12. Fuego.

 

—¡El muy cabrón! —gruñó Ernesto—. Marta alúmbrame aquí.

Marta apuntó la luz de su móvil hacia el panel de madera. Rodolfo abrazado de su cintura lo observaba en silencio.

Ernesto retrocedió un paso y golpeó con fuerza la madera con la planta de su pie. Le tuvo que dar tres patadas más para echarla abajo.

—¡Vamos! —gritó—¡Salgamos de esta maldita isla!

Regresaron por el mismo camino que habían seguido para buscar a Rodolfo. Poco a poco el pasillo se empezó a llenar de humo.

—Fuego —dijo Ernesto.

—¡Dios mío! —exclamó Marta.

Ernesto cogió a Rodolfo en brazos y siguió corriendo. Marta le siguió haciendo un esfuerzo por mantener su ritmo.

Llegaron al panel de la habitación y Ernesto le cubrió los ojos a Rodolfo justo antes de atravesarlo. Ese niño ya había visto demasiadas muertes.

Pasaron entre los cadáveres de Hugo y Víctor. Marta le echó una última mirada a Arturo, ese hombre cruel que ya nunca más le pondría una mano encima. Ni a su hijo tampoco.

Ernesto hizo lo propio con Rebeca, que permanecía tal y como la habían dejado sobre la cama.

Salieron al pasillo y corrieron hacia la escalera. El humo subía formando una enorme columna desde la planta baja.

—Ese cabrón ha prendido fuego a la casa —dijo Ernesto, sacando el revólver de su bolsillo—. Nunca dejará que salgamos de aquí.

Dejó a Rodolfo en el suelo.

—No te sueltes de la mano de tu madre —le dijo.

El niño asintió y obediente cogió la mano de Marta.

—Por ahí no podremos bajar —dijo Ernesto señalando la escalera—. Seguidme.

Entró por la puerta que le quedaba más cerca y corrió hasta la ventana. La abrió y empujó con fuerza el postigo de madera.

La luz de la mañana inundó el dormitorio.

Miró hacia abajo. Había unos cuatro metros de altura, con un poco de suerte todo saldría bien.

—Tenemos que saltar —anunció cuando llegaron Marta y Rodolfo.

—Nos mataremos —dijo Marta.

—No, si lo hacemos bien. Yo saltaré primero. Fijaos en mí y haced lo mismo.

Ernesto, tras guardar nuevamente el arma, se encaramó sobre el alfeizar de la ventana y se descolgó por el exterior.

—Si os aguantáis así reducimos un poco la caída. Recordad doblar las piernas cuando lleguéis al suelo.

Se soltó y cayó rodando sobre la dura tierra. Se levantó. Le dolía un poco el tobillo izquierdo, pero por suerte no se había roto nada.

Las llamas alcanzaron la madera del suelo, que se derrumbó abriendo un enorme boquete en medio de la habitación.

Marta y Rodolfo gritaron.

—¡Marta! —gritó Ernesto llamándola—. Ayuda a Rodolfo.

Marta cogió a su hijo en brazos y lo ayudó a atravesar el hueco de la ventana. Ernesto los miraba atentamente desde abajo.

—¡Suéltalo! —gritó—. Lo cogeré, te lo juro.

Las llamas comenzaron a propagarse por todos los muebles del dormitorio. Marta y Rodolfo tosieron por la cantidad de humo que les rodeaba y salía por la ventana como si de una chimenea se tratara.

Marta soltó a su hijo, que cayó gritando aterrorizado.

Ernesto lo atrapó al vuelo. El peso del niño lo derribó y se desplomó en el suelo de espaldas.

—¿Estáis bien? —preguntó entre toses Marta.

—¡Sí! —respondió Ernesto poniéndose de nuevo de pie. Rodolfo miraba intacto hacía ella.

Marta se encaramó al alfeizar de la ventana, tal como había hecho Ernesto y se colgó como le había dicho que hiciera.

—Bien, Marta —la animó Ernesto—. Ahora suéltate. Yo amortiguaré la caída.

Algo explotó en la habitación y una bola de fuego le azotó la cara. Salió despedida hacia atrás cayendo de espaldas. Gritó.

Ernesto se lanzó saltando hacia ella y consiguió sujetarla justo antes de que golpeara el suelo. Rodaron cuesta abajo un par de metros.

Rodolfo corrió hacia ellos.

—¡Mamá! —gritó.

Marta se levantó con lágrimas en los ojos.

—Estoy bien —dijo abrazando a su hijo.

El niño le devolvió el abrazo.

Ernesto la miró.

—¿Estás bien? —preguntó.

Marta asintió.

—Vámonos de aquí.

Algunas ventanas de la casa estallaron con un fuerte ruido. Grandes llamaradas se dejaban ver por diversos huecos. El techo se desplomó haciéndolo temblar todo.

Ernesto, Marta y Rodolfo se alejaron en dirección al puerto.