6. Isola La Vacca.
—¿Dónde estarán los demás? —preguntó Víctor.
Estaban en la cubierta del Caronte observando el fascinante paisaje que formaba el océano frente a ellos.
—¿Creéis que ya estarán en la isla? —insistió.
—A lo mejor no vienen —sugirió Silvia—. Puede que seamos los únicos.
—¿Y qué más da? —dijo Hugo repitiendo lo que ya había dejado claro en el desayuno—. No los necesitamos para pasarlo bien.
—¿Y ese tal “B”? —preguntó Arturo—. ¿No tendría que estar aquí?
—Estará en la isla preparándolo todo —dijo Marta. Luego añadió: —. Supongo.
—Claro que sí —dijo Hugo—. De momento se lo ha currado con el vuelo y este magnífico barco. Seguro que la casa es una pasada.
Rodolfo y Santiago jugaban corriendo por la cubierta.
—¡Niños! —los reprendió su padre—. A ver si os vais a caer por la borda. Venid aquí.
Ernesto permanecía en silencio, mirando el horizonte que lentamente iban dejando atrás.
Marta se apoyó en la barandilla a su lado.
—¿Piensas en ella?
Ernesto se sobresaltó al escuchar su voz. Luego la miró y sonrió.
—Me engañó con mi mejor amigo.
—Vaya —exclamó Marta—. No sé qué decir en situaciones así. Parece que hoy el tema principal son las infidelidades.
—No hace falta que digas nada —dijo Ernesto—. Te agradezco de verdad que te preocupes por mí.
—Eres un buen hombre. Si ella no lo ve así no te merece. Lo digo en serio.
—Aunque sea verdad eso no calma el dolor que siento en mi pecho.
—Lo siento —Marta le cogió las manos—. Si hay cualquier cosa que pueda…
—¡Marta! —oyeron gritar a Arturo. Ella le soltó las manos asustada—. Ven, Marta. Pon en vereda a tu hijo.
—Tengo que irme —dijo antes de salir corriendo.
—Gracias, Marta —murmuró Ernesto, aun sabiendo que la mujer no le podía oír.
Marta llegó corriendo a donde estaba su marido, que señalaba nervioso el palo mayor de la goleta. Subido a lo más alto estaba Rodolfo gritando de alegría.
—¡Dios mío! —gritó Marta al ver a su hijo suspendido a tanta altura—. ¡Rodolfo! ¡Baja ahora mismo!
—¡Tierra a la vista! —gritó el niño señalando hacia el horizonte—. ¡Mamá! ¡Papá! ¡Veo tierra!
—¡Que bajes! —gritó Arturo—. Como no bajes ahora mismo…
—Déjame a mí —le dijo Marta—. Si lo asustas será peor.
A regañadientes, Arturo retrocedió sujetando firmemente de la mano al pequeño Santiago.
—¡Hijo! —gritó Marta—. Por dios, baja ahora mismo de ahí.
—No pasa nada, mamá —gritó Rodolfo riendo—. ¡Mira! Soy un pirata.
—Por favor, hijo. Hazlo por mí. Baja ya.
—Vale —dijo refunfuñando como había hecho su padre hacía tan sólo unos instantes. Lentamente comenzó a descender por la escala de cuerda.
«Se parece tanto a Arturo» pensó Marta mientras temerosa le observaba bajar trepando como un mono.
Por fin llegó al suelo. Marta se lanzó hacia él rodeándolo con sus brazos. Lo besó repetidamente.
—No lo vuelvas a hacer —le dijo—. Me has dado un susto de muerte.
—He visto tierra —dijo Rodolfo—. Ya llegamos.
Marta lo cogió en brazos y se acercó a la barandilla. A lo lejos, entre una espesa neblina, distinguió la silueta irregular de una montaña.
—¡Mirad! —señaló a los demás.
—Isola La Vacca —anunció el joven Giovanni riendo—. L’isola della morte.
Javi palideció.
—Perché la cosiddetta? —le preguntó al grumete.
Giovanni se limitó a reír, alzando los hombros. Después se fue corriendo para reunirse con su capitán.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Víctor.
Javi señaló la tierra que, cada vez más, iba apareciendo ante ellos.
—La ha llamado la isla de la muerte.
—¿Por qué? ¿Acaso la llaman así? —preguntó Rafael.
—No lo ha dicho.
En el cielo, las nubes retumbaron con un estruendoso trueno. La claridad del día había desaparecido casi por completo, pese a no ser aun mediodía. Cayó una gota, precediendo la inminente tormenta. Luego otra.
Cuando llegaron a la isla, la lluvia caía con fuerza sobre ellos.
Desembarcaron en un destartalado embarcadero de madera que parecía que fuese a derrumbarse en cualquier momento.
El joven grumete, Giovanni, se despidió de todos alegremente y el capitán, tras un leve gesto de conformidad con la cabeza, les recordó que volvería el lunes a por ellos e hizo virar el Caronte para separarlo del muelle.
—Bueno, pongámonos en marcha —propuso Víctor—. Con este tiempo, cuanto antes lleguemos a la casa, mejor.
Todos estuvieron de acuerdo y comenzaron a caminar por el único camino que vieron. Era un sendero estrecho, que por su aspecto no debía de ser muy transitado. Cruzaba una pequeña arboleda para enseguida ascender por una enorme colina. A lo lejos, en la cima, se veía la silueta de un enorme edificio. Por lo demás la isla parecía desierta.
—Tiene que ser ahí —dijo Hugo señalando el edificio.
—Si —dijo Ernesto—. No se ve ninguna otra casa por aquí.
Por lo que podían ver, Isola La Vacca era una isla inhóspita. La vegetación era casi inexistente, de no ser por la pequeña arboleda que tenían enfrente, se podría haber dicho que estaban sobre una enorme roca. Tampoco parecía haber gente cerca, ni rastro de que por allí hubiera pasado nadie en mucho tiempo.
Caminaron deprisa, intentando en vano no empaparse con la lluvia. No tardaron en llegar a la arboleda. Se detuvieron de improviso, estupefactos por lo que veían.
—Mamá, ¿qué les pasa a los árboles? —preguntó Santiago.
—Están muertos —exclamó Javi.
Miraron en silencio aquel tétrico espectáculo que formaba las formas esqueléticas de los grisáceos árboles que tenían delante. No se veía ni un solo brote verde, ni una hoja, nada que indicará que la muerte no se hubiera apoderado del lugar.
—L’isola della morte —susurró Javi—. Así la llamó el grumete. Ahora sabemos por qué.
En el cielo un relámpago centelleó iluminándolos un instante.
—Sigamos —dijo Ernesto—. Serán mejor ponernos a cubierto antes de que la tormenta vaya a peor.
—Estoy de acuerdo —dijo Rafael—. Vámonos ya.
Siguieron el camino dejando atrás la perecida arboleda y ascendieron la colina. Fue un trayecto complicado. El sendero pedregoso se había vuelto peligrosamente resbaladizo con la lluvia. Marta tiraba de su hijo mayor, sin soltarle en ningún momento la mano. Arturo llevaba al pequeño Santiago en brazos. Entre Rafael y Víctor ayudaron a Silvia, agarrándola cada uno de un brazo, para evitar que cayera rodando colina abajo.
Ninguno tenía ganas de hablar. Estaban cansados y empezaban a arrepentirse de haber hecho ese viaje. ¿Quién demonios habría organizado una reunión de antiguos alumnos en un lugar como ese? ¿Y donde estaban el resto de los que eran sus compañeros de clase?
Había muchas preguntas sin respuestas, pero a esas alturas del viaje lo mejor era continuar adelante y ver en que desembocaba todo.
Llegaron a la cima de la colina y se encontraron frente a una enorme casa de tres pisos. Las paredes blancas se habían tornado algo grisáceas con el paso del tiempo y unos viejos postigos de madera cerraban todas las ventanas. Ocho pequeños escalones daban acceso a la puerta principal.
Ernesto se adelantó y pulsó el timbre. No sonó.
Miró al resto del grupo pidiendo consejo.
—Prueba si está abierta —propuso Hugo.
Ernesto giró el picaporte, pero la puerta no se movió.
—Está cerrada con llave.
—Pues algo habrá que hacer —dijo Marta—. No podemos quedarnos aquí bajo la lluvia.
Ernesto golpeó la puerta con el puño.
—¡Hola! ¿Hay alguien?
Rafael se acercó sacando su revólver.
—Déjame a mí.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Ernesto alarmado—. No podemos entrar a la fuerza.
—¿Por qué no? —dijo Rafael. Apuntó el revólver a la cerradura de la puerta—. Tenemos aquí dos niños y una embarazada. No pueden pasar la noche a la intemperie. De ninguna manera.
Ernesto asintió. El policía tenía razón.
—De acuerdo —dijo. Entonces notó un temblor en el bolsillo de su pantalón. Sacó el móvil—. ¡Espera!
Rafael lo miró sorprendido.
—¿Qué pasa?
—Me ha mandado un mensaje —le mostró el móvil—. Mira.
Rafael leyó lo que ponía en la pantalla:
Bajo la tortuga.
“B”
—¿Qué demonios significa esto? —exclamó Rafael—. ¿Una tortuga?
—¿Qué ocurre? —preguntó Javi.
—¿Vamos a entrar o no? —preguntó Silvia.
Ernesto les explicó lo del mensaje.
—Es lo mismo que con el barco —comentó Marta—. Ahora tenemos que buscar una tortuga.
—¿Seguimos con el juego? —preguntó Rodolfo emocionado.
—Yo quiero hacer la gicama —dijo Santiago revolviéndose para que su padre lo bajara al suelo.
—Se dice gincana —le corrigió Arturo depositándolo cuidadosamente en el suelo—. Y no está el tiempo para hacer el tonto por ahí.
—Yo sé dónde está la tortuga —dijo de pronto Rodolfo.
Todos los miraron sorprendidos.
—Pero, ¿qué dices hijo? —dijo Marta arrodillándose para quedar a la altura del niño—. Esto no es cosa de broma.
—No es broma —dijo Rodolfo—. Esta prueba ha sido más fácil que la de encontrar el barco.
—¿Dónde está? —preguntó Ernesto acercándose a él.
Rodolfo señaló hacía una esquina de la casa. Sobre la barandilla de una pequeña terraza vieron una estatuilla con forma de tortuga.
—Eres un genio, hijo —exclamó Marta besando al niño en la frente.
—¿He vuelto a ganar? —preguntó.
—Claro que sí.
Ernesto y Rafael corrieron hasta la estatuilla de la tortuga. Rafael la levantó.
—Una llave —dijo, cogiéndola y alzándola para que todos la vieran.
—¿Será la de la puerta? —preguntó Hugo.
—Pruébala —le animó Víctor.
—Sí —dijo Silvia—. Necesito cambiarme de ropa, estoy empapada.
—Todos lo estamos —dijo Rafael acercándose a la puerta. Metió la llave en la cerradura.
Una sensación de alivio les invadió a todos cuando oyeron el clic del cerrojo descorriéndose. La puerta se abrió con un profundo gemido. Entraron en la casa.