1.      La fotografía.

 

Estaban sentados frente al chispeante fuego de la chimenea. Tras un par de intentos, Víctor había conseguido encenderla usando la leña que, cuidadosamente, alguien había colocado en su interior, como si hubieran supuesto que necesitarían entrar en calor.

No había nadie en la casa, lo habían comprobado registrándola a conciencia.

Era una casa antigua, pero no le faltaba nada para que resultara acogedora. Había seis habitaciones repartidas en los dos pisos superiores. La planta baja estaba distribuida por un enorme salón comedor, donde estaba la chimenea, una cocina completamente equipada y un enorme cuarto de baño, con bañera de jacuzzi incluida. Había también dos pequeños aseos, uno en cada una de las plantas.

—Tiene que tratarse de una broma —dijo Víctor mirándolos a todos.

Habían sustituido las ropas mojadas por mudas limpias y ahora, algo más tranquilos, tenían que decidir que iban a hacer a continuación.

—Yo no opino lo mismo —comentó Rafael. Estaba sentado en un mullido sofá con Silvia en el regazo. Se cogían tiernamente de la mano—. En mi trabajo veo casi de todo y esto que está pasando aquí es demasiado extraño. Un anfitrión desconocido que se ha gastado un dineral en reuniros en este lugar. ¿Por qué motivo? Eso es lo que debemos averiguar.

—El motivo ya lo sabemos —dijo Hugo—. La reunión de antiguos alumnos.

—¡No digas tonterías! —reprochó Javi—. Si esto es una reunión de antiguos alumnos, ¿dónde están todos?

—Sí —dijo Rafael—. Esto es otra cosa.

—¿Qué piensas tú que pasa aquí? —preguntó Arturo. Tenía a su hijo Santiago en el regazo. Es pequeño se había quedado dormido—. Tu eres el policía. ¿Tienes alguna idea?

Rafael negó con la cabeza.

—Lo más importante es mantener la calma y permanecer unidos. No hay porque pensar que estamos en peligro, pero más vale no confiarnos por si acaso.

—¿En peligro? —dijo Marta. Rodolfo se agarraba a ella apoyando la cabeza en su hombro—. ¿Crees que estamos en peligro?

—No hay forma de saberlo, por eso digo que es mejor prevenir.

Todos estuvieron de acuerdo.

Ernesto permanecía sentado en una silla, algo apartado del grupo. Manipulaba su móvil muy concentrado.

—Lo que sí sabemos es que el barco no volverá hasta el lunes. Estamos atrapados en esta isla —continuó Rafael—. Aunque pudiéramos pedir ayuda, el tiempo está empeorando por momentos y no creo que pudiera venir nadie a buscarnos, así que tenemos que asimilar que nos pasaremos todo el fin de semana aquí.

Asintieron.

—Mirad esto —dijo Ernesto acercándose a ellos. Llevaba la mano levantada para que todos pudieran ver la pantalla de su teléfono móvil.

—¿Qué ocurre? —preguntó Hugo.

Todos se acercaron a ver que les mostraba.

—Los mensajes que me ha enviado ese tal “B” —explicó Ernesto—. No se me había ocurrido hasta ahora, pero he pensado que quizás podía llamarle.

—No es mala idea —dijo Rafael—. Pero debes pensar bien en lo que le vas a decir. Intentar no enfadarlo, ya me entiendes. No sabemos que pretende y sería como jugar con fuego.

—Sí —dijo Víctor—. Vamos a llamar a ese tío para que nos expliqué porque nos ha traído a todos aquí.

—No me habéis entendido —Ernesto señaló efusivamente la pantalla de su móvil. Mostraba el último mensaje recibido y en el lugar donde debería aparecer el número de teléfono del emisor únicamente aparecía la palabra “DESCONOCIDO”—. No sale el número.

—No sabía que se podían enviar mensajes sin que se vea el número—comentó Silvia.

—Se puede, pero no desde un teléfono —explicó Javi.

—¿Quieres decir que me enviaba los mensajes desde otro dispositivo? —preguntó Ernesto.

—Desde un ordenador —dijo Javi—. Es la única forma en que se puede hacer. Aunque configuraras el móvil para que no envíe la ID de la llamada, eso no funciona con los mensajes. Hay páginas de internet en las que puedes enviar mensajes sin mostrar tu identidad. Ese tal “B” tiene que saber bastante de informática.

En ese momento oyeron unos golpes desde la puerta principal.

Se levantaron asustados.

—¿Quién debe ser? —preguntó Marta sin soltar a su hijo mayor.

—Será nuestro misterioso anfitrión —dijo Hugo—. Con un poco de suerte ahora comenzará la fiesta.

—Solo hay una forma de averiguarlo —dijo Rafael desenfundando su revólver.

Volvieron a llamar a la puerta.

Rafael se encaminó hacia la entrada de la casa, con el cañón del revólver apuntando al suelo. Ernesto y Víctor le siguieron manteniendo una distancia prudente, mientras los demás se quedaron observando, desde el salón, como desaparecían por el pasillo que llegaba hasta el recibidor.

Los golpes en la puerta se repitieron.

—¿Quién es? —preguntó Rafael alzando la voz para hacerse oír desde el exterior.

Cómo respuesta, solo recibieron una nueva serie de golpes contra la sólida madera de la puerta.

—Ten cuidado —susurró Ernesto cuando vio que Rafael ponía su mano sobre el picaporte.

Rafael lo miró un instante y asintió con la cabeza. Abrió la puerta de un tirón.

Vieron un hombre alto, fuerte, con el pelo moreno, algo largo, todo revuelto y cubriéndole los ojos. Iba todo cubierto de sangre.

Rafael le apuntó con el revólver.

—No se mueva —ordenó.

El hombre miró fijamente el arma. Luego su vista fue más allá del policía para centrarse en Ernesto.

—Rebeca… —murmuró. Después cayó inerte al suelo.

—¿Carlos? —exclamó Ernesto acercándose al hombre que ahora permanecía boca abajo frente a ellos.

—¿Lo conoces? —preguntaron Víctor y Rafael al unísono.

Ernesto se arrodilló junto al hombre y con cuidado le dio la vuelta.

—Es Carlos Fuentes —explicó zarandeando al recién llegado para intentar que reaccionara—. Lo conozco de toda la vida.

Rafael se arrodilló a su lado y con dos dedos buscó el pulso en el cuello de Carlos.

—Está muerto —dijo.

—¡No puede ser! —gritó Ernesto. Sus ojos se llenaron de lágrimas—. ¡Carlos! Despierta, amigo. ¡Despierta!

Rafael lo sujetó del brazo y le obligó a levantarse.

—Lo siento —dijo—. No podemos hacer nada por él.

—¿Qué le ha pasado? —preguntó Ernesto—. ¿Porqué está cubierto de sangre? ¿Quién le ha hecho esto?

—Esa es una pregunta de la que no se si quiero conocer la respuesta mientras estemos aquí atrapados —dijo Rafael—. Ayudadme.

Se inclinó sobre el cadáver y lo cogió por debajo de los brazos. Víctor y Ernesto, comprendiendo lo que pretendía, agarraron a Carlos por las piernas.

Entre los tres lo entraron en la casa.

Rafael se apresuró a cerrar la puerta y a continuación echó la llave.

—¿Qué es lo que ha dicho antes de caer al suelo? —preguntó Víctor—. No lo he entendido bien.

—Ha dicho un nombre —dijo Rafael—. Quizás el de su asesino.

—Rebeca —dijo Ernesto—. Es lo que ha dicho.

—¿Quién es Rebeca? —preguntó Rafael enfundando su revólver. Se inclinó sobre el cadáver y empezó a registrar sus bolsillos—. Tu sabes quién es, ¿verdad?

Ernesto asintió.

—Era mi novia. Rompimos justo antes de este maldito viaje. Tengo que volver a Cerdeña. Puede que esté en peligro. O…

—No podemos volver —le recordó Víctor.

—¡Tengo que volver! —repitió Ernesto. Sacó el móvil del bolsillo—. Llamaré a la policía o a quién haga falta para que nos saqué de aquí.

Manipuló el teléfono unos instantes.

—¡Mierda! —exclamó—. No hay cobertura.

—Será por la tormenta —explicó Rafael incorporándose—. Seguramente volverá la cobertura cuando escampe. Mirad esto.

Les mostró lo que parecía una cuartilla. Había algo escrito en ella.

—¿Qué es? —preguntó Ernesto.

Rafael se la entregó.

—Un mensaje —dijo—. Lo tenía en uno de sus bolsillos.

Ernesto leyó en voz alta:

—¿Creíais que el pasado permanecería sepultado en la memoria? ¿Pensabais que no habría consecuencias? Olvidasteis que el odio se incrementa con el paso del tiempo. Ahora estáis donde deseo. No saldréis con vida de ahí.

—¿Qué coño es esto? —Ernesto miró a Rafael deseando con toda su alma que el policía se riera y confesara que no se trataba más que de una broma de muy mal gusto.

Rafael no se rió.

—Dale la vuelta —dijo.

Ernesto giró la cuartilla para ver el reverso. Era una fotografía. En ella se veía un chico joven exageradamente gordo. Debía pesar más de 150 kilos. Vestía un chándal azul que resaltaba grotescamente las curvas de grasa de su cuerpo. La camiseta se le levantaba por delante dejando ver su prominente tripa hasta la altura de su ombligo.

—Yo conozco a este chico —dijo pensativo—. Pero no recuerdo su nombre.

—Déjame ver —dijo Víctor arrebatándole la foto para ver la imagen.

—Sé que lo conozco —aseguró Ernesto.

—¡Claro! —exclamó Víctor—. Estudió en el instituto con nosotros. ¿Cómo se llamaba?

—Es verdad —reconoció Ernesto—. Ya me acuerdo. ¿Cómo era? Ramón…

—Eso es —dijo Víctor—. Ramón Cardona. Desapareció un día tras esa fiesta que organizamos en tu casa. ¿Te acuerdas?

Ernesto asintió mirando de nuevo la fotografía.

—¿No creerás que todo esto es por lo que paso en aquella fiesta?

—¿Qué pasó en la fiesta? —intervino Rafael.

—Fue en primero de bachillerato —explicó Ernesto—. Era domingo de ramos si no recuerdo mal.

Víctor movió la cabeza indicando que era correcto.

—Aprovechando que mis padres pasaban la semana santa fuera decidimos organizar una fiesta.

—Por aquella época teníamos la costumbre de gastar bromas todas las semanas —explicó Víctor. Señaló la fotografía—. Y ese fin de semana le tocó a Ramón Cardona.

—Lo invitamos a la fiesta —continuó Ernesto—. Hecho insólito ya de por sí. Ramón era el chico menos popular del instituto. Siempre iba sólo y nunca se le veía siquiera saludar a nadie. Su gordura era la burla general de todos.

—Sí —confirmó Víctor—. Pensábamos que no vendría. Imagina nuestra sorpresa cuando le vimos entrar por la puerta.

—Fue entonces cuando a Javi se le ocurrió lo de la broma —explicó Ernesto—. Javi era el mejor organizándolas. Tenía mucha imaginación para inventarse las bromas más pesadas.

—¿Qué hicisteis? —preguntó Rafael.

—Le hicimos creer que la chica más guapa y popular del instituto estaba perdidamente enamorada de él —explicó Ernesto.

Víctor sonrió rememorando la situación.

—Le convencimos de que le esperaba en el piso de arriba, metida en la cama, desnuda. Ansiosa por follárselo.

—Al principio, el muchacho se negó a creer que aquello fuera posible. ¿Cómo podía pasar de ser el engendro abominable del instituto a el deseo sexual de la reina del baile? —dijo Ernesto—. Pero luego vi el brillo que se fue formando en sus ojos. Entonces supe que de verdad se lo estaba creyendo. Que iba a subir a la habitación esperando una increíble sesión de sexo.

—Dio la coincidencia de que esa misma semana, los padres de Ernesto habían estado en una finca de unos amigos para ayudarles con la matanza —explicó Víctor—. «Diez gorrinos nada menos nos hemos cargado» recuerdo que decía orgulloso su padre tan sólo unos días antes de la fiesta.

—Es cierto —dijo Ernesto—. Teníamos un enorme congelador en la despensa. Allí dentro mi padre había colocado cuidadosamente los dos cerdos descuartizados que se había traído como pago por su ayuda.

—Lo organizamos todo muy rápido —dijo Víctor orgulloso—. La idea fue mía y en pocos minutos lo teníamos todo preparado.

—Sí —continuó Ernesto—. Colocamos el maniquí que usaba mi madre esos días para sus prácticas de costura sobre la cama. Lo cubrimos con la sábana. Parecía realmente que había una chica bajo la fina tela. Entonces sustituimos la cabeza por la de uno de los cerdos. «La cabeza es lo mejor» decía siempre mi padre.

—Lo mejor fue la peluca —exclamó Víctor—. Era de Silvia. Esos días le había dado por llevarla siempre puesta. Ansiaba ser rubia pero su padre le había prohibido teñirse el pelo. Le pusimos la peluca a la cabeza de cerdo.

—Hugo se encargó de hacer correr la voz entre todos los invitados de la fiesta —explicó Ernesto—. Los organizó para que subieran al piso superior sin que Ramón se percatara.

—Marta se escondió bajo la cama para que cuando hablara pareciera que lo hacía desde debajo de la sábana.

—Pensamos hasta en el último detalle.

—Pero la broma no acabó cómo esperábamos.

—No —dijo Ernesto—. El pobre chico huyó corriendo cuando levantó la sábana y vio lo que había debajo. Todos los que estábamos allí nos burlamos gritándole. Muchos incluso le hicieron fotos. Ese fue el último día que lo vimos. No volvió al instituto.

—¿Recuerdas cómo lo llamábamos? —preguntó Víctor.

—La verdad es que no me acuerdo —dijo Ernesto—. En aquella época le poníamos motes a todo el mundo.

—Barrilete —dijo Víctor—. Lo acabo de recordar. ¿No es curiosa la memoria?

—¿Barrilete? —preguntó Rafael.

—Sí, es cierto —corroboró Ernesto—. Lo llamábamos Barrilete porque era el chico más gordo del instituto. Quizás el más gordo del barrio. Se me había olvidado.

—Está bien —dijo Rafael—. Quiero pediros una cosa.

—¿Crees que todo esto, la invitación, lo que le ha pasado a Carlos, todo, tiene que ver con lo que le hicimos a Ramón Cardona?

Rafael asintió.

—Todo parece encajar. ¿Con que letra firma el misterioso anfitrión todos sus mensajes?

—B —dijeron al unísono Ernesto y Víctor.

—B de Barrilete —explicó Rafael—. No sé exactamente que pretende ese Ramón Cardona. Pero ya ha muerto un hombre y algo me dice que no será el único. Esta conversación que hemos tenido tiene que quedar entre nosotros.

—¿Por qué? —preguntó Ernesto—. Si realmente estamos en peligro, ¿no sería mejor…?

—No —interrumpió Rafael—. Sólo conseguiríamos que cunda el pánico y eso no nos beneficiaría. Según lo que sabemos hay seis personas a las que Carmona hace responsable de lo que pasó hace quince años.

—Los invitados a la reunión —dedujo Ernesto.

—Sí —confirmó Rafael—. Hugo, Javi, Silvia, Marta y vosotros dos. Cualquiera podría ser el siguiente. Tenemos que ir con los ojos bien abiertos y de ser posible permanecer juntos en todo momento. Mañana es domingo de ramos. No puede ser casualidad. Sea lo que sea que tiene preparado ocurrirá mañana.

Oyeron unos pasos acercándose por el pasillo.

—Ya sabéis, ni una palabra —se apresuró a decir Rafael.

Enseguida vieron acercarse a Hugo, que se quedó paralizado al ver el cuerpo inerte de Carlos.

—¿Está…? —dijo con voz temblorosa.

—Sí —dijo Ernesto—. Era amigo mío. Debió de seguirme para arreglar las cosas. Tuvimos una pelea hace unos días.

—¿Una pelea? —preguntó Rafael—. ¿Por qué no lo has dicho hasta ahora?

—Sólo fue una discusión telefónica —Ernesto observó el cadáver—. Mi novia, Rebeca, me confesó que se había acostado con él. Le llamé y creo que lo amenacé.

Rió.

—¿No pensaréis que lo he matado yo? —dijo al ver cómo lo miraban.

—Hasta que sepamos lo que ha pasado todos somos sospechosos —sentenció Rafael.