13. Adiós a la isla de la Muerte.

 

Llegaron al pequeño embarcadero de madera sin ninguna nueva complicación.

En lo alto de la colina vieron como el fuego devoraba los últimos restos de la casa.

—¡El barco! —gritó Rodolfo.

Marta y Ernesto miraron hacia el mar y allí lo vieron. El Caronte regresaba a buscarlos.

Se abrazaron los tres, entusiasmados porque por fin acababa esa pesadilla.

Saludaron con el brazo al capitán Salvatore y al joven Giovanni que se asomaba por encima de la barandilla devolviéndole alegremente el saludo.

De repente, algo empujó a Ernesto que cayó boca abajo contra el suelo. Sintió el amargo sabor de la sangre en la boca.

Marta gritó.

Ernesto se levantó al tiempo que sacaba el revólver del bolsillo.

Allí estaba Antonio. Tenía a Rodolfo agarrado por el brazo inmovilizándolo delante de él a modo de escudo. Sujetaba un cuchillo con la punta presionando la yugular del niño. Ernesto vio una pequeña gota roja brotar de la afilada punta y descender el cuello formando una fina línea.

Apuntó el revólver hacia Antonio.

—¡Suelta a mi hijo! —gritó Marta a su lado.

—No vais a salir de esta isla —dijo Antonio presionando un poco más el cuchillo—. Mi hermana verá cumplida su venganza.

—No le hagas daño —dijo Ernesto—. Esto no tiene por qué acabar así.

—Tira el arma.

Ernesto bajó despacio el revólver, pero no lo soltó.

—Ahora volveremos a la casa —dijo Antonio—. Es como debe ser.

El niño sollozaba en silencio. Su camiseta se iba tiñendo muy rápido de color escarlata.

Antonio caminó hacia atrás arrastrando al niño con él.

—¡No! —gritó Marta—. Suéltalo, hijo de puta.

Antonio soltó una estruendosa carcajada. En ese momento, Rodolfo se revolvió en un esfuerzo desesperado por escapar. Antonio, que no se lo esperaba, disminuyó un instante la presión con la que sujetaba su brazo y el niño logró separarse un poco de él.

Todo ocurrió en una milésima de segundo.

Ernesto levantó de nuevo el revólver y dejándose llevar por puro impulso, apretó el gatillo.

La bala salió despedida del arma y siguió su trayectoria inalterable. Atravesó la tierna carne del hombro derecho de Rodolfo y se incrustó directamente en el corazón de Antonio, que falleció al instante sin saber que le había ocurrido.

Marta corrió hasta su hijo y se dejó caer a su lado presionando sus manos sobre la herida.

Ernesto soltó el revólver y caminó hasta ella.

—No quería… —dijo.

Marta lo miró con los ojos llenos de lágrimas.

—No digas nada —le dijo—. Si no fuera por ti estaría muerto. Los dos lo estaríamos.

El Caronte se detuvo junto al embarcadero.

Giovanni echó el amarre y bajó a tierra de un salto. El capitán los miraba desde detrás del timón. En su rostro se reflejaba una mezcla de asombro y miedo.

—¿Me permites? —preguntó Ernesto señalando al niño.

Marta asintió con la cabeza y se apartó de su hijo todo lo que pudo sin dejar de presionar la herida de bala.

Ernesto cogió a Rodolfo en brazos y junto a Marta subieron al barco, que zarpó sin perder tiempo.

Llevaron al niño hasta uno de los camarotes.

Giovanni llegó corriendo con un pequeño maletín rojo.

Ernesto lo abrió. Era un botiquín.

Rompió la camiseta de Rodolfo para dejar la herida a la vista. La bala había atravesado limpiamente el hombro.

Limpió bien el orificio y le vendó el hombro.

—Creo que se pondrá bien —dijo cuando terminó de fijar la venda.

Marta lo abrazó.

—Gracias —le dijo.

El barco se zarandeó uniendo aun más sus cuerpos. Rieron.

Se besaron en los labios y volvieron a reír.