos que, aunque muy femeninos, están atrofiados y deformados. Este texto incluso sugiere que una mujer fuerte puede cumplir mejor con sus deberes maritales, porque el parto es menos lesivo para un cuerpo natural.
Dado que la feminidad moderna ha dependido de todo tipo de medidas antinaturales y prácticas poco saludables, muchas mujeres a lo largo del tiempo han rechazado la feminidad convencional y han preferido tener el cuerpo sano. Por esta razón, la mujer atleta se convierte, casi inevitablemente, en el objeto de una intensa vigilancia y observación de género. Un cuerpo de mujer claramente atlético, al poner de manifiesto un decidido rechazo de la inactividad femenina, es inmediatamente asociado al lesbianismo. Aunque también es cierto que el hombre no atlético es víctima de la sospecha homófoba, hay que destacar que las demandas de una feminidad heterosexual adecuada exigen la renuncia a un cuerpo sano. Por esta razón, muchas mujeres, no sólo invertidas y lesbianas, a lo largo del tiempo han cultivado estéticas de cuerpo masculino con el fin de poder trabajar, actuar, competir o simplemente sobrevivir. La mujer heterosexual masculina no debe ser vista como una lesbiana reprimida; puede ser, simplemente, una mujer que rechaza las rigideces de la feminidad.
Las mujeres masculinas cuyas relaciones parecen las típicas del otro sexo —el marimacho, la andrógina, la mujer que se viste de hombre— merecen todas ellas su historia específica. Cuando adoptamos el método del presentismo perverso, es decir, cuando utilizamos enfoques de ahora para dar sentido a las complejidades de otras épocas, podemos ver que había múltiples modalidades de variación de género en ambas sociedades, la del XIX y la actual. Los modelos contemporáneos de variación de género suelen presuponer cierta continuidad entre lesbianismo o transexualidad e identificación con el otro género, pero, cuando no había identidades sexuales, la variación de género debe de haber significado algo diferente. Al estudiar la historia del tommy, podemos encontrarnos con que la variación de género se mide por medio del estado civil de la mujer; al estudiar la historia del hermafroditismo, podemos llegar a la conclusión de que la variación de género se mide con el cuerpo. A continuación analizaré dos casos muy diferentes de variación de género que producen muy diferentes modelos de perversión y de inconformismo sexual.