4. La búsqueda.
Ernesto entró en el salón seguido de Hugo. Víctor y Rafael se habían quedado atrás para ocultar el cadáver de Carlos.
Tras una breve discusión, Hugo había accedido igual que ellos a guardar silencio sobre lo ocurrido. Rafael tenía razón: debían aguardar a que volviera la cobertura para pedir ayuda o a que volviera el barco a buscarles, lo que ocurriera antes y que los dominara el pánico no ayudaría en nada.
—¿Quién era? —preguntó Javi al verlos acercarse.
—Nadie —dijo Ernesto. Rafael había pensado en todo y se había anticipado suministrándole la respuesta apropiada para cuando le hiciesen esa pregunta. Pues como bien les había dicho todos estarían pendientes a su vuelta para averiguar quién habían llamado a la puerta—. Una rama daba golpes movida por el viento.
—Pues sí que habéis tardado por una puta rama —rió Arturo.
Ernesto asintió en silencio. Intentó devolverle la sonrisa sin éxito. Ese hombre no le caía bien.
—Tendremos que ir pensando en la cena —dijo Silvia en un vago intento de calmar la tensión—. Pronto anochecerá y no hemos probado bocado desde esta mañana. Los niños estarán hambrientos.
—Sí —dijo Hugo—. La cocina está bien abastecida. Lo he comprobado antes. Hay muchas latas de conservas y la nevera está llena. ¿Queréis que prepare algo? No se me da mal cocinar.
—A ti lo que se te da bien es comer —increpó Arturo.
Hugo bajó la cabeza, avergonzado.
—¿Por qué eres tan gilipollas? —gruñó Ernesto encarándose a Arturo.
—Tú no te metas.
—El que no se tiene que meter aquí con nadie eres tú. Ni siquiera estabas invitado.
Silvia se levantó y se acercó a Hugo.
—Vamos a ver que podemos preparar —le dijo—. Yo te acompaño.
Hugo sonrió levemente y asintió con la cabeza.
Juntos desaparecieron por la puerta que daba a la cocina.
—No juegues conmigo —dijo Arturo poniéndose en pie mirando con odio a Ernesto.
Javi se incorporó y se acercó a ellos.
—Chicos, chicos —dijo moviendo efusivamente las manos en un inútil intento de apaciguarlos.
—¿Vas a pegarme? —preguntó Ernesto abriendo los brazos—. ¿Cómo le pegas a Marta? ¿También le pegas a los niños?
—Voy a matarte —gruñó Arturo dándole un fuerte empujón.
Ernesto retrocedió un par de pasos antes de conseguir recuperar el equilibrio.
—No os peleéis —dijo Javi—. Parad ya.
—Tú no te metas —dijo Arturo. Lanzó su puño y lo estrelló en la mandíbula de Javi, que cayó de espaldas al suelo. Gimió de dolor.
—¡Maldito cabrón! —gritó Ernesto. Saltó sobre Arturo y ambos rodaron por el suelo. Lo golpeó con fuerza sin fijarse donde le daba. Sólo quería hacerle daño. Pararon de girar y Ernesto consiguió colocarse a horcajadas sobre el pecho de Arturo. Le dio un fuerte puñetazo en la cara. Luego otro.
Cuando le iba a lanzar el tercero se oyó un fuerte grito desde algún lugar remoto de la casa.
Ernesto se quedó inmóvil, escuchando. Bajo él, Arturo se retorcía intentando liberarse. Ernesto lo soltó y se levantó tambaleándose.
—¿Dónde está Marta? —preguntó.
—¿A ti que te importa? —dijo Arturo intentando incorporarse. Se quedó sentado en el suelo—. Déjanos en paz a mi familia y a mí.
Ernesto lo ignoró y caminó hacia la oscuridad que reinaba en el pasillo. Se asomó a la puerta. El silencio parecía absoluto. Pero no lo era. Ernesto estaba seguro de que había oído algo y tenía la sensación que, entre todo ese ruido ambiental, prácticamente inaudible, había un sonido fuera de lugar. Pero no lograba identificarlo.
—Te lo advierto —dijo Arturo a su espalda—. Y es la última vez que te lo digo. ¡Aléjate de Marta!
—¡Silencio! —dijo Ernesto. Cerró los ojos y se concentró todo lo que fue capaz. Había algo, sí, pero, ¿qué era?
—Eres un puto cretino —dijo Arturo.
—¡Que te calles! —gritó Ernesto mirándolo furioso. Arturo retrocedió atemorizado. Javi se dolía del golpe en un rincón.
Ernesto volvió a cerrar los ojos y se concentró en separar los distintos sonidos que percibía. El aire, la lluvia, el crujido de los cimientos y algo más.
Abrió los ojos y se volvió asustado.
—Está llorando —dijo.
Arturo y Javi lo miraron incrédulos.
—Se oye un niño llorando —explicó Ernesto—. Vamos.
Salió corriendo por el pasillo. Javi lo siguió de inmediato. Arturo se lo pensó un poco más, pero finalmente también salió corriendo tras él.
Se guiaron por el sonido, cada vez más fuerte, del llanto y no tardaron en llegar hasta Rodolfo.
El niño estaba inclinado sobre el desfallecido cuerpo de su madre. Lloraba amargamente e intentaba despertarla.
—¡Marta! —gritó Arturo corriendo hacia su mujer.
Ernesto se quedó paralizado mirando lo que había en el suelo.
Javi se apresuró a ayudar a Arturo a incorporar a Marta, que seguía sin reaccionar.
Ernesto se agachó a observarlo de cerca. Un profundo escalofrío recorrió todo su cuerpo.
Marta abrió lentamente los ojos.
—¿Qué ha pasado, cariño? —preguntó Arturo.
Rodolfo permanecía llorando en silencio apoyado contra la pared.
—Santiago —murmuró Marta.
—¿Dónde está? —gritó Arturo.
Ernesto cogió la zapatilla del suelo y se la mostró.
—¿Esto es de tu hijo? —preguntó.
Arturo contempló la zapatilla cubierta de sangre y un horrible alarido escapó de su garganta.
Desde la escalera se oyeron unos pasos apresurados acercándose.
—Santiago, ¡no puede ser! —murmuró Arturo arrebatándole la zapatilla a Ernesto—. Esto tiene que ser una broma.
—¿Eso es sangre? —preguntó Javi con voz temblorosa.
Ernesto se arrodilló junto al niño.
—Rodolfo, ¿dónde está tu hermano?
Rafael llegó corriendo, seguido de Víctor.
—¿Qué ha pasado? —preguntó—. Hemos oído gritos.
El niño miró a Ernesto. Sus ojos, brillantes por las lágrimas que no dejaban de manar, se veían apagados, como si el niño hubiera perdido las ganas de vivir.
—Dime que ha pasado —insistió Ernesto.
—¡Deja a mi hijo! —gritó Arturo dándole un fuerte empujón. Ernesto cayó bruscamente sobre el suelo.
—Papá —dijo el niño extendiendo las manos.
Arturo lo cogió en brazos y volvió junto a Marta.
El niño ocultó el rostro en el hombro de su padre y continuó llorando en silencio.
—Santiago —volvió a decir Marta—. Dios mío, mi hijo.
—¿Qué ocurre aquí? —preguntó Rafael nervioso. Su mano acariciaba, inconscientemente, la cartuchera de su revólver.
—No sabemos dónde está mi hijo —explicó Arturo. Miró de reojo la zapatilla ensangrentada que aún sostenía en su mano.
—¿Eso es sangre? —preguntó Víctor señalando la deportiva.
Rafael se estremeció al verla. Había mucha sangre en esa zapatilla. Se apresuró a desenfundar su revólver.
—Mantengamos la calma —ordenó—. ¿Cuándo habéis visto al niño por última vez?
—Fue al baño con su hermano —dijo Arturo. Su voz sonaba bastante serena a pesar de lo ocurrido.
—Bien —Rafael se acercó a Rodolfo, que permanecía con el rostro oculto sobre el hombro de su padre—. ¿Qué paso, hijo?
El niño emitió un breve gruñido de protesta y continuó llorando.
—No quiere hablar —dijo Arturo.
Marta se incorporó dolorosamente.
—Mi hijo —exclamó—. ¡Quiero que vuelva mi hijo!
—Lo encontraremos, señora —la tranquilizó Rafael—. Le recuerdo que me dedico a estas cosas.
—¿Qué propones? —preguntó Ernesto, aun en el suelo.
—Tenemos que dividirnos en equipos de búsqueda. El niño tiene que estar aún en la casa.
—Pero, ¿crees que está vivo? —preguntó Javi—. Toda esa sangre…
Marta lanzó un agónico lamento.
—Hay que pensar en positivo —dijo Rafael—. Lo prioritario ahora es encontrarlo. Arturo, tú y Marta buscad por esta planta. No dejéis ni un hueco sin registrar.
Arturo asintió. Se levantó y en seguida ayudó a Marta a ponerse en pie.
—Javi, ve a la planta baja e informa de lo ocurrido a Hugo y Silvia. Que te ayuden a comprobar que no está escondido por allí.
Javi asintió y sin decir nada se alejó corriendo hacia las escaleras.
—Víctor y Ernesto venid conmigo. Nosotros buscaremos por la segunda planta —dijo Rafael caminando ya con Víctor, también hacia las escaleras.
Ernesto asintió y se apresuró a ponerse en pie. Les alcanzó corriendo.
—¿Crees que ha sido Ramón Cardona? —le preguntó a Rafael.
—No sé qué demonios le habrá pasado al crio, pero toda esa sangre en la deportiva… —dijo esforzándose por subir corriendo los escalones—. No me da buena espina.
Llegaron a la segunda planta. La oscuridad era casi total. Ernesto activó la aplicación “linterna” de su móvil.
—Buena idea —dijo Víctor imitándole.
Caminaron por el largo pasillo, deteniéndose ante cada una de las puertas que encontraban, para registrar todos los rincones. No había rastro del niño.
Siguieron buscando un buen rato, hasta que estuvieron convencidos de que el pequeño Santiago no se encontraba en esa planta.
—Bajemos a ver cómo les ha ido a los otros —propuso Rafael.
Se oyó un golpe sobre sus cabezas.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó Víctor alumbrando el techo con su móvil.
—Mira ahí —dijo Ernesto. Dirigió el haz de luz hacía una trampilla que había a un par de metros sobre sus cabezas.
—Un desván —sugirió Rafael. Agarró la pequeña cuerda que hacía de tirador y abrió la trampilla. Una escalera plegable se extendió hacia ellos.
—Ten cuidado —dijo Ernesto.
Rafael asintió en silencio y, con el revólver en alto, subió por la escalera.
Víctor y Ernesto le siguieron alumbrando lo máximo posible.
El desván era un enorme espacio diáfano de la amplitud de toda la planta. Tenía multitud de columnas por todos lados que impedían asegurar que no hubiera nadie allí escondido.
Los tres hombres caminaron lentamente, buscando algún rastro del niño. Rafael apuntaba su revólver contra cualquier sombra que se moviera.
—Aquí no hay nadie —dijo Víctor.
—¡Allí! —gritó Rafael señalando con el revólver hacia la oscuridad que reinaba al fondo del desván—. He visto algo moverse.
Salió corriendo penetrando en las sombras.
Ernesto y Víctor se miraron un instante, para a continuación seguir al policía intentando alumbrarle el camino.
Se detuvieron cuando llegaron a la pared más lejana.
—Aquí no hay nadie —repitió Víctor.
—Sí —asintió Rafael—. Bajemos a ver si los demás han tenido más suerte.
Entonces los sobresaltó el fuerte ruido que hizo la trampilla al cerrarse. Corrieron hasta lo que era su única salida y forcejearon para intentar abrirla.
—La han cerrado desde fuera —dijo Rafael.
Víctor aporreó con todas sus fuerzas la trampilla. La madera crujió con la vibración de sus golpes.
—Es inútil —dijo Ernesto agarrándolo de un brazo para detenerlo—. Sólo vas a conseguir hacerte daño.
Víctor se lo pensó un instante y después asintió resignado.
—Pero tenemos que salir de aquí —dijo.
—Claro que sí —asintió Ernesto—. Pero con cabeza.
Buscó a Rafael con la mirada solicitando apoyo.
El policía se acercó a ellos.
—Ernesto tiene razón —dijo—. Si te haces daño no nos serás de ayuda.
Víctor gruñó y dio un nuevo golpe a la trampilla. Después se levantó y caminó por el desván.
—¿Quién nos ha encerrado? —preguntó—. ¿Ramón Cardona?
Rafael sacó la fotografía que había encontrado en el cadáver de Carlos.
—Es nuestro principal sospechoso.
—Debemos avisar a los demás —dijo Ernesto—. Me da igual que cunda el pánico, tienen derecho a saber que hay un loco en la casa que amenaza con acabar con todos nosotros.
Rafael comenzó a murmurar algo, pero se lo pensó mejor y se limitó a asentir con la cabeza.
—De acuerdo —dijo—. Pero lo primero es conseguir salir de aquí.