5.     Ernesto Villanueva.

 

—¡Chicos! —gritó Ernesto—. Mirad esto. Creo que puedo moverlo.

Estaban agotados. Habían pasado toda la noche recorriendo los oscuros pasillos, palpando las paredes con las manos para encontrar alguna salida.

A media noche más o menos, el móvil de Víctor se quedó sin batería. El de Ernesto duró una medía hora más. Después la oscuridad los absorbió.

Desde entonces se habían limitado a reconocer a ciegas las paredes, buscando, cada vez más desesperados alguna trampilla o acceso para salir de aquella trampa mortal en la que se habían metido.

Volvieron a escuchar ruidos de puertas abriéndose y cerrándose un par de veces más y decidieron seguir la dirección del sonido, pese a estar todos de acuerdo de que debía de tratarse de Ramón Cardona utilizando aquellos mismos pasillos para desplazarse por toda la casa sin que nadie lo viera.

En un momento dado, avanzada ya la madrugada, Ernesto tropezó cayendo al suelo boca abajo. El grito que brotó de su garganta paralizó a sus dos acompañantes, helándoles la sangre en las venas.

Ernesto se arrastró por el suelo buscando lo que le había echo caer. Cuando lo encontró estalló en una incontrolable carcajada.

Era el tirador de una trampilla, igual que la que habían usado para subir al desván. La atravesaron para descender a los pasadizos de la segunda planta y allí siguieron buscando, arrastrando los pies y palpando las paredes.

Poco después, encontraron otra trampilla y bajaron hasta la primera planta.

Continuaron rastreando el suelo hasta que encontraron la siguiente trampilla: por fin estaban en la planta baja.

Desde ese momento se habían esforzado por encontrar alguna puerta o algún acceso que les permitiera volver con los demás.

Y Ernesto lo había encontrado. Era una especie de panel de madera, camuflado como si fuera de piedra, que se abría empujándolo lateralmente.

Rafael y Víctor corrieron a ayudarle. Entre los tres pudieron abrirlo sin casi esfuerzo. Vieron el interior de la cocina.

—Vamos —dijo Rafael adelantándose para salir primero. Apuntó su revólver hacia delante y entró en la cocina.

No vio venir el golpe. Le dio de lleno en la cabeza. El revólver escapó de su mano y cayó al suelo produciendo un tintineo metálico.

Sintió la humedad de la sangre descendiendo por su frente. Se le doblaron las rodillas y se tambaleó, intentando aguantar el equilibrio.

Ernesto corrió hasta él y lo sujetó por las axilas.

Frente a ellos vio a Marta, retrocediendo asustada por lo que había hecho.

—Creía que… —dijo. Soltó la sartén que aún sujetaba en su mano—. No sabía que erais vosotros.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Víctor saliendo de la oscuridad del pasillo.

—¡Ayúdame! —le pidió Ernesto.

Entre los dos acostaron a Rafael en el suelo. Estaba inconsciente.

—¿Lo he matado? —Marta comenzó a llorar. Se cubrió los ojos con las manos.

—Creo que se pondrá bien —dijo Ernesto—. Aunque puede que tarde un buen rato en despertarse. Le has dado un buen golpe.

Se puso en pie y miró el montón de comida que había acumulado Marta sobre la encimera.

—Veo que tienes hambre. A decir verdad, nosotros estamos famélicos.

—He venido a buscar algo para que coma mi hijo —explicó Marta—. Llevamos sin probar bocado desde ayer.

—¿Y cómo está? —preguntó Ernesto—. ¿Dónde se había escondido el muy diablillo?

El rostro de Marta se ensombreció tan repentinamente que Ernesto pensó que se iba a desmayar también. Corrió hacia ella para sujetarla.

Marta se abrazó a él.

—Lo han matado —sollozó.

Ernesto no supo que decir. No podía creerse que el pequeño Santiago estuviera muerto. ¿Quién le haría daño a un niño de ocho años?

—¿Dónde están los demás? —preguntó Víctor acercándose a ellos.

Marta se separó de Ernesto y se enjuagó las lágrimas.

—Arturo y yo nos hemos refugiado con Rodolfo en nuestro dormitorio. Creo que Hugo y Javi han hecho lo mismo.

—¿Y Silvia? —preguntó Ernesto.

Marta negó con la cabeza.

—¡Maldición! —exclamó Ernesto apretando con fuerza los puños—. Mataré al cabrón que está haciendo esto. Juro que lo mataré.

—Veo que os estáis divirtiendo —dijo una voz desde el pasillo.

Marta se giró de un salto. Ernesto vio claramente el temblor de su cuerpo.

Arturo entró en la cocina. Lucía una lúgubre sonrisa en su rostro. Se acercó despacio.

—¡Marta vuelve al dormitorio! —gritó.

La mujer se estremeció. Asintió con la cabeza.

—Le llevaré algo de comida a …

—¡Que te vayas ya! —la interrumpió Arturo—. Después te lo explicaré bien para que lo entiendas.

Marta salió corriendo y desapareció por el pasillo hacia las escaleras.

Arturo se acercó a Ernesto.

—Creía que te lo había dejado claro —dijo—. Pero por lo visto me equivocaba.

—Arturo, creo que te estás pasando un poco —intervino Víctor.

—¡Tú no te metas! —gritó Arturo—. Esto es entre Ernesto y yo.

—No sé qué crees que ha pasado entre Marta y yo, pero te equivocas —dijo Ernesto.

Arturo rio, acercándose un par de pasos más.

Ernesto y Víctor retrocedieron por inercia.

—Ve a ver cómo está Rafael —le dijo Ernesto a su amigo.

Víctor asintió en silencio y corrió junto al policía.

—Arturo, no es lo que piensas —dijo Ernesto—. Aunque también te digo que si te crees que me voy a quedar quieto viendo como la golpeas…

—Lo que yo haga en mi matrimonio es asunto mío. Y sólo mío.

—Marta también tendrá algo que decir.

—Esa perra no tiene nada que opinar.

Ernesto sintió la furia apoderarse de su cuerpo. Hizo un enorme esfuerzo para no lanzarse sobre Arturo.

Oyó como Rafael murmuraba algo y Víctor le respondía.

Giró un instante la cabeza hacia ellos.

Arturo aprovechó la oportunidad y se agachó a gran velocidad. Cuando se incorporó, Ernesto vio que le apuntaba con el revólver del policía.

—Voy a matarte —dijo Arturo.

Ernesto levantó las manos en un gesto apaciguador.

—Suelta el arma —dijo—. Si quieres que nos peleemos hagámoslo, pero no hagas ninguna locura.

Arturo sonrió. Amartilló el revólver.

Ernesto tragó saliva.

Víctor los miraba arrodillado en el suelo junto a Rafael, que estaba recuperando la conciencia.

—Reza lo que sepas —dijo Arturo—. Vas a morir.

—¡No! —gritó Marta desde la puerta.

Arturo se giró sorprendido al escuchar la voz de su mujer. ¿La muy guarra le había desobedecido otra vez?

Entonces, Ernesto aprovechó la distracción y en cuanto vio que el revólver dejaba de apuntarle saltó, sin pensarlo, sobre Arturo.

Los dos hombres cayeron rodando al suelo. El revólver se disparó.

Marta gritó.

Víctor corrió hasta ellos.

—¡Ernesto! —gritó ayudándole a levantarse—. ¿Estás bien?

—Sí —afirmó Ernesto. Se agachó para coger el revólver de donde había caído en el suelo y apuntó a Arturo—. Levántate.

Arturo se revolvió en el suelo y lentamente se puso en pie.

—No te muevas —dijo Ernesto.

Arturo lo miró furioso.

—Aprieta el gatillo si tienes huevos —dijo—. Hazlo, si no te mataré en cuanto tenga la oportunidad.

—No voy a matarte —dijo Ernesto—. Sería rebajarme a tu nivel.