2.     Rodolfo López.

Rodolfo estaba sentado en el sofá, apoyado en el regazo de su madre. Estaba terriblemente aburrido.

Hacía ya un buen rato que los dos amigos de su madre y el policía se habían ido a ver quién llamaba a la puerta. Todos esperaban en silencio que regresaran. Pero es que se aburría tanto.

De pronto se le ocurrió una idea. Al principio no se atrevió. Le aterrorizaba que su padre le gritara, pues tras los gritos normalmente venían los golpes. Aunque también era cierto que desde que estaban en Italia no le había puesto la mano encima.

Tragó saliva y preguntó:

—¿Puedo ir al baño?

—¿No puedes esperar? —dijo casi al instante su padre.

—Me estoy meando. No puedo aguantar —gimió exagerando, quizás demasiado, su lamento.

—Está bien —accedió su madre —pero llévate a tu hermano.

«Joder, no» pensó «Santiago lo estropea siempre todo»

—Vale —dijo y se levantó—. Vamos, Santi.

El pequeño descendió de un salto del regazo de su padre. Se le había iluminado la cara con la perspectiva de hacer algo. Debía estar por lo menos tan aburrido como él.

—No lo dejes solo —ordenó su padre.

—Sí, papá.

Rodolfo cogió a su hermano pequeño de la mano y juntos recorrieron el pasillo en dirección al baño. Cuando pasaron frente a la escalera se detuvo.

—¿Qué haces? —preguntó Santiago—. El baño está por ahí.

—¿Si te digo un secreto prometes no decírselo a papá? —preguntó Rodolfo apoyando una rodilla en el suelo para mirar a su hermano a los ojos.

Santiago asintió en silencio.

—Me lo tienes que prometer —insistió Rodolfo. Sabía cómo se ponía su padre cuando lo desobedecían o le mentían y le daba pánico solo imaginar lo que les haría si descubría que pretendía subir a explorar la casa. Quizás encontrara algo interesante allí arriba.

—No quiero que papá se enfade —dijo Santiago.

—Entonces prométemelo —insistió Rodolfo.

—Te lo prometo.

—Bien —Rodolfo sonrió—. Esta casa es la guarida de un pirata.

Los ojos de Santiago brillaron de emoción.

—¿Y que hay en la guarida de un pirata?

—¡Un tesoro! —exclamó el pequeño.

—Shhhhh —Rodolfo se puso el índice sobre los labios—. Habla más bajo. Te van a oír.

Santiago asintió.

—¿Vamos a buscar el tesoro?

—Si —dijo Rodolfo. Se incorporó y cogió nuevamente la mano de su hermano—. Vamos.

Juntos subieron la escalera.

A diferencia de la planta baja, donde habían conseguido dar la luz, allí arriba la obscuridad era casi absoluta. Las robustas contraventanas que permanecían firmemente cerradas impedían la entrada de la más mínima claridad.

Caminaron lentamente por el pasillo. Rodolfo alzaba la mano que tenía libre para evitar tropezar con algún mueble.

—Tengo miedo —murmuró Santiago. Rodolfo notó un leve temblor en su mano.

—No pasa nada. Aquí arriba no hay nadie. Lo han comprobado.

—¿Por qué está tan oscuro? Enciende la luz, por favor.

Rodolfo supo por el tono de voz de su hermano que si no le hacía caso se pondría a llorar, lo que seguramente llamaría la atención de alguno de los de abajo y sus padres acudirían corriendo a buscarlos. Entonces empezarían los golpes.

—Vale, vale —dijo—. Pero habla bajito. Ahora hago que haya luz.

Cruzaron la primera puerta que vieron y se encontraron dentro de un enorme dormitorio. Caminaron a tientas hasta la ventana. Rodolfo manipuló el cerrojo y la abrió. Seguidamente empujó el postigo de madera que impedía entrar la luz. La habitación se iluminó dejándoles ver lo que tenían alrededor.

Los dos niños se quedaron boquiabiertos mirando la cama.

Era gigantesca, más grande aún que en la que dormían sus padres y parecía muy vieja, aunque era hermosa. Tenía una larga columna saliendo de cada esquina que acababan en una especie de pequeño techo del que colgaba una cortina que rodeaba la cama por completo. La cortina estaba cerrada.

—¡Qué bonita! —exclamó Santiago y soltando la mano de su hermano comenzó a caminar hacía ella.

—Santiago —le llamó Rodolfo. De pronto tenía el horrible presentimiento de que algo malo iba a pasar—. Santiago, no.

Pero el pequeño no le hizo caso. Cogió la cortina con ambas manos y con todas sus fuerzas la descorrió.

Rodolfo corrió para ponerse a su altura. Se detuvo cuando vio lo que había sobre la cama. Se sentía como un idiota. No había nada, ni siquiera un colchón. Únicamente un antiguo somier de láminas.

—¡Oh! —se lamentó Santiago—. Podríamos haber jugado a que era una nave espacial, pero sin colchón…

Rodolfo rió. La verdad es que no habría estado mal jugar en la cama. Era perfecta para imaginarse que era una nave y surcaban el espacio estelar descubriendo nuevos mundos. Su hermanito tenía mucha imaginación para inventarse juegos.

—¿Seguimos buscando el tesoro? —preguntó sonriente.

Santiago asintió.

—Pero no quiero volver a la oscuridad.

Rodolfo miró a su alrededor. Había algunos muebles con cajones rodeando la habitación, sin contar con el enorme armario que cubría totalmente una de las paredes. También vio una puerta que permanecía cerrada, impidiéndole ver lo que había al otro lado.

—Buscaremos por aquí —propuso.

Santiago asintió, contento con la idea de seguir jugando a los piratas.

Se separaron y comenzaron a rebuscar en los cajones. La mayoría estaban vacíos y en los pocos que encontraron algo, no se trataba más que de cosas inútiles y sin ningún atractivo para unos niños.

No tardaron mucho tiempo en haberlo revisado todo.

—No hay ningún tesoro —gimió Santiago, nuevamente al borde del llanto.

—Si lo hay —dijo Rodolfo—. Lo que pasa es que estos piratas son muy listos y lo han escondido muy bien.

Santiago asintió convencido.

—¿Miramos ahí? —preguntó señalando la puerta cerrada.

Rodolfo sintió de nuevo el presentimiento de que algo no iba bien. Recordó lo tonto que se había sentido cuando lo de la cama y se acercó a la puerta.

—¿Por qué no? —dijo moviendo el picaporte. La puerta se abrió hacía dentro, dejándoles ver un pequeño cuartito. Había ropa colgada por todos lados—. Es un vestidor.

Santiago se asomó a su lado para verlo también.

—Sí —confirmó—. Como el que tiene la tía Ana en su casa. La gente que vivía aquí debía ser muy rica.

—Seguramente.

La tía Ana vivía en Toledo. Según decía su padre, la mujer había tenido la suerte y la inteligencia de casarse pensando más en el dinero que en el amor. Estaban forrados. Su casa era un palacete del siglo XVIII. Rodolfo no sabía muy bien que significaba eso, pero tenía pinta de costar mucho dinero.

Entraron en el vestidor.

—Tu busca por ahí —ordenó Rodolfo—. Yo miraré por este lado.

Santiago obedeció en silencio y corrió a una esquina. Comenzó a rebuscar entre la ropa que colgaba de unas finas barras de acero.

Rodolfo caminó despacio hacia el lado opuesto y se paró frente a otra de esas barras. En esta colgaban muchísimos vestidos. Todos eran exageradamente largos, con muchos ribetes y adornos.

Sin saber muy bien por qué, acarició lentamente la tela del que tenía más cerca. Era muy suave. Le gustó la sensación.

Oyó un fuerte ruido que le devolvió a la realidad, seguido de un pequeño lamento de su hermano.

Se volvió de un salto, esperando encontrar algo horrible, quizás un monstruo. Lo que vio lo aterrorizó incluso más.

Santiago, su hermano pequeño, no estaba.