3. El viaje.
VIERNES, 7 DE ABRIL DE 2017
Según las instrucciones, debía embarcar en el vuelo IB6184 de Iberia con destino a Cagliari en Cerdeña, que salía del aeropuerto de Son Sant Joan a las 21:45 horas de ese nubloso viernes de abril.
Como dicta el protocolo aéreo, Ernesto llegó con un poco más de una hora de antelación y tras sacar la tarjeta de embarque y facturar su maleta, decidió esperar tranquilamente en el bar del aeropuerto, tomándose algo.
Pidió un vodka con naranja y se sentó en una mesa apartada a hojear el periódico. No es que fuera precisamente aficionado a la ingesta de alcohol, pero volar lo ponía nervioso y necesitaba algo para llenarse de un poco de valor para poder subirse al avión.
Una voz a su espalda lo apartó de sus pensamientos:
—¿Villanueva? ¿Ernesto Villanueva?
Se dio la vuelta y se encontró con un hombre extremadamente gordo que se acercaba bamboleándose hacia él con una amplia sonrisa en el rostro.
Tenía el pelo castaño y unos luminosos ojos verdes que le observaban con una profunda añoranza. Lentamente, aposentó su gigantesco trasero en la silla que quedaba frente a él en la mesa.
—Lo siento… —dijo Ernesto—, ¿nos conocemos?
—Pero, Ernesto. ¿No te acuerdas de mí?
Rebuscó en su memoria sin éxito. No tenía ni idea de quién era ese hombre grotesco que tenía delante. Aunque esos ojos verdes le resultaban vagamente familiares.
—¡Hugo! —exclamó el gordo—. Soy Hugo Matas.
Ernesto se quedó estupefacto.
«¡No puede ser!» pensó.
Hugo Matas era su mejor amigo en el instituto. Lo hacían todo juntos. Pero ese hombre deforme que le hablaba ahora era justamente lo contrario a lo que era su amigo: el más atlético, el mejor deportista y el más popular entre las chicas.
—¿De verdad eres tú? —preguntó indeciso.
Hugo soltó una ruidosa carcajada. Sus enormes tetas se agitaron bajo la camiseta.
—Se lo que piensas —dijo—. ¿Qué buen aspecto tengo? ¿eh?
—¿Qué te ha pasado? Antes estabas tan…
«delgado» la última palabra se le atragantó en la garganta.
Hugo rió de nuevo, palmeándose la voluminosa panza.
—Es lo que tiene la buena vida.
Extendió la mano.
—Cómo me alegro de verte, Ernesto.
Ernesto le estrechó la mano.
—¡Claro! —exclamó—. ¿Quieres tomar algo? Te invito.
Hugo señaló la copa sobre la mesa.
—Lo mismo que tomas tu estaría bien.
Ernesto sonrió y se acercó a la barra para pedir la bebida de Hugo y otra copa para él. Su antiguo amigo lo seguía con la vista, sin borrar la amplia sonrisa del rostro.
Cuando regresó a la mesa, Hugo comenzó a hablar excesivamente excitado:
—Bueno, Ernesto. ¿Cómo te ha ido la vida? ¿A qué te dedicas? Pero, ¡qué buen aspecto tienes! Si estás igual que en el instituto. No me lo puedo creer. Y, por cierto, ¿qué me dices de…
—Para un momento —le frenó Ernesto levantando una mano—. Tranquilo, tenemos todo el fin de semana para ponernos al día.
—Tienes razón —dijo Hugo soltando un largo suspiro—. Es que tenía muchas ganas de volver a verte. A veros a todos.
Ernesto sonrió. De pronto se dio cuenta de que también se alegraba de volver a ver a su antiguo amigo.
—Soy camarero —dijo respondiendo a una de las preguntas de Hugo—. Trabajo en el restaurante “A la brasa”. ¿Lo conoces? El que está en la Plaza España.
—Claro, he ido alguna que otra vez. Pero no recuerdo haberte visto nunca por allí.
—Yo me encargo normalmente de la barra. Solemos contratar camareros para atender las mesas. ¿Y tú a que te dedicas?
—Soy inspector de Hacienda.
Ernesto lo miró sorprendido.
—¿Inspector de Hacienda? Pero si odiabas las matemáticas.
Ambos rieron.
—Pues ya ves, chico —dijo Hugo—. Debe ser mi infierno personal por todas las fiestas que organicé cuando debía estar estudiando.
—Sí, menudas fiestas —dijo Ernesto algo melancólico—. ¿Te acuerdas cómo lo pasábamos?
—Y menudas bromas que gastábamos, ¿eh?
El timbre de la megafonía del aeropuerto los devolvió de golpe a la realidad:
—DING DONG DING. Se avisa a los pasajeros del vuelo IB6184 de Iberia pueden proceder al embarque por la puerta 2. Se avisa a los pasaj…
—Es nuestro vuelo —dijo Ernesto poniéndose en pie—. ¿Sabes, Hugo? Me alegro de que hayan organizado esta reunión de antiguos alumnos.
Hugo rio alegremente y sin previo aviso le dio un abrazo.
—Te echaba de menos amigo.
Pagaron las bebidas y juntos caminaron hacia la puerta 2.
***
El vuelo resulto mucho más agradable de lo que se esperaba Ernesto. Hugo y él se pasaron todo el tiempo rememorando su época de estudiantes, pausando sus anécdotas sólo el escaso tiempo que duró la cena que les sirvieron y antes de darse cuenta el avión tomaba tierra en el aeropuerto de Elmas, en Cagliari, al sur de Cerdeña.
Desembarcaron sin poder parar de reír al recordar la broma que le habían gastado a una chica en una de sus improvisadas fiestas de fin de semana.
La pobre chica en cuestión era una estudiante de intercambio procedente de una repipi escuela británica. La invitaron a la fiesta anunciándosela como una agradable celebración en su honor, para darle la bienvenida a nuestro acogedor país.
Bárbara, o Barbie, como se presentaba ella siempre, era una auténtica mojigata que no se enteraba de nada y al llegar a la fiesta actuó como si realmente ella fuera la reina de Inglaterra.
Y exactamente como a una princesa la trataron. Una de cuento. Pues se las ingeniaron para hacerla entrar en un armario para besar al chico más atractivo del instituto. Al que era nombrado siempre rey del baile. A Hugo. El más popular.
Incluso percibieron el rubor en las pálidas mejillas de la chica cuando, tímidamente, accedió a entrar en el armario. Los gritos no tardaron en llegar cuando se dio cuenta de que aquello pringoso que había besado no eran los labios del chico tras el que iban todas las del instituto, sino un asqueroso y rechoncho sapo.
Recordando la cara de pánico de la pobre inglesa cuando salió de aquel armario les dio tal ataque de risa que aun perduraba al subir al taxi que los llevaría al hotel.
Según las instrucciones recibidas por el anfitrión, debían pasar la noche en Cagliari para al día siguiente, a primera hora, coger una embarcación en el puerto que les llevaría a “Isola La Vacca” (Isla de la Vaca), donde se celebraría la reunión de antiguos alumnos.
Le dieron al taxista la dirección del hotel donde, supuestamente, “B” les había reservado habitación para pasar la noche.
Tardaron poco más de media hora en llegar, lo que les dio tiempo de rememorar unas cuantas anécdotas más.
El hotel “Il Resto” era un enorme edificio situado en el centro mismo de la ciudad. No era excesivamente lujoso, pero a Ernesto le sorprendió gratamente lo acogedor que resultaba.
En el vestíbulo había un matrimonio con dos niños que tendrían unos 8 y 10 años respectivamente. La pareja discutía acaloradamente mientras los pequeños curioseaban un expositor con panfletos turísticos.
Ernesto reconoció a la mujer. Pese a los años que habían pasado desde que iban juntos al instituto, era igual de atractiva y seductora, que como la tenía grabada a fuego en la memoria. Sólo cambiaba que ahora lucía una exuberante melena negra que hacían resaltar sus preciosos ojos azules. En el instituto era rubia.
Se acercó a ella, dejando a Hugo haciendo fila en la cola de gente que esperaba para registrarse en el hotel.
—Hola, Marta —saludó—. Te has teñido el pelo. Me gusta.
La pareja se sobresaltó. El hombre lo miró enfadado y comenzó a murmurar algo. La mujer, en cambio, adornó su rostro con una traviesa sonrisa y se lanzó a sus brazos en un efusivo abrazo.
—¡Ernesto! —exclamó—. Cuantas ganas tenía de verte. Me acuerdo mucho de ti. Siempre.
—¿Marta? —gruñó el hombre a su espalda—. ¿No me vas a presentar?
La mujer se sobresaltó visiblemente al oír la voz de su marido. Se separó de Ernesto empujándolo bruscamente hacia atrás.
—Claro, Arturo —la sonrisa había desaparecido completamente de su boca, que ahora aparecía torcida en una rígida mueca de temor—. Este es Ernesto Villanueva. Ernesto, te presento a mi marido, Arturo López.
Arturo se adelantó un par de pasos y le tendió la mano. Ernesto la estrechó con firmeza.
—Un placer —dijo.
—Debíais llevaros muy bien en el instituto —dijo Arturo mirando de reojo a su esposa—. Marta se ha puesto muy contenta al verte.
—Éramos amigos, nada más —se apresuró a decir Marta.
—Sí —corroboró Ernesto muy serio. No le estaba gustando la impresión que le daba todo aquello—. Buenos amigos, nada más.
—Ya veo —dijo Arturo. De pronto su mirada se desvió más allá de donde estaba Ernesto—. ¿Y el gordo ese? ¿También era un buen amigo?
Ernesto y Marta miraron hacía la gente que esperaba ordenadamente su turno en el mostrador de recepción. Hugo los miraba desde la fila, sonriendo abiertamente. Les saludó con la mano.
—Es Hugo —explicó Ernesto al ver la cara de desconcierto de Marta.
—¿Hugo? ¿Qué Hugo? ¿Hugo Matas?
Ernesto asintió.
—Ha engordado un poco.
—¿Un poco? Si parece que se haya comido al antiguo Hugo.
Rieron.
—Muy divertido —dijo Arturo, agarrando a su mujer del brazo—. Ahora si nos permitís, estamos cansados y nos vamos a nuestra habitación.
—Claro —dijo Ernesto. Hizo un enorme esfuerzo para no entrometerse en la forma en que ese hombre trataba a la que era su amiga.
—¡Niños! —gritó Arturo. Los niños acudieron corriendo a su llamada—. Nos vamos a la habitación. No os separéis de nosotros.
Ernesto les vio alejarse hacia los ascensores.
«Oh, Marta» pensó «¿Cómo has acabado con un gilipollas como ese?»
Cuando la familia desapareció de su vista, se apresuró a reunirse con Hugo, que esperaba pacientemente a que le tocara el turno.
***
La habitación no era nada del otro mundo, pero a Ernesto le pareció perfecta. Cuando se acostó sobre la amplía cama que presidía el dormitorio se dio cuenta de lo cansado que estaba.
Había sido un viaje largo y con algún que otro sobresalto emocional. Lo mejor y lo peor de todo era haberse encontrado nuevamente con Marta. Un encuentro que había abierto una puerta en su interior que se había esforzado en mantener cerrada durante muchos años.
Marta Rivas era la chica más popular en el instituto y la pareja de Hugo en todos los bailes de fin de curso, pues como dicta la tradición el rey siempre debe bailar con la reina. Guapa, simpática y amiga de sus amigos, todos le auguraban un futuro de fama y fortuna.
Cómo era de esperar, Hugo estuvo pretendiéndola desde primer curso, pero inexplicablemente Marta comenzó a salir con Ernesto, lo que hizo subir a éste a lo más alto del escalafón de la popularidad.
Y así siguieron hasta acabar los estudios. Después, como suele suceder, separaron sus caminos y poco a poco fueron perdiendo el contacto.
Llamaron a la puerta.
Ernesto se levantó de la cama para abrir.
—¿Te hacen un par de copas en el bar? —preguntó Hugo con su habitual sonrisa. Se había cambiado de ropa y aun llevaba el pelo mojado de la ducha.
—Lo siento, estoy muy cansado —rehusó Ernesto—. Ya estaba acostado.
—Venga —le animó Hugo—. Sólo una copa y después te vas a dormir como un niño bueno.
Ernesto negó con la cabeza.
—No. Mañana nos vemos.
Comenzó a cerrar la puerta haciendo retroceder a su amigo hacia el pasillo.
—Antes nunca rechazabas un buen desfase —replicó Hugo justo antes de que cerrara la puerta completamente.
—Antes podíamos compartir la ropa —dijo Ernesto desde dentro de la habitación. Apoyó la espalda contra la madera de la puerta—. Las cosas cambian.
—Mañana no admitiré un no por respuesta —oyó que gritaba Hugo. Sus pasos se alejaron por el pasillo hasta desaparecer.
***
A la mañana siguiente, Ernesto, se levantó al alba y se apresuró a darse una ducha, antes de bajar a desayunar.
Cuando entró en el restaurante del hotel vio que Hugo ya estaba allí. Estaba sentado junto a Marta y su marido. Los niños estaban junto a ellos, devorando unos pasteles. En la misma mesa vio tres personas más: dos hombres y una mujer que lucía un abultado vientre de embarazada.
Ernesto se acercó a la mesa y saludó, sentándose en la única silla que permanecía vacía.
—Buenos días, espero que hayas dormido bien —dijo Hugo con un tono algo irónico, antes de señalar a los nuevos—. ¿Te acuerdas de Víctor, Javi y Silvia?
Ernesto se acordaba perfectamente de ellos. Eran sus antiguos amigos. Sin contar con Arturo y los dos niños, los seis que estaban allí reunidos eran los miembros del selecto grupo que formaban en el instituto. Siempre iban juntos y juntos organizaron las mejores fiestas. También fueron los artífices de las mejores bromas, a las que eran muy aficionados. Y cuanto más pesada la broma, mejor.
Víctor Reyes estaba aún en mejor forma física que en su época de estudiante. Ya entonces era un obseso del deporte y por sus marcados pectorales y sus voluminosos brazos debía seguir ejercitando su musculatura a diario. Era sólo un par de centímetros más alto que Ernesto y ahora llevaba su brillante pelo rubio, del que estaba enormemente orgulloso en el instituto, cortado a ras del cuero cabelludo.
Silvia Manzano no había envejecido tan bien como Víctor. Ahora su larga melena castaña lucía un par de tonos más oscura y se la había cortado a la altura de la barbilla, lo que hacía que su cara se viera aún más redonda de lo que ya era. Tenía los ojos marrones, que reflejaban un enorme cansancio y sus enormes pechos, se veían todavía más grandes de lo que Ernesto recordaba, aunque también menos firmes. Llevaba un vestido amplio que no disimulaba en absoluto la tremenda panza que abultaba debajo.
Javier Expósito era el bromista del grupo. El noventa y nueve por ciento de las bromas que realizaron en los cuatro años de instituto fueron ocurrencia suya. En su época de estudiante era bastante atractivo, con su pelo claro y sus pícaros ojos verdes. Ahora en cambio, entre lo que había engordado y lo mal que se debía cuidar, había mutado a un ser obeso y mal aseado del que seguramente huirías si te lo encontraras a solas por la calle.
Ernesto los saludó a todos uno a uno y se sentó a desayunar. Estaba muerto de hambre.
—¿Empezamos la fiesta? —dijo alegremente Hugo.
—¿Y los demás? —preguntó Marta.
—Estamos los que importan —rió Hugo—. Por lo menos a nosotros.
—¿No os extraña que sólo estemos los de la pandilla? —preguntó Ernesto mordisqueando una tostada—. ¿Dónde estarán los demás de la clase?
—Ni lo sé ni me importa —intervino Javi—. Yo estoy con Hugo. ¿Empezamos o no la fiesta?
—Di que sí —dijo Hugo chocando los cinco con Javi—. Vamos a buscar algo de alcohol.
Se levantaron los dos y se alejaron en dirección al bar.
—La verdad es que es muy raro que sólo estemos nosotros —insistió Marta.
—Ya aparecerán, supongo —dijo Arturo indicándole con la mirada que dejara ya el tema.
—¡Que sorpresa verte a ti con hijos! —exclamó Ernesto en un intento de apaciguar la tensión que empezaba a notarse—. Nunca me lo habría imaginado. Si en el instituto no querías ni oír hablar del tema. Te enfadabas hasta si te proponían hacer de canguro.
Marta rió. Arturo, a su lado, la miró enfadado.
—Ya lo se —dijo ella—. Pero las cosas cambian. De todas formas, no te los he presentado como es debido. Estos son Rodolfo, el mayor, de 10 años y Santiago, que tiene 8. Niños, saludad al señor Villanueva.
Ambos niños se pusieron en pie y dijeron al unísono:
—Buenos días, señor Villanueva.
—Buenos días niños —respondió Ernesto inclinando la cabeza formalmente. Después sonrió a Marta—. Muy educados, sólo que preferiría que no volvieras a llamarme señor Villanueva. Ese es mi padre. Yo soy Ernesto a secas.
Marta rio de nuevo.
—Bien, Ernesto a secas —dijo Arturo—. Y yo preferiría que no se tomase tantas confianzas con mi esposa.
—Arturo, no pasa nada —dijo Marta. Su rostro se había ensombrecido de golpe—. En serio, no…
—¡Calla, mujer! —gritó Arturo poniéndose en pie—. Cuando yo hablo debes tener el respeto mínimo de no entrometerte.
Marta se encogió en la silla. Rodolfo y Santiago miraban a su padre fijamente, como si le tuvieran miedo. Santiago parecía a punto de romper a llorar.
El resto de la mesa interrumpieron sus conversaciones y todos estaban pendientes del marido de Marta.
—Relájate un poco —dijo Ernesto—. No ha pasado nada para que te pongas así.
—Yo me pongo como me salga de los huevos —gritó Arturo. Comenzó a caminar hacía la puerta del restaurante—. ¡Marta! ¡niños! ¡vámonos!
—Lo siento —dijo Marta mirándolos a todos—. Nos vemos luego.
Salió corriendo detrás de su marido. Los niños la siguieron. El pequeño lloraba en silencio.
—¡Marta! —la llamó Ernesto poniéndose en pie, pero la mujer ya había desaparecido de su vista.