3. Marta Rivas.
—¿No están tardando mucho esos críos? —medio gruñó Arturo.
Marta asintió en silencio. Sabía por la experiencia que no era bueno incitar los crueles pensamientos de su marido y estaba segura de que ahora mismo estaban pasando miles de castigos por su mente. Castigos dolorosos.
—Iré a buscarlos —propuso sin levantar mucho la voz. Tampoco era buena idea hablarle con un tono muy alto.
Arturo asintió.
—Tráelos aquí en seguida —ordenó.
Marta se levantó y salió por la misma puerta por la que habían desaparecido sus hijos.
Comenzó a correr en cuanto tuvo la seguridad de que su marido ya no la podía ver. Era muy importante mantener la calma delante de él, pues bastante se encendía por si solo como para que ella echara más leña al fuego.
Estaba completamente segura de que los niños recibirían una buena paliza. Eso por descontado. Su deber, como madre, era intentar apaciguar un poco a Arturo y Marta creía saber cómo hacerlo. Naturalmente no les pegaría delante de los demás, sino que esperaría a que se fueran al dormitorio a pasar la noche. Así que lo que tenía que hacer era conseguir que se olvidara del asunto antes de la hora de irse a dormir.
«Fácil» pensó para intentar convencerse. Lo que se proponía era una tarea prácticamente imposible. Lo más seguro fuera que recibiera ella también una buena serie de golpes.
Llegó hasta la puerta del baño. Estaba cerrada. Probó el picaporte y oyó el clic del bombín al moverse. No habían echado el pestillo.
—¿Niños? —dijo mientras empujaba la puerta para entrar—. ¿Por qué tardáis tanto? Vuestro padre…
Enmudeció de golpe. El baño estaba vacío.
—¿Rodolfo? ¿Santiago? —llamó.
No obtuvo respuesta.
Se asomó de nuevo al pasillo. No se oía nada aparte del constante murmullo de las distintas conversaciones procedentes del salón. Pensó en ir a pedir ayuda, pero luchó consigo misma para quitarse la idea de la cabeza. «Seguramente sólo estarán jugando».
«No les ha pasado nada» se dijo a sí misma «Los encontraré e intentaremos que Arturo no se entere de que se han ido por ahí a jugar»
Se repitió una y otra vez que tan sólo estaban jugando. Necesitaba convencerse. Necesitaba espantar el horrible pensamiento que le rondaba la cabeza de que algo horrible había sucedido.
Cuando llegó al pie de la escalera escuchó un ruido procedente de la planta de arriba. Sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Parecía el llanto de un niño.
Subió los peldaños de dos en dos, rezando silenciosamente por encontrar a sus pequeños sanos y salvos.
Cuando alcanzó el rellano escuchó una voz infantil:
—Santiago —decía entre sollozos—. ¿Dónde estás? ¡Santiago!
—¡Rodolfo! —gritó Marta. Corrió por el oscuro pasillo hacia una tenue luz que brillaba por el resquicio de lo que parecía una puerta.
—¡Rodolfo! —gritó de nuevo.
La puerta se abrió lentamente y poco a poco el pasillo comenzó a iluminarse con la luz que salía del interior del cuarto. Marta entrecerró los ojos deslumbrada de pronto por la brillante luminosidad. Frente a ella comenzó a vislumbrar una silueta que se acercaba pausadamente hacia ella.
—¿Mamá? —la llamó Rodolfo llorando.
—Estoy aquí hijo —dijo Marta lanzándose a los brazos del pequeño. Sólo entonces se dio cuenta de que estaba solo—. ¿Dónde está tu hermano?
Rodolfo bajo la cabeza. Todo su cuerpo tembló bruscamente y el suave llanto se convirtió en un amargo lamento.
Marta lo cogió por los hombros y lo zarandeó.
—¿Dónde está? —gritó.
Rodolfo era incapaz de pronunciar más que ininteligibles palabras diseminadas entre agudos sollozos. La miró con los ojos cubiertos de lágrimas.
Marta sintió la humedad que empezó a surgir de sus propios ojos.
—¿Dónde está? —repitió. La voz le temblaba. Dentro de poco sería tan incapaz de hablar como su hijo.
Rodolfo negó con la cabeza.
—Desapareció —logró decir antes de estallar en un nuevo arranque de lamentos y sollozos.
Esa única palabra atravesó el pecho de Marta como si de un afilado puñal se tratara. Abrazó nuevamente a su hijo mayor.
—Lo encontraremos —murmuró—. Seguro que está jugando por aquí cerca. Ya verás cómo lo encontramos.
El niño volvió a temblar entre sus brazos. Dijo algo que Marta no entendió.
De pronto comenzó a retorcerse, intentando soltarse de su abrazo. Comenzó a gritar:
—No está, no está, no está…
—¿Qué te pasa? Rodolfo, por favor.
—…no está, no está…
Entonces, Marta se dio cuenta de que su hijo sostenía algo en su mano. Aunque no podía distinguir bien lo que era.
—¡Rodolfo! —le gritó sujetándolo firmemente por los hombros—. ¡Basta!
El niño dejó de gritar y la miró como si hubiese recibido un fuerte golpe en el estómago.
—¿Qué llevas ahí? —preguntó Marta señalando el objeto que sujetaba su hijo.
Rodolfo lo alzó a la luz para que pudiese verlo.
Era una zapatilla de deporte Adidas, blanca con tres barras rojas en un lateral. La zapatilla de Santiago y estaba completamente cubierta de sangre.
Marta se desmayó.