7.     Huida del desván.

 

Ernesto, Rafael y Víctor se dieron por vencidos. Nunca conseguirían abrir la trampilla para salir del desván.

Los demás debían seguir buscando al niño desaparecido pues ninguno había subido todavía a la segunda planta a ver por qué tardaban tanto en bajar.

Esa era la única esperanza que les quedaba, que alguno de los que estaban abajo, percatándose de su ausencia, fuera a buscarlos.

Estaban los tres sentados alrededor de la trampilla, en completo silencio. Se sentían algo estúpidos por haber permitido que los atraparan de esa forma tan ingenua. Sobre todo, Rafael.

Habían perdido la noción del tiempo y la espera se les estaba haciendo eterna.

Hasta que escucharon el grito.

—¡Es Silvia! —exclamó Rafael poniéndose en pie de un salto. Comenzó a golpear con todas sus fuerzas la trampilla, sin dejar de gritar el nombre de su esposa.

Ernesto lo sujetó con fuerza para detenerlo.

—Así no vas a conseguir nada —le dijo.

—Esa que ha gritado es mi mujer —la mirada de Rafael reflejaba un profundo miedo—. Ese grito…, algo le ha pasado.

—Tiene que haber una forma de salir de aquí —dijo Víctor—. Tenemos que haber pasado algo por alto, una ventana o algo así.

—Busquemos otra vez —propuso Ernesto.

Los tres hombres se separaron, cada uno hacia una esquina distinta del desván, y comenzaron a examinar detenidamente las paredes.

Ernesto alumbraba con su móvil centímetro a centímetro, recorriendo detenidamente la pétrea superficie. No había ni ventanas ni nada parecido.

Entonces oyó un ruido, muy suave, como de algo rozando. Se detuvo de golpe y prestó atención intentando percibirlo de nuevo. ¡Ahí estaba!

Era algo parecido al roce que hace el calzado cuando arrastras los pies. Aunque sonaba algo irregular, como una especie de cojera. Y parecía venir de detrás de la pared.

—Rafael —llamó nervioso—. Víctor. Venid aquí.

Los dos hombres le miraron sorprendidos y se acercaron corriendo.

—¿Qué pasa? —preguntó Rafael.

Ernesto se llevó un dedo a los labios pidiendo silencio.

—Escuchad —susurró.

Apoyaron, los tres, sendas orejas contra la fría piedra y aguardaron en silencio. No tardó mucho en oírse de nuevo el extraño roce.

—¿Qué es? —preguntó Víctor.

—No estoy seguro —dijo Ernesto—. Pero creo que hay algo tras este muro. Un pasillo o algo así.

—No puede ser —negó Rafael—. No hemos visto ningún otro acceso a esta planta aparte de la trampilla. Si fuera verdad que hay un pasillo ahí, se llegaría desde este desván.

—Entonces busquemos la puerta —exclamó Ernesto.

—Está bien —accedió Rafael—. No tenemos nada mejor que hacer.

Decidieron repartirse la pared en tres partes y cada uno de ellos comenzó a estudiar detenidamente su sección correspondiente.

Ernesto deslizaba su mano por la superficie, deteniéndose en cada fisura que encontraba.

Cuando se estaba desmoralizando sintió una débil corriente de aire emanar de una de ellas.

—¡Chicos! —gritó emocionado.

Rafael y Víctor se sobresaltaron por el inesperado grito de Ernesto. Acudieron corriendo a reunirse con él.

—Tocad aquí —les dijo.

El policía fue el primero en apoyar la mano donde le indicaba. Su rostro se iluminó al sentir el frío que salía de la fina ranura.

—¡Es aire! —exclamó.

—Sí —dijo Ernesto—. Esta es la prueba de que hay algo al otro lado de esta pared.

Víctor apoyó también su mano para comprobar de que hablaban.

—¿Creéis que esta es la puerta? —preguntó.

Rafael y Ernesto se miraron un instante.

«Podría ser» pensó Ernesto.

Sin pronunciar palabra comenzaron a tantear la pared, siguiendo la pequeña fisura hacia arriba y hacia abajo. Descubrieron que la fina ranura comenzaba a ras del suelo, subía unos dos metros para girar a la derecha más o menos otro metro y volver a descender totalmente hasta el suelo.

—Es una puerta —dijo Ernesto.

—Eso parece —dijo Rafael—. Pero, ¿cómo la abrimos?

—Tiene que haber una forma —dijo Víctor—. Debemos encontrarla.

Los tres hombres comenzaron a tantear todas las piedras que conformaban el interior de la zona limitada por la ranura.

—Es como en esas películas de castillos, que siempre hay pasadizos secretos —comentó Víctor.

—No me hagas reír —dijo Ernesto presionando sobre una y otra piedra—. Ahora sólo falta que digas que también hay fantasmas y hechiceros.

—No es momento de bromas —refunfuñó Rafael—. Concentraos en lo que hacéis. Tenemos que salir de aquí rápido. Puede que la vida de Silvia dependa de que lo hagamos.

—Lo siento —se disculpó Ernesto. De repente notó como la piedra, sobre la que tenía apoyada la mano, cedió hacia dentro de la pared—. Eh, esta se ha movido.

Rafael y Víctor estudiaron la piedra. Rafael la empujó con fuerza.

—Parece una piedra normal —dijo—. No se mueve.

—Pues os digo que se ha movido.

—Estar aquí encerrado está empezando a afectarte —dijo Víctor examinando otra piedra. Apoyó su mano sobre ella y se sobresaltó cuando notó que cedía hacia dentro—. ¡Se ha hundido! —gritó.

—Os lo dije —exclamó Ernesto.

—Rápido —dijo Rafael—. Comprobad todas las piedras. Tiene que haber una forma de abrir esta puerta.

Ni Víctor ni Ernesto comentaron el hecho de que Rafael ya asumía que efectivamente esa pared se trataba de una puerta. Sin decir nada se apresuraron a apretar todas las piedras.

Algunas se hundían, otras no, y la puerta permanecía cerrada.

—Tiene que haber una especie de patrón o algo así —propuso Víctor.

—¿Cómo lo que configuras para desbloquear el móvil? —preguntó Ernesto medio en broma.

Víctor asintió.

—Aunque si es así va a ser muy difícil descubrirlo. No tenemos ninguna pista.

—Quizás no haga falta —dijo Rafael.

Víctor y Ernesto miraron sorprendidos como se alejaba adentrándose en las sombras.

No tardó en volver. A duras penas, arrastraba una pesada viga de acero.

—La he visto antes cuando buscábamos una salida —explicó—. Si la podemos sujetar entre los tres podemos derribar la pared.

—Como si fuera un ariete —comentó Víctor sonriendo—. Es buena idea.

Entre los tres hombres levantaron la viga. Pesaba una barbaridad, pero consiguieron sostenerla.

—A la de tres —dijo Rafael.

Comenzó a contar. Golpearon con fuerza.

La pared tembló bruscamente, pero se mantuvo en pie.

—Otra vez —gritó Rafael.

Con el segundo golpe cayeron algunos fragmentos de roca al suelo. El aire se llenó de polvo.

Aporrearon seis veces más antes de abrir un pequeño boquete. Una brisa fresca lo atravesó golpeándoles en la cara y reanimando sus energías.

Al siguiente golpe la pared se hundió sin previo aviso. Saltaron para evitar que las piedras les cayeran encima.

—Por poco —dijo Ernesto suspirando—. Un poco más y nos hacen pedazos.

Rafael se asomó al agujero.

—Ernesto, tenías razón —dijo emocionado—. Es un pasillo.

Sin demorar más la espera, los tres hombres atravesaron el agujero y se adentraron en la oscuridad del recién descubierto pasaje.

Con el ansia de abandonar su encierro, ninguno de ellos pensó en la posibilidad de no ser los únicos allí dentro.